Dirección y guión: Daniel León Lacave Fotografía: Pablo García Gallego Música: Jonay Armas Producción: Samuel Dávila Sonido: Borja Viera – Dani Mendoza Intérpretes: Iván Álamo, Cathy Pulido, Ragüel Santa Ana, Cristina Piñero, Néstor Luzardo, Pino Luzardo, Ángel Pérez y Tonono González
Hay dos características, aunque más que características son cualidades, que definen el trabajo cinematográfico de Daniel León Lacave: constancia y verdad. La verdad explica que su cine haya encontrado tan escaso eco oficial aunque, paralelamente, este ninguneo, este vacío, arrastra cada vez a más público para contemplar sus películas, algunas de ellas imbuidas por una ingenuidad ideológica que desconcierta, y otras porque al margen de su mensaje, a nuestro juicio Daniel León Lacave se crece cuando apuesta por hacer crónica de su generación.
Estas señas de identidad y la mirada que emplea para traducirla en imágenes configuran una filmografía plagada de cortos y ahora, con Los días vacíos, dos largometrajes –somos conscientes, sin embargo, que podría haber un tercero y si nos apuran un cuarto antes de que finalice el año– en los que se puede rastrear un cine de marcado carácter autobiográfico y el retrato teñido de desencanto de una generación, la suya, que aún transita por el bulevard de los sueños rotos.
Cineasta que lo mismo rueda en interiores como exteriores, aunque se sospecha más querencia por rodar en exteriores que en interiores, además de los actores que colaboran en Los días vacíos el otro gran protagonista de esta película es la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, capital de provincias cuyas calles y plazas refuerzan esa dramático choque con la realidad, una realidad mediocre e impuesta por las fuerzas que orbitan invisibles a nuestro alrededor, mientras las esperanzas puestas en el futuro se desmoronan como se desmorona el primer amor.
Esta tragicomedia se desarrolla, como se ha dicho, en Las Palmas de Gran Canaria, una ciudad que no he visto hasta la fecha mejor fotografiada que en esta película. Y belleza que se transmite a los personajes que intervienen en su historia. La capital grancanaria se transforma así en una especie de Manhattan (ya saben, es obra maestra de Woody Allen, otro cineasta, por cierto, igual de constante que León Lacave y que aparece, no sé si inevitablemente en mi cabeza, mientras veo Los días vacíos) que el realizador refuerza con insólito aliento poético en algunas escenas que trascienden la pantalla.
Por desgracia, este tono no se mantiene todo el tiempo ni la textura que, presumo, quiso imprimir el autor a una película que a veces resulta enojosamente pueril y otra, reiteramos, tan desconcertantemente adulta.
Los días vacíos es un relato de iniciación y sueños rotos, sí, pero también un fresco en el que se quiere mostrar cómo gente normal y corriente perdieron sus anhelos de cambiar si no el mundo, sí al menos su realidad a través de un puñado de jóvenes que de pronto, y tras finalizar su servicio militar, son llamados a buscarse la vida.
Ya hemos dicho que no se trata de una película redonda, pero incluso los errores que plagan el relato, y que son muchos, se intentan resolver con puntería cinéfila. Escenas con enorme carga dramática como la muerte y entierro del abuelo no terminan de emocionar como debiera así como la deriva en la que se sumerge el protagonista no resulta estar lo suficientemente amarrada, o atada, que se quisiera.
Con todo, la película sí que cuenta con situaciones y diálogo brillantes. Más de una escena nos hizo sonreír e incluso soltar la carcajada… Lo que se agradece, sea dicho de paso, a medida que se desarrollan las relaciones entre unos personajes que, sin caer en la indigencia, sí que pertenecen a esa gran parte de la sociedad que sabe lo que cuesta llevar un plato de comida a la mesa.
Los días vacíos pone de manifiesto que Daniel León Lacave es un cineasta que se mueve muy bien, cómodamente nos atreveríamos a decir, en películas de ajustados presupuestos y que, ojo, sabe dirigir a sus actores, todos espléndidos y convincentes, en especial Cathy Pulido y Cristina Piñero, esta última con una notable vis cómica que ilumina la pantalla.
Esta combinación de factores hace que este aplastante retrato generacional sobre quienes fueron jóvenes en los noventa, náufragos más que zombis que deambulan por la ciudad, su ciudad, sin saber lo que quieren, no lo tienen todo perdido cuando se enamoran. Aunque sea precisamente el amor, y el deseo de llevar una vida en común, lo que provoque el fin de una relación.
Las mujeres en esta película aprenden a hacerse mayores mucho antes que los hombres, como la vida misma. Eso explica la actitud del protagonista, un personaje al que le cuesta salir de la crisálida de su adolescencia, donde está cómodamente instalado hasta que le dicen basta.
Saludos, fundido encadenado, desde este lado del ordenador.