Yo que usted me ahorraría el dinero, forastero
Domingo, Febrero 20th, 2011Soy un vaquero que no aprendió a montar a caballo ni a ponerle el lazo a las reses. Lo que sé del legendario oeste americano se lo debo al cine y ocasionalmente a algunas novelas y cuentos.
El género, leal casi siempre, me ha acompañado a lo largo de mi vida para que entendiera como debía de encarar los problemas y en otras a sacar el revólver a tiempo. También a terminar mis historias cabalgando solitario por esa pradera que es la vida.
Por eso no entiendo que me tropiece con gente a la que no le gusten las películas del oeste. O que les resulten indiferentes.
En una hipotética lista con las diez mejores películas de la historia del cine estoy seguro que pondría no una sino cinco o más títulos de películas del viejo oeste. Quizá sea porque a mi juicio se trata de un género que trasciende sus fronteras cuatreras, de colonos que combaten contra feroces pieles rojas; de forajidos desperados; de ganaderos contra agricultores y de compañías ferroviarias que quieren unir de costa a costa un país de gigantes mientras el ejército (la gloriosa caballería) garantiza una civilización que terminará por devorar a sus leyendas.
No, el oeste va mucho más lejos que todo eso. Cuenta historias morales que se inspiran en el libro de los libros, La Biblia. Esta y no otra es la razón que explica el por qué como género murió hace años.
Es verdad que de tanto en tanto uno puede tropezarse con novelas que como Meridiano de sangre de Cormac McCarthy rescata el viejo espíritu sagrado del oeste.
Hace poco me pasó algo similar leyendo Valor de Ley, de Charles Portis (y ocasionalmente con Louis L’Amour y casi siempre con Elmore Leonard, pero nunca con Zane Gray y episódicamente con ese alemán salgariano que fue Karl May) título que inspiró la versión cinematográfica interpretada por John Wayne y ahora por Jeff Bridges en el penoso remake que firman Joel y Ethan Coen.
La novela de Portis es un relato de iniciación y de hermandad. De coraje y leyenda que sí supo transmitir en pantalla la versión de Henry Hathaway. El filme de los Coen es una película que quiere ser del oeste. Un penoso western que renuncia a los hallazgos del material literario que la inspira para apostar malamente por una nadería a la que tiñen de falsa épica.
Es como si se hubieran perdido ante la colosal complejidad de sus personajes y apostasen entonces por resaltar su entorno plomizo. Reducirlo al tópico: marshall borrachín pero con su peculiar sentido de la justicia; joven que ya quiere ser leyenda y niñata sabelotodo.
Y no es así. No es así sin leen la novela de Portis y ven la versión que interpretó Wayne.
Veo la película de los Coen en pantalla grande… porque una del oeste se disfruta de verdad en pantalla grande, y no recibo emoción sino desidia.
Intento justificar mi frustración cuando termina la proyección pensando que mi enojo se debe en parte a ver esta película doblada pero es una forma gratuita de engañarme ante lo que no es otra cosa que una estafa. Estafa que me duele enormemente porque además de pagar el abusivo precio de la entrada y soportar a papanatas comer cotufas y sorber refrescos, escribo sobre una cinta que carece de pasión y de respeto hacia un género ante el que cualquier aficionado que se precie debería quitarse el sombrero.
Así que saco mi Winchester imaginario y mientras miro a un lado y al otro del saloon, salgo de la sala sin entender el éxito de una película que no sabe transmitir la grandeza de las viejas y clásicas películas del oeste. O al menos acariciar el fondo de esa obra maestra reciente que fue Sin perdón, de Clint Eatswood, quizá el último gran fogonazo de un género cuya forma de contar las cosas ya no tiene cabida en este mundo en el que vivimos.
Salgo del cine mientras echo humo por la cabeza. Preguntándome cómo diablos este trabajo de los Coen, que a mí me huele a encargo, convence a espectadores que como quien les escribe son vaqueros aunque no hayan aprendido a montar a caballo ni a echarles el lazo a las reses.
Saludos, bang, bang, bang, desde este lado del ordenador.