Archive for Julio, 2011

El aroma de la nostalgia: los libros Reno

Martes, Julio 5th, 2011

Si hubo una colección de libros que despertaron mi apetencias lectores a pronta edad esos fueron, sin duda alguna, los de Reno que editó en su tiempo Plaza y Janés.

En esta colección cabía de todo, desde William Faulkner a los descacharrantes pero atractivos best seller de Max Catto, o de las fascinantes novelas de aventuras de Edison Marshall a los relatos de corte fantástico del gran Noel Clarasó.

Algo raro me pasa así con estos libros de bolsillo. Siento una extraña atracción fatal cuando me topo con alguno en un rastro o librería de ocasión porque, la verdad, no recuerdo haber leído ninguno que me resultara un fastidio y por lo tanto me obligara a la siempre ingrata tarea de dejarlo a un lado.

En esta colección leí El planeta de los simios de Pierre Boulle, también 2001, una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke; Horizontes perdidos de James Hilton; La nave y División 250 del reivindicable Tomás Salvador, así como Un sentido de realidad, Historia de una cobardía y Orient Expreso de Graham Greene; Niños y hombres de Philip Roth, como Un puente sobre el Drina de Ivo Andric o las estupendas novelas del escritor norteamericano John O’Hara: La Venus del visón, Desde la terraza y Oculta verdad, entre otros tantos.

Muchos libros y muchas historias que sin orden ni concierto se publicaban en esta colección que despertaban mis apasionadas fantasías lectoras nada más echándole un vistazo a sus portadas que siempre representaban en atractivos y coloridos dibujos un supuesto momento de la novela.

Los volúmenes que más me interesan de la colección Reno son los que se editaron en la década de los años sesenta y mediado de los setenta. Tras la muerte del general Franco en otoño de 1975, la colección fue declinando su oferta y descuidando el reclamo de sus cubiertas, razón poderosa ésta que me obliga en la actualidad a descartarlos cuando me los encuentro en un puesto porque los que de verdad me interesan son los de su edad de oro, los locos sesenta.

Y me interesan porque el libro como objeto ha sabido resistir el paso del tiempo. Ha sabido envejecer acartonando sus páginas y adquiriendo un olor a papel de otros tiempos que resulta conmovedoramente nostálgico.

La noche del pasado lunes, 4 de julio, sin ir más lejos, un viejo amigo me pidió el libro de colección Reno que llevaba entre las manos porque, emocionado dijo: “eran los que leía mi padre.” Luego se sentó y lo abrió por la mitad para olerlo. Se quedó un buen rato disfrutando del aroma para volver a entregármelo y comentar que iba a tardar un riñón en leerlo porque el volumen consta de cuatrocientas páginas.

El caso es que esta misma mañana, mientras hacía una de esas colas larguísimas en el banco, lo terminé de leer aunque a mi amigo no le faltaba razón al advertírmelo ya que uno de los grandes inconvenientes de los libros Reno era en ocasiones el tamaño minúsculo de su letra.

Tan pequeño que para los que son faltos de vista como quien les escribe a veces le era y es necesario recurrir a una lupa para traducir sus páginas cuya letras tienen el tamaño de diminutas hormigas.

Cuando la colección de libros de bolsillo Reno murió fui uno de tantos que lamentó su desaparición aunque como escribía más arriba suelo encontrármelos como restos de un naufragio en rastros y librerías de ocasión.

Casi nadie apuesta por ellos en estos días oscuros, así que su precio es bastante asequible para bolsillos hambrientos como el mío. Lo mismo pasa con la colección Libro Amigo de Bruguera o Austral y si me apuran los de Alianza Editorial que aparecieron a finales de los setenta y principio de los ochenta, pero no hay color.

Si encuentro ejemplares de todas estas editoriales en un puesto callejero mis ojos se detienen inevitablemente en los volúmenes de la colección Reno.

Así que algo tienen.

Y yo, como mi amigo, lo primero que hago cuando los tengo entre las manos en olerlos intensamente.

Saludos, la nostalgia a veces no es un error, desde este lado del ordenador.

La Big Band de Canarias. Que difícil y cansado resulta ser profeta en esta tierra

Lunes, Julio 4th, 2011

Peco de chauvinismo si escribo que Canarias es una potencia de primera línea en cuanto a músicos de jazz se refiere pero es que, demonios, sigo pensando que Canarias es una potencia de primera línea en cuanto a músicos de jazz se refiere tras haber disfrutado con el excelente directo que esta misma noche, lunes 4 de julio, ofreció La Big Band de Canarias en la sala de cámara del Auditorio Adán Martín, primer concierto que inicia el ciclo previsto por el Festival Internacional de Canarias Jazz&Más Heineken en este emblemático espacio de la capital tinerfeña.

La Big Band de Canarias es un proyecto que data de 2008, liderado por el saxofonista Kike Perdomo y el guitarrista Yul Ballesteros y la idea es reunir en torno al jazz a músicos que viven dentro y fuera de las islas para trabajar composiciones de diferentes estilos. Es decir, que además de interesantes fusiones con la música tradicional canaria que recogen en temas como El tango del Hierro, A Valentina, una inspiradísima versión del clásico del grupo Taburiente, o nuestro Arrorró, ejecutan versiones propias y algún estándar tan deliciosamente interpretados que si uno cierra los ojos puede imaginar que lo que está escuchando es la big band del gran Count Basie o el trepidante swing de los grandes conjuntos de jazz blanco de los años cuarenta.

Pero afortunadamente La Big Band de Canarias tiene su propio color. Y cuando escribo color me refiero a su propio sonido cuyos protagonistas no han nacido en la cuenca del Mississippi ni en el barrio francés de Nueva Orleans ni en la mítica Kansas City sino en localidades tan reconocibles para las tribus que habitan este archipiélago como son Santa Cruz de Tenerife, La Laguna, La Orotava, Buenavista, Arafo, Tafira, Las Palmas de Gran Canaria, La Palma, El Hierro…

En el intenso concierto de esta noche La Big Band de Canarias presentó su primer trabajo discográfico, Atlántida, grabado en directo en el mismo Auditorio de Tenerife el  año pasado y fue un recorrido que se inició con un temazo de Gordon Gooldwin para calentar al personal y que continuó con Tango de El Hierro y A Valentina, gozosas piezas que escenificaron en el escenario diálogos briosos entres algunos de sus instrumentistas, la mayoría de ellos interpretando solos que inevitablemente arrancaban los aplausos de un público totalmente entregado a una formación que es una unidad en sí misma.

O una visión fogosa e intensa de lo que puede llegar a ser Canarias cuando apuesta por ser creativamente región.

La única nota discordante en una noche de revelaciones al menos para quien les escribe fue la irregular presencia de público, lo que le llevó a decir a Kike Perdomo algo así como “nadie es profeta en su tierra”.

Razones no le faltaban y mucho menos cuando La Big Band de Canarias comenzó su concierto.

Los protagonistas de este gran milagro musical son además del mencionado Kike Perdomo, que actuó también como director, Ramón Díaz (batería), Luismo Valladares (contrabajo), José Alberto Medina (piano), Yul Ballesteros (guitarra), Roberto Albrecia (saxo), José A. Vera (saxo), Norberto Arteaga (saxo), Julián Díaz (trompeta), Chano Gil (trompeta), Leo Torres (trompeta), Natanael Ramos (trompeta), Santi González (trombón), Cristo Delgado (trombón), Emilio Torres Amaro (trombón) y Antonio Hernández (trombón).

El miércoles, 5 de julio, actúan en la capital grancanaria.

Yo no me lo perdería.

Saludos, gratísimamente sorprendido, desde este lado del ordenador

Pueblo chico, infierno grande

Lunes, Julio 4th, 2011

La casa de las flores rotas es un libro atípico en el actual panorama literario canario. Escrita por Juan Andrés Herrera y publicada por la editorial El gato rojo, la estrategia que emplea su autor para contarnos esta historia de soledades consiste en cruzar géneros diversos así como indagar, con bastante pericia cabe apuntar, en lo que podríamos llamar un viaje a la Canarias profunda o en bucear en las claves de un pueblo chico, infierno grande, cuyos rencores y envidias larvados parecen eclosionar con la llegada del protagonista del relato, Juan Salas.

Otras de las constantes de La casa de las flores rota giran en torno al sentimiento de culpa y el desarraigo, encarnados en Salas, emociones que el autor sabe manejar y transmitir en el texto, así como la de recrear un territorio hostil y gótico en el que se desenvuelven los personajes de la historia, todos ellos sin apenas esperanzas, solo movidos por una idea mezquina del éxito.

No es La casa de las flores rotas una novela cómoda de leer. Y no es cómoda de leer no porque resulte un texto difícil, de esos que juegan a ser experimentales, sino porque los protagonistas que intervienen en el drama –un drama con todas sus letras–  resultan demasiado humanos y por ellos distantes, lo que hace complicado que el lector pueda identificarse con algunos de ellos.

El protagonista de La casa de las flores rotas es un personaje complejo, en ocasiones muy irritante y cobarde, que huye de un pasado marcado por una tragedia que le obliga a distanciarse de él mismo. Habla de hecho de sí mismo en tercera persona, como si quisiera echar tierra a la realidad que lo ha configurado como persona.

Su llegada a un polvoriento pueblo del sur de Tenerife será solo el preludio de una serie de hechos que se desencadenarán, todos ellos excelentemente escritos por su autor, para poner de manifiesto que en esta historia no hay redención posible y sí una obsesión por parte del narrador de enseñarnos sin pudor las debilidades del alma humana.

Entiendo así La casa de las flores rotas como una novela gótica canaria. Una historia en la que encuentro suficientes referentes que, muy bien armados por Herrera, van más allá de la tragedia.

Estamos ante una primera novela que se caracteriza por su consistencia y vigor, también por contener un sustrato que obliga a reflexionar sobre lo leído. La casa de las flores rotas tiene potencial narrativo que se apoya en una escritura rica en matices y aparentemente sencilla, trufada de diálogos convincentes que saben revelar la psicología de los personajes, todos ellos atados a un pasado que arrastran con el peso de la culpa.

El autor, Juan Andrés Herrera, es uno de tantos jóvenes escritores canarios que ha domesticado su estilo y filtrado las abundantes lecturas que configuran su poso como escritor. Por ello, se me hace difícil entender que sea ésta su primera novela porque no sabe a libro primerizo.

Y no me sabe a libro primerizo porque se trata un texto bien estructurado, que sabe medir los tiempos y por lo tanto anima a la lectura para que descubramos el misterio (los misterios) que anidan en sus páginas.

Como los buenos narradores, Juan Andrés Herrera cuenta su relato con claridad y sencillez, pero deja, reitero, un inquietante sustrato que ya se intuye nada más leer el comienzo del texto: “El polvo del Sahara llegó del este, atravesando el mar como una nube de langostas. Por eso, la guagua va tan lenta. Juan observa desde su asiento al conductor, un tipo gordo capaz de conducir con la tripa, inclinar la cabeza sobre el volante como si de pronto sus ojos hubiesen enfermado de cataratas. Desde que salieron de la ciudad, el polvo, esas gigantescas cortinas ocres más parecidas a una contaminación de mosquitos que a otra cosa, ocultan el paisaje, incluido el mar y los caminos que llevan a él. ¿Dónde carajo estás?”

Ese está es la Degollada de los Cochinos, simbólico nombre de uno de esos tantos pueblos donde no pasa nada pero que esconde represiones y tragedias que sustenta un sistema social en el que nada se mueve sin que lo sepa doña Melquíades, una mujer endurecida, y su hermano, el cura del pueblo.

El relato indaga también en a difícil situación en la que se encuentra Manuel Urrutia, el hombre que acoge a Salas en su casa para que cuide su sobrino, al que el pueblo le recuerda continuamente su opción sexual, y la hija de doña Melquíades, Guacimara, atrapada en su casa por tenerle presuntamente miedo a los pájaros que cría su madre.

La casa de las flores rotas son muchos relatos interconectados, también la frustrada redención de su protagonista Juan Salas, un profesor que tras cometer un involuntario pero terrible delito en el colegio donde trabajaba como maestro, inicia un descenso a los infiernos que si bien resulta demasiado apresurado en los capítulos finales, deja satisfecho al lector. 

Juan Andrés Herrera obtuvo el primer premio en el concurso internacional de cuentos Art Nalón de Letras 2008 (Langreo, Área de Juventud del Principado de Asturias) así como el primer premio en el certamen La Cultura contra la pobreza de la revista 20 Minutos y la Plataforma Voces. Ha publicado el libro de relatos Corriendo cual cuerdos, publicado con la colaboración de la editorial Baile del sol, Escuela Canaria de Creación Literaria y Archivos y Bibliotecas del Gobierno de Canarias (2006), entre otros. 

Saludos, agitando la mano, desde este lado del ordenador.

Cuarenta años después el ‘Rey Lagarto’ continúa siendo un jinete en la tormenta

Domingo, Julio 3rd, 2011

The end fue la primera canción que escuché de Jim Morrison con The Doors. Fue en Apocalypse now! En esa escena, ya saben, donde las aspas de un ventilador que cuelga del techo se confunde con la de los helicópteros artillados mientras el personaje protagonista de la cinta pone de manifiesto el horror, el horror de la carnicería vietnamita danzando y golpeando borracho su imagen reflejada en un espejo.

Tuve oportunidad tiempo más tarde de oír otros temas interpretados por Morrison e incluso me leí algunas biografías del personaje sin que terminara por caerme demasiado bien aunque gracias a su voz continuo disfrutando de la que, a mi juicio, es una de las mejores canciones del grupo: Raiders on the storm. Les invito a quedar atrapados en ella mientras suena en la oscuridad de cualquier habitación.

El motivo de este post es que tal día como hoy Morrison fallecía hace cuarenta años en circunstancias todavía poco claras en París, ciudad en la que esperaba envejecer atiborrándose de cervezas y gordo como la misma vaca que se sacrifica en Apocalypse now! al final de una película que hoy se han convertido en un gran clásico del cine de nuestro tiempo.

La temprana muerte del Rey Lagarto desinfló a una banda como The Doors –formada también por ese lumbreras a los teclados que fue Ray Manzarek, Robby Krieger a la guitarra y John Densmore a la batería– que quedó bastante tarumba al no contar con su legendario vocalista. De hecho, si algún éxito destacable tuvo el grupo tras la desaparición de Morrison fue con un No me molestes mosquito que queda muy bien para bailar en una verbena pero no para escuchar y dejar que te empape en la oscuridad de cualquier habitación como sí sucede con Raiders on the Storm o L. A. Woman por citar solo dos de los grandes temas de este fantástico conjunto.

Jim Morrison fue un producto de su generación, los revoltosos años sesenta, que para los que no nos sentimos herederos de su legado miramos con asombrosa mitificación.

Creo de todas formas que el mejor cronista de aquella época no fue ni un escritor, ni un poeta ni un músico sino un dibujante de tebeos llamado Robert Crumb.

En sus historietas se pueden sacar lecturas objetivas y bastantes cómicas de un tiempo que también tuvo su reverso tenebroso con la silueta de un tal Charles Mason y su enloquecida cruzada de Helter Skelter. Nunca le perdonaré a Mason que indujera, entre otros, al asesinato de mi llorada Sharon Tate, una de las víctimas involuntarias de su enfermiza Familia.  

Cerdo.

Pero no nos alejemos del asunto.

Con esto pretendo decir que me gusta Jim Morrison con The Doors por su música y por las sensaciones que todavía me provoca cuando pongo sus discos en casa, pero que no soy un fanático de la religión del Rey Lagarto, sino un tipo que espera abrir las puertas de su percepción sin necesidad de tomar drogas cuando pone a todo volumen y a oscuras su música.

Oliver Stone, que es un cineasta que puede ofrecer lo mejor de sí mismo y también lo peor en su irregular filmografía, le dedicó a Morrison y al grupo una película, The Doors, que pasará probablemente a los territorios más mediocres de la carrera del cineasta.

Y no porque Jim careciera de carnaza biográfica, que sí la tuvo ya que fue uno de los grandes trovadores psicodélicos y oscuros de aquellos sesenta presuntamente impregnados de flores y filosofía que invitaba a un jugoso amor libre, sino porque su discurso resulta en el filme plano y malamente televisivo.

No obstante, soy consciente que habrá alguien que dirá que se trata de una buena película.

Allá ellos.

Escribo este post escuchando de fondo Raiders on the storm.

Y quiero imaginarme cabalgando en medio de una tormenta mientras el espectro de Morrison canta: Jinetes en la tormenta / Jinetes en la tormenta / En esta casa nacimos / A este mundo fuimos arrojados / Como un perro sin un hueso / Como un actor con deudas

Y pienso que, demonios, vale la pena seguir siendo un jinete en la tormenta y gritar contra los vientos: ¡Rey Lagarto!, ¡Rey Lagarto!

Saludos, repitiendo como un tantra En esta casa nacimos / A este mundo fuimos arrojados, desde este lado del ordenador.

¡¡¡¡¡¡Ratatatatatatatata!!!!!

Sábado, Julio 2nd, 2011

Últimamente solo consumo películas de gángster. Creo que es signo de los tiempos.

Veo por televisión como la policía se lleva al presidente de las SGAE , Teddy Bautista, y asocio mi renovada afición al género por el abuso de informaciones parciales que diariamente nos bombardean desde los medios de comunicación.

Medios, reflexiono, más despistado que quien les escribe y como en Fueteovejuna todos a una prestos a lanzarse como caníbales ante cualquier pedazo de carne que, no sé muy bien quién, les suelta.

Mi sobrino me preguntó el otro día si conocía a un gángster y yo le respondí señalando la televisión.

- Si está apagada.- me dijo decepcionado.

- Pues enciéndela.- le respondí.

- ¿Así veré un gángster?

Me encogí de hombros.

- Pues no lo sé, pero con suerte sale un tipo esposado.

- ¿Un gángster es un tipo esposado?

Miré a mi sobrino pensando qué responderle.

- En todo caso es un presunto gángster con mala suerte.

No respondí, obviamente, a su pregunta.

Y creo que le mosqueó sobre todo lo de presunto.

Pero ya ven, esta conversación entre tío y sobrino me hizo reflexionar y entender los por qué estoy tan encaprichado en la actualidad por ver cine de gángster.

Veo Capone, de Roger Corman.

Ben Gazzara hace de Cara Cortada y un jovencísimo Sylvester Stallone hace de secundario. También aparece John Cassavetes y Harry Guardino, un actor por el que siento debilidad y no me pregunten la razón.

Vuelvo a ver Lucky Luciano de Francesco Rosi.

Con Gian Maria Volonté, Rod Steiger y Edmond O’Brien.

Y abro los ojos.

Los abro mucho.

La ley seca…

Veo Dillinger, la versión de John Milius, obviamente.

Y Mamá sangienta, otra de Corman, y La banda de los Grissom, del gran Robert Aldrich.

Luego repesco Los violentos años veinte y Al rojo vivo, ambas de Raoul Walsh. Y me quedo más con Los violento años veinte que con Al rojo vivo aunque las dos películas me sigan pareciendo extraordinarias porque el binomio Raoul Walsh y el actor James Cagney fue química pura. Lección de cine con mayúsculas.

Y continuo viendo películas de gángster.

Películas de gángster cuando se rodaban películas de gángster con aliento venenosamente rudo y épico.

Ya saben, esas cintas en las que las fuerzas del orden van detrás del Enemigo público número uno.

Y pienso que tal y como me los ha mostrado el cine todos esos canallas sí que eran desperados de verdad en un mundo donde todavía no se conocía la palabra terrorismo.

Y descubro que el gángster heroico de casi todas estas cintas es como una especie de justiciero equivocado, rabioso con un sistema que lo obligó a prosperar trabajando al margen de la ley.

Y que esa es la gran diferencia que los distancia del gang que impera en nuestros días.

El gángster ya no es familia sino políticos y otras gentes de bien que siguen robándonos a lo grande instalados en una legalidad que, criaturas mías, pide a gritos una higiénica intervención quirúrgica.

Vamos, que Teddy Bautista y Strauss-Kahn son víctimas involuntarias de un sistema al que tanto contribuyeron a alimentar.

Así que los gángster, los gángster de verdad, querido sobrino, no son los que aparecen hoy esposados en los mongoloides medios de comunicación.

Saludos, empuñando mi Thompson, desde este lado del ordenador.

Creánme, la entrada no vale el puñado de euros

Viernes, Julio 1st, 2011

Tengo debilidad por el western.

De hecho, durante una época tormentosa de mi vida ver prácticamente todos los días películas de este género me salvó la vida.

Como todo el mundo sabe las películas sobre y del oeste no están de moda en estos tiempos criminales que nos han tocado en suerte pero de tanto en tanto algún osado se atreve a meter sus zarpas con la idea de actualizarlo o reiventarlo con resultados siempre catastróficos.

Y es que Clint Eastwood solo hay uno. Y Clint, ya lo dejó claro en su última y afortunada tentativa, sabe que el género no perdona.

Veo, gastando de mi bolsillo casi siete euros que me vendrían muy bien para otras cosas, Blackthorn, filme dirigido por el canario Mateo Gil.

Blackthorn es un western ambientado en el altiplano boliviano y parte de una sugerente idea: el célebre forajido Butch Cassidy  no murió en el tiroteo que sostuvo con su compañero Sundace Kid en un lugar perdido del corazón de Latinoamérica como sí nos contó la ya legendaria Dos hombres y un destino, donde el papel de Cassidy lo interpretaba Paul Newman.

Se plantea así en Blackthorn que Cassidy salió vivo de aquella balacera y que se estableció hasta envejecer como un roble en la misma tierra donde los que los perseguían presumían que había muerto.

Y hasta ahí todo bien en la película de Gil.

El problema es lo que viene a continuación.

Para cualquier aficionado al cine del oeste que se precie Blackthorn es una basura. Así, con todas sus letras: b-a-s-u-r-a.

Y no por un guión –que firma Miguel Barrios– equivocado y revuelto, sino por la lectura western que Gil traduce del género. Una lectura de niño de teta y de tipo que no ha visto películas del oeste. Que no ha mamado las entrañas de un género que además de ser profundamente moral como dice querer creer, va más allá de lo moral.

Es decir, que el buen western va más allá.

Es un duelo.

Un enfrentamiento de resonancias bíblicas y no solo de vaqueros cabalgando por la pradera.

Gil, al que este proyecto le queda demasiado grande, se queda en la postal, pero es que la postal –los impresionantes y hermosos paisajes de la geografía boliviana– acaban por tragarse una acción tarumba sobre lo que, presuntamente, quiere contar en su Blackthorn.

Claro que, presumo, Mateo Gil quiso contar algo en Blackthorn.

El problema es que todavía estoy preguntándome qué.

Blackthorn, además de tedioso, es un filme idiota. De esos que quieren transmitir al espectador iniciado claves de yo conozco el género cuando se nota que, en todo caso, yo lo que intento es plagiar muy bien el género. Y, Mateo, se lo dice un desesperado de verdad, usted lo que ha hecho es una mala fotocopia. Tan mala, que en algunos momentos me pregunté cómo diablos alguien permitió la exhibición de esta película.

Noté en falta a un productor con cabeza que le dijera: “Cuidado, chaval” porque probablemente me hubiera ahorrado el dinero de la puñetera entrada. Dinero, francamente, que es lo que más me preocupa por haber dilapidado en ver esta inmensa tontería.

Ya ven, por un puñado de euros.

Blackthorn ha logrado además que deteste sin cordialidad alguna a un actor por el que siento especial sintonía como es Stephen Rea, quien pienso que  probablemente justificará su risible papel en esta película con aquello tan respetable de tengo que dar de comer a los míos.

También por Sam Shepard, un Cassidy en Blackthorn que quiere ser feo, fuerte y formal tal y como reza en castellano el epitafio de la lápida del Duque (*) pero que se queda más en un Shepard que pide por señas agua ante un largometraje que se hunde irremediablemente en el fango de los tópicos que su director, Mateo Gil, cree que es el western.

Un western donde por razones geográficas no se bebe güisqui sino chicha. Y en el que se mastica hojas de coca, cuidado.

Blackthorn no es ya un quiero y no puedo porque no quiere pero sí pudo ser una interesante reflexión sobre Cassidy como leyenda y una inteligente extrapolación de las claves de un género –tan norteamericano como es el western– a una geografía que no es la de Monument Valley por poner un ejemplo.

Blackthorn es nada por no decir, aunque lo diga en francés, una merde.

O cine sin sustancia y lo que es peor para el género, una película sin épica crepuscular ni vocación de espectáculo.

Conclusión:

Para quien les escribe Blackthorn es el peor eurowestern de la historia del cine.

Una cinta mala, pero mala de verdad.

Ahórrense pues el puñado de euros que cuesta la entrada.

(*) Criaturas mías, me refiero a John Wayne.

Saludos, ¡aprende a disparar Mateo! desde este lado del ordenador.