El zahorí del Valbanera, una novela de Juan Manuel García Ramos

Viernes, Junio 14th, 2013

“- Y ya está bien de contarte historias por hoy. Ya sabes más de mi vida que yo mismo, me has hecho memorizar cosas de las que ni me acordaba. Pero te digo algo: tu manera de escuchar mis pasos por esta vida, la atención que has puesto, el interés que me has demostrado, me permite presagiar algo, y esta vez voy en serio, esta vez hablo como zahorí de profesión: algún día te harás escritor y terminarás por contar todo lo que has oído de mis labios.”

(El zahorí del Valbanera, Juan Manuel García Ramos, colección Narrativa, Baile del Sol Ediciones)


Las dos últimas novelas de Juan Manuel García Ramos son ejercicios narrativos en los que el escritor solo quiere contar historias. Se pone fin así al cripticismo experimental que caracterizó muchos de los textos de la generación del 70. Parece que ahora García Ramos, como otros compañeros de aquel fenómeno literario, desea ampliar su círculo de lectores. Llegar a un público que además de reconocer literatura quiere entretenerse, emocionarse con la literatura.

Si en El guanche en Venecia se trataba de un texto que se acoplaba cómodamente y sin sonrojarse al género de la novela histórica, el escritor apuesta ahora con El zahorí del Valbanera por la memoria familiar y también la fábula en un texto desconcertante para los que hayan seguido la producción literaria de su autor.

En este sentido, El zahorí del Valbanera es un libro que entretiene y, lo que es mejor, contagia emociones. Una novela que parece escrita más con el corazón que con la cabeza, lo que a mi juicio maximiza el interés de una obra que en apenas un centenar de páginas hace conmover y, de alguna manera, reconciliarme con las raíces de la geografía que habito.

En su nueva novela, Juan Manuel García Ramos no camufla intenciones, y ya desde el principio avisa que se trata de un libro en el que quiere reivindicar la memoria de su abuelo, pero también de todos aquellos canarios que en algún momento de su vida se vieron obligados a marcharse de su tierra por necesidad.

Esta temática resulta inquietantemente actual con los tiempos siniestros que vivimos, aunque hay otras reflexiones que empapan las páginas de un libro que se lee de una sentada.

Por un lado, describe con vigor narrativo la conexión –debido a las circunstancias– que unió durante unos años de penuria los destinos de Canarias y Cuba. Y por otro, permite al escritor reflexionar sobre la atlanticidad, pieza maestra que forma parte del discurso en el que se apoya el imaginario de García Ramos.

El zahorí del Valbanera es además una novela cuidadosamente didáctica, en la que su autor repasa y subraya cómo afecta a sus protagonistas, en especial a José Aquilino Ramos, su abuelo materno, lo que significa ser testigos involuntarios de la Historia.

Un relato, el de la Historia, tan caprichosamente próximo al mito de Sísifo.

No abruma sin embargo el escritor con precisiones, obsesiva cronología de los hechos. No, Juan Manuel García Ramos no quiere resultar denso ni pedante. Muy al contrario, apuesta por la síntesis. En su novela lo que de verdad importa es la reivindicación de la memoria de un hombre que no lo tuvo fácil en la vida.

Un hombre bueno, que mantiene un diálogo con su nieto, el mismo escritor, mientras cuenta pedazos de una existencia entregada al trabajo en una tierra que no era la suya pero que terminó siendo algo así como suya tras su regreso a Valle de Guerra, localidad del nordeste de Tenerife con la que parece García Ramos quiere ajustar cuentas. Saldar una deuda histórica.

Como novela, El zahorí del Valbanera me parece así más sincera y menos pretenciosa que El guanche en Venecia. Lo que explica su grandeza. Quizá sea porque aquí ya no se trata de reivindicar nacionalismos extremos, recurriendo para ello a un mito más cercano al hombre de acero que a la realidad sino, precisamente, por narrar desde la distancia de un observador implicado la errática existencia de un canario de a pie. La de un hombre que se fue con lo puesto a otro lugar en el que tuviera la oportunidad de manifestar el concurso de sus modestos esfuerzos.

Tiene esta novela-memoria-fábula momentos que conmueven, y logra el escritor algo fundamental para todos aquellos que, como quien ahora les escribe, pide a una novela: que le entretenga y despierte emociones.

Ha logrado además que la leyera de un tirón. Sorprendido por el relato, por el cuadro que hace de un hombre que obedeciendo a su voluntad de presagio, salva su vida y la de sus tres amigos cuando el Valbanera, el barco que más tarde desaparecería en su trayecto hacia La Habana, hizo escala en Santiago de Cuba.

Sí se le puede reprochar a García Ramos una vez leída la novela que el lector exija más. Pero esto es así porque, al menos fue mi caso, José Aquilino Ramos pasó a formar parte de mi familia.

Ya he dicho que El zahorí del Valbanera despierta demasiadas emociones. También recuerdos de personas que han marcado mi existencia y que hoy, desafortunadamente, están ausentes.

Comparto así muchas de las emociones del autor, y agradezco su sereno equilibrio porque el libro nunca cae en lo cursi, en lo fácil. En explotar la lágrima ridícula.

Mencioné antes que está escrito en forma de un diálogo donde el abuelo materno narra su historia y en la que su nieto revela sus impresiones, la nostalgia ¿amarga? de recuperar una vida que hizo del trabajo su catecismo con el único objetivo de regresar a su tierra natal.

Concluyo, citando al autor de El zahorí del Valbanera:

“El nieto huye de idealizar a su abuelo, de convertirlo en una vida ejemplar, de aquellas que leía en los colorines de su primera infancia, pero no puede dejar de considerarlo una buena muestra de lo que fue la vida para muchos valleros de su época, abocados a salir de sus lugares natales a buscar el sustento y la dignidad negados por sus entornos de origen. La emigración siempre es una manera de negarnos a ser lo que otros quisieron que fuésemos. La emigración siempre es rebeldía, y esa actitud era la que el nieto admiraba en su abuelo cansado y vencido, arrepentido por no haber dado a su descendencia lo que él fue a buscar a América, una vida distinta, un mundo abierto, una alternativa a la condena dictada por lo alrededores del lugar de nacimiento.”

Saludos, he dicho, desde este lado del ordenador.

Una estafa rápida y furiosa

Miércoles, Mayo 22nd, 2013

Las persecuciones y carreras de automóviles ha sido un tema recurrente en la historia del cine. Sin ánimo de resultar pesado, cualquier aficionado recordará los inolvidables cortometrajes cómicos de la Keystone Cops, y más recientemente y dentro siempre de las películas fabricadas en Hollywood, títulos que permanecen en nuestra memoria por sus espectaculares escenas de cohes como French Conection o Bullit. Sin olvidar, claro está, The Driver (Walter Hill, 1978) y Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), en el que estas situaciones de alto riesgo se toman muy en serio, consiguiendo fusionar máquina y persona y que espectadores como quien ahora les escribe, que no sabe qué hacer con un volante entre las manos, sienta lo que debe ser un as de la carretera.

En los últimos años, sin embargo, el cine con automóvil ha degenerado en un discurso por la velocidad que preocuparía al mismísimo Marinetti. Lo escribo así porque ya no se trata de explorar la relación hombre-máquina, sexualidad en la que indagó el inquietante David Cronenberg en su aclamada Crash (1996) o Paul Haggis como metáfora de las relaciones humanas en Crash (2004), sino en contar historias (¿?) donde lo que importa es cuanta chatarra dejan los protagonistas diseminadas por la autopista.

Esta nueva vertiente, cuenta con sus clásicos, Los locos de Cannobal o La carrera de la muerte del año 2000, películas que si todavía sobreviven es porque no se tomaban en serio; color que desgraciadamente falta en las últimas producciones que llegan a los cines, todas ellas protagonizadas por actores cuyo nivel interpretativo se mide por el tamaño de sus bíceps, tías güenas y coches tuneados, elementos que se dan cita en la serie, son seis ya sus repetitivas entregas, Fast and Furious.

Este viernes, 24 de mayo, se estrena en salas este largometraje que dirige, es un decir, Justin Lin, con los mismos actores que han venido encabezando el reparto en sus anteriores capítulos, aunque en esta ocasión cuenta con el aliciente para el público nacido y/o residente en Canarias, ya que algunas de sus escenas se rodaron en localizaciones de Tenerife y Gran Canaria.

La película empieza de hecho en las Islas Canarias, concretamente en uno de los pueblos más bellos de Tenerife, Garachico, y varias de sus escenas de acción también se desarrollan, aunque sin determinar, en carreteras de esta tierra.

En este sentido, y confeso seguidor del cine de acción con automóviles incluidos, apunto que éste y no otro –es decir, que el filme se haya rodado en parte en el archipiélago– es uno de los escasos atractivos de esta cosa que dice ser una película y cuyo estreno en cine solo obedece a continuar explotando el filón Fast & Furious, serie que con el paso de los años ha ido estirándose como un chicle al que apenas le queda ya sabor a fresa.

Al margen de su insustancial guión, al margen de que este producto intente acariciar las megalomanías del universo Bond; al margen de que reúna todos los defectos del cine de acción de estos agitados y convulsos tiempos, no es que la sexta entrega de Fast & Furious sea una mala película, que lo es, sino que sorprende por su grado de estupidez para todo seguidor del cine de cuatro ruedas.

Conduce o muere” es el lema de los rápidos y furiosos. Así que muéranse de una puta vez es el pensamiento que no deja de rondarme por la cabeza mientras contemplo sus presuntas escenas de impacto, las de persecuciones a todo gas que están pésimamente rodadas y las peleas, casi siempre cámara en mano, alambicadas por un montaje que sufre el mal de San Vito. Huelga decir que no recoge en ningún momento el viejo y añorado espíritu de las cintas que hemos citado con anterioridad.

Esto me hace reflexionar que como producto de acción es un vehículo –¿cogen la ironía?– que puede frustrar a la legión de seguidores por este tipo de cine cañero, aunque soy consciente que existe otro público, ese que espera espectaculares colisiones aunque apenas se muestren por culpa de un velocísimo montaje, que se queda satisfecho con muy poco. Y si ese poco es una celebración del macarra reconvertido en pijo de asfalto, rodeado de cohes, música estruendosa y tías güenas, tanto mejor.

Vista con otra perspectiva, Fast & Furious carece de la ironía de algunos de sus ilustres precedentes, pienso ahora en la trilogía The Transporter o en las felizmente delirantes Crank, todas ellas protagonizadas por Jason Statham, un tipo que se ha metido a actor solo para ganar dinero –ahí su cameo final en Fast & Furious 6– y del que sospecho costernado ha quemado sus neumáticos para participar en productos como éste. Muy cotufero, sí, pero sin sal.

Los guionistas, que los hubo, no se rompieron la cabeza. Lo escribo para explicarme este despilfarro multimillonario que al menos, miremos su lado bueno, dio trabajo durante unos días a un puñado de habitantes de estas islas donde la palabra trabajo ya sabe a milagro. 

El sexto capítulo de Fast & Furious por contar, no cuenta nada. Pero no pasa nada, porque quien puso la pasta dedica este largometraje y sus capítulos precedentes a ese espectador que asocia cine con un cubo gigante de cotufas sin sal.

Puestas así las cosas, no sorprende que en boca de sus héroes/rebenques salgan frases tan chispeantes y con doble sentido como “es dura y tiene cabeza”; y que los protas, porque esta es una película de protas no de protagonistas, sean pedazos de carne con ojos. Carne moldeada gracias a muchas horas de gimnasio y acostumbradas –en la película– a salirse con la suya empleando indiscriminadamente la violencia.

Planteada en los últimos tiempos como filme de equipo, liderazgo que ocupa Vin Diesel que no es un mal actor cuando cae en manos de un cineasta con talento como Sidney Lumet (Find Me Guilty, 2006), y su mano derecha, el guaperas Paul Walker; la banda cuenta también con un inevitable graciosillo, de raza negra para más señas, así como de un asiático, otro negro experto en ordenadores y dos mujeres para redondear una familia que, en esta sexta entrega, se enfrentan a sus dobles en el que probablemente sea el mejor momento del filme, ya que en un arrebato de sinceridad paródica parece que hace guasa de su pobreza de ideas, lo que pone de manifiesto la inmensa tontería que es Fast & Furious.

Una película gruesa en el que los chicos rebeldes trabajan ahora al servicio de la ley –y no revelo nada nuevo de una cinta sin revelaciones y más estirada que un chile– personaje que encarna Dwayane Johnson, más conocido como The Rock, y víctima de las ambiguas burlas homo eróticas del negro que hace de gracioso.

Mientras contemplaba este desorden, agradecí no haber pagado el precio de la entrada ante lo que no es otra cosa que una estafa con todas sus letras.

Lo escribo así porque fui uno de tantos que se asistió al preestreno de este mismo martes, preestreno en el que no me cansé de observar como una pareja de tipos enchaquetados no cesaba de subir y bajar las escaleras de la sala vigilando y ordenando que se apagaran los móviles.

Tras superar la pesadilla, esa sensación terrible de estar perdiendo el tiempo, y dejando un día de margen para recuperarme de un visionado que me sabe a resaca monumental por beber agua de fuego, he llegado sin embargo a la conclusión que lo mejor de este preestreno fue ver a la pareja de Geyperman arriba y abajo en la penumbra mientras el público asistente aplaudía la primera escena de la película donde un cartelito nos advierte que estamos en las Islas Canarias, y escuchar un murmullo in crescendo cuando se observa a Diesel y Walker tomándose una Dorada Pilsen en plan “qué bueno es vivir aquí.”

La risa, no obstante, se hizo mueca cuando el mismo Diesel, en plan Mazinger Z, suelta entre buche y buche de cerveza lo relajado que es habitar en un sitio con tan buen clima y sobre todo sin ley de extradición.

Saludos, aún me duele la cabeza, desde este lado del ordenador.

La Feria del Libro, entre cuatro paredes

Viernes, Marzo 1st, 2013

La XXV Feria del Libro que se celebra en primavera en las dos capitales canarias cambiará este año su tradicional ubicación. Es más que probable así que este encuentro anual con los libros no se desarrolle en el parque de San Telmo de Las Palmas de Gran Canaria a finales de abril y comienzos de mayo, como en el parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife a finales de mayo y principios de junio porque es una manera de “ahorrar costes” y evitar su sacrificio.

Este es más o menos el mensaje que ha dirigido el director general de Cooperación y Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias, el nacionalista Aurelio González, a los presidentes de la Asociación de Libreros de Tenerife y de Gran Canaria. También a  implicados en el sector del libro en las islas.

Las razones que esgrime González es la necesidad de su traslado a un espacio cerrado porque “no se puede hacer de otra forma.”

“No hay dinero.”

En este sentido, la XXV edición de la Feria del Libro que se celebrará en las dos capitales canarias se instalará probablemente,  y con el visto bueno de los presidentes de las asociaciones de libreros tinerferña y grancanaria, en el Recinto Ferial de Tenerife e Infecar, en Gran Canaria.

La noticia, que ya ha comenzado a circular, ha molestado a libreros, autores y lectores, los usuarios de la Feria. La mayoría coincide en afirmar que el cambio de escenario terminará por “desnaturalizarla” así como romperá con el espíritu que alienta un encuentro de estas características: sacar el libro a la calle.

La Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife ha vivido a lo largo de su historia una serie de cambios de ubicación que pone de manifiesto lo que podríamos denominar como su espíritu neurótico. 

Hago un ejercicio de memoria: la plaza de España, la plaza de la Candelaria, el parque García Sanabria –a mi juicio su espacio natural–, la calle de San José, las ramblas, la plaza del Príncipe y otra vez el parque García Sanabria.

Su espacio, reitero, natural.

En la capital grancanaria se ha tenido la suerte hasta este año de que el encuentro con los libros en la calle se celebrara de manera habitual en el recoleto parque de San Telmo. Ese parque, me recuerda un amigo de la isla que tengo justo delante de las narices soltando una risa más para adentro que para afuera “que ustedes los chichas llaman placita.”

Placita o no, la Feria del Libro había ocupado su espacio en la capital grancanaria. 

Y este año, pues no.

Aurelio González lo dice: ”es que no hay dinero.”

Y advierte: “o se monta en un espacio cerrado o no hay feria.”

“Ahorramos costes.” 

Una fuente me dice que los presidentes de ambas asociaciones de libreros están de acuerdo con esta medida.

Luego este 2013 no habrá Feria del Libro en la calle.

Sino dentro del vientre de un recinto ferial.

Pero ya saben, en tiempos de crisis la cultura es la primera víctima.

Saludo, que el último apague la luz, desde este lado del ordenador.

Cuentos para ser leídos antes de dormir

Jueves, Febrero 7th, 2013

Jesús Villanueva Jiménez irrumpió en el panorama de la narrativa escrita en y desde Canarias hace dos años con su novela El fuego de bronce, título en el que quiso rendir homenaje a los hombres y mujeres que combatieron en Santa Cruz de Tenerife para defender la plaza del ataque de una escuadra británica los últimos días de julio de 1797.

Novela histórica en la que el autor cuidó hasta el mínimo detalle, y ciñéndose siempre a las fuentes documentales, El fuego de bronce se vendió muy bien aunque no termina del todo de funcionar como vehículo narrativo debido quizá a las ambiciones con las que fue escrita.

De todas formas, el esfuerzo empleado hace loable la tarea por tratarse de un riguroso trabajo histórico que si por algo falla es, precisamente, por su riguroso carácter histórico, que pesa más que la  ficción –no la acción– que el autor describe en la novela.

Jesús Villanueva regresa ahora al territorio literario con otro volumen, Ahora. Poemas sin trampa y relatos para antes de dormir, en el que mezcla poemas e historias cortas que si bien no terminan por encontrar su equilibrio, sí que cuenta con algunos en los que el escritor se revela como un potentísimo narrador en el que encuentro ecos, incluso, de ese gran cuentista norteamericano que fue O’Henry.

Ahora. Poemas sin trampa y relato para antes de dormir resulta así un extraño experimento que da por resultado un híbrido en el que además de poesía y relato se añaden excelentes ilustraciones de Eduardo González, viñetas que recrean un momento de las historias cortas que salpican este volumen, editado por Idea y que su autor presentará próximamente en el Casino de Tenerife.

Al margen de los poemas, género en el que confieso un distanciamiento desde que tengo uso de razón, el potencial atractivo de este libro, a mi juicio, son sus cuentos, en los que el autor tantea muchos géneros, como el histórico, el humor, el suspense, con resultados francamente notables porque se leen muy bien y en la mayoría de los casos resultan incluso extremadamente cortos. Al modo de O’Henry, además, la mayoría de ellos termina con un final que atrapa y sugiere.

El apartado de relatos se inicia con Santa Cruz en Carnaval, tu belleza y simpatía…, título que sumo a esa lista de novelas y cuentos escritos en esta tierra sobre la fiesta de la que más se presume y promociona a este lado del Atlántico. No es Santa Cruz en Carnaval, tu belleza y simpatía… un relato redondo, pero sí que se deja leer con una sonrisa en los labios.

El volumen continúa con Un bofetón inesperado, que está teñido de nostalgia y el inquietante Maldita curiosidad, en el que Villanueva da una posible solución a uno de los asesinatos sin resolver de estas islas y que tuvo lugar en los años de la postguerra en la Matanza de Acentejo.

En esta narración se visualiza lo mejor que puede dar Villanueva como escritor, en especial cuando describe con creciente pulso narrativo el diálogo que cruza una anciana señora y un joven del arroyo que va subiendo la tensión y atención en el espíritu del lector.

Lamentablemente, el listón lo baja con el siguiente,  El último beso, así como Y sin embargo, quiero que seas feliz y Ya veré en el último momento, aunque lo recupera en Siempre le había gustado observar a su mujer, en especial por la atmósfera que consigue, así como su tinte negro y aroma resignado.

Las lágrimas de María Antonieta es un cuento de carácter histórico en el que lo mejor es que se nos informa que Jean Babtiste Drouet, el maestro de postas que descubrió y mandó a arrestar a Luis XVI en Varennes, el 22 de julio de 1792, fue uno de tantos franceses que, años más tarde, lucharían del lado de los españoles contra el ataque británico a las costas de Santa Cruz de Tenerife.

Un aperitivo que no termina de cuajar tras la lectura de Maldita despedida de soltera, un relato con una moralina en exceso cargante y el insólito El abrecartas. Insólito por su determinismo y El día más inspirado, que si sobresale es por su naturalismo presumo que involuntario.

El siguiente relato histórico es En la Nochebuena de 1797, en el que Villanueva retrata un imaginario cara y cruz sobre cómo debieron de celebrarlas el general Antonio Gutiérrez y Horacio Nelson, pero escrito de forma rutinaria, con poca chicha y limonada; y Eso es cosa de la Central, en el que Villanueva denuncia con contundencia un asunto hoy de extrema y lamentable actualidad como son los desahucios.

El escritor critica además con sentido del humor en Gracias a la Virgen de Candelaria, el despertar de un independentista en una Canarias presuntamente marroquí casi como si se trata de un episodio de En los límites de la realidad, aquella mítica serie de televisión creada por Rod Serling; y rinde homenaje a la literatura como fuente de evasión en La magia de los libros que no terminó de convencerme como no terminó de convencerme Los temblores de Lulú, pese a su final “inesperado” y el navideño Qué mal rato para la Noche de Reyes, aunque es briosa su descripción del Mercado Nuestra Señora de África y del rastro que se monta en sus alrededores.

El mejor cuento de esta antología que mezcla poema y relatos es el titulado Sucedió en Afganistán, y en el que Jesús Villanueva cuenta casi, como si hubiera estado allí, las  preocupaciones y temores que sienten los miembros de las tropas españolas acantonadas en ese país que, insisten unos, no vive en una situación de guerra.

Lástima, sin embargo, que a la postre resulte tan corto. Como corto se antoja El retrato, que brilla por su excelente e inquietante atmósfera aunque se frustre al final.

Son dieciocho relatos en total en los que su autor, Jesús Villanueva, presenta en este libro. Libro en el que se nos revela como un brillante cuentista, en especial cuando describe y recrea atmósferas, pero también un escritor que debe de encontrar su camino ya que da la sensación de que por el momento solo lo está tanteando.

Saludos, unos hablan y otros callan, desde este lado del ordenador.

Sorimba, una novela de María Jesús Alvarado

Lunes, Febrero 4th, 2013

“Al cabo de un rato, el paisaje había cambiado radicalmente. Quedó atrás el verde oscuro y frondoso de los pinos y luego el más tierno de los frutales entre casas albeadas y muros de piedra construidos paciente y meticulosamente por la mano del hombre, para dar paso a un mar de lava oscura de arrugas petrificadas. Negro, negro y más negro. Piedra, piedra y más piedra. El sol de media tarde era intenso y Álvaro se sentó sobre un tubo volcánico que, partido al hacer el camino, dejaba al descubierto el interior, como un canal directo al centro de la tierra.

Imaginó cómo sería aquella ladera cuando la lava líquida se derramaba hacia el mar y por unos segundos temió que los pies se le enterraran en el magma hirviente. Se sintió muy pequeño y la soledad hacía el paisaje aún más sobrecogedor.” 

(Sorimba, María Jesús Alvarado, editorial Puentepalo)

Sorimba (1), novela de la escritora María Jesús Alvarado, no es tan sencilla ni transparente como aparenta. Se trata, es más, de un título con muchos matices, casi como si se tratase de una madeja a la que deshilar con cuidado ya que invita a una lectura serena, sosegada.

Uno de esos libros, y algo así le pasa curiosamente a su protagonista, que necesita que te metas dentro de la historia mientras dejas a un lado ese saco en el que hibernan las preocupaciones diarias.

María Jesús Alvarado no camufla las intenciones que ha depositado en este relato que apenas supera las 170 páginas (2), sorprende así que desde el inicio ya te revele las intenciones que te acompañarán en esta novela. Una novela iniciática, con rasgos también de realismo mágico pero sobre todas las cosas un canto emocionado a una isla, El Hierro, en la que aún se conservan las esencias.

La escritora emplea para ello, y con destreza, un vigoroso pulso narrativo con el que describe situaciones y emociones porque Sorimba es, entre otras muchas cosas, una novela sobre y de emociones. Una novela para leer con el corazón y no con la cabeza.  

Entre los hallazgos de Sorimba detecto, y es un juicio muy particular, otro estilo, otros compromisos a los que habitualmente me está acostumbrando la narrativa que se está escribiendo en Canarias. Una narrativa canaria la del siglo XXI que –sin dejar al margen el movimiento G21– está más preocupada por recuperar y reivindicar el espacio urbano y no hacerle asco a los géneros.

María Jesús Alvarado propone por el contrario en Sorimba una vuelta si no a los orígenes, sí al mundo rural que todavía se conserva –casi como si fuesen espacios protegidos– en esta tierra que parece no ha digerido con inteligencia eso que llamamos progreso.  

En este aspecto, es como si Alvarado quisiera decirnos que Sorimba –El Hierro–  es un paraíso perdido aunque palpite tan vivo en su memoria. Un territorio, una geografía la de Sorimba donde la gente que la habita aún no ha sido contaminada por las enfermedades urbanas que caracterizan a nuestras ciudades.

Un mundo, en definitiva, el de Sorimba a través del cual su protagonista, hasta ese momento un hombre con ambiciones materiales, aprende a ser persona.

En este proceso de transformación, y al que llega el personaje a través de un libro que cae entre sus manos, comienza el viaje iniciático. Un trayecto que le obliga a despojarse de todas las miserias del mundo real para que tome contacto con la tierra y lo que entraña de espíritu de sacrificio.  

Entiendo así Sorimba como una especie de Shangai-La. Un mundo en el que sus habitantes comparten lo poco que tienen y en el que palabras como traición no existe en su vocabulario. Ese universo, sin embargo, comienza a despoblarse, aunque un grupo de resistentes se niega en redondo a abandonar lo que considera suyo.

“- Ahora quedamos diez familias, todas vivimos de la tierra y los animales. Éramos muchos más, pero se han ido trasladando a San Andrés, el pueblo nuevo, junto a la carretera. Hay casas nuevas en El Rincón, en Jarera Baja, yendo para La Cuesta, y en Las Rosas. Dicen que el clima es mejor en esa zona, y que estar junto a la carretera tiene muchas ventajas, pero nosotros no queremos dejar nuestro pueblo ni alejarnos de nuestros pedacitos tan mano.”

Sorimba se transforma así en un territorio mítico en el que poder respirar y al que solo se puede llegar a través de la lectura de un libro. Una geografía donde el agua mana de un árbol sagrado –El Garoé–  y en la que aún es posible encontrar el amor puro.  

Para contar todo esto y más, María Jesús Alvarado reúne una pequeña pero compacta galería de personajes con las que irá deshilachando la madeja, sin descuidar en todo momento la importancia que tiene el territorio, la naturaleza aún no castigada por eso que llaman, reitero, un progreso mal entendido.

Tiene, en este sentido, Sorimba mucho de tierra. Y mucho de verdad. Y mucho por recuperar un eco cuyo sonido, desgraciadamente, ya no repercute como antes en nuestras urbanitas consciencias provincianas.

Sorimba me parece así un libro delicioso, no solo por su ágil lectura –clara y concisa– sino por lo que encierra de voluntaria regresión. O la necesidad por recuperar unas raíces de las que la mayoría vivimos de espaldas, pese a que seamos conscientes que vive y late en alguna esquina de nuestra memoria

Un territorio, en definitiva, en el que todos tienen una misión: ser pueblo. Sin sonrojo, sin mirada rosa.

Un mundo en el que todos son imprescindibles.

Hay personas que pueden ayudar a los animales, y personas que curan a las otras cuando están enfermas, o que atienden a las mujeres cuando van a tener un hijo… Vivimos con la naturaleza. Nacer y morir forma parte de nuestras vidas como el comer o el dormir; y cómo no tenemos las comodidades de otros lugares, las madres se las apañan solas para parir, o las atiende una amañada. Por desgracia, muchas mueren en el parto o en los primeros días, a veces por alguna complicación y otras por no tener cuidado y tomar algo frío. Las viejas siempre aconsejan tomar alimentos calientes, especialmente caldito de gallina, guardar cama y no mojarse por muchos días…–Se interrumpió al no poder adivinar la expresión de Álvaro:– Todos nos necesitamos, ¿no lo cree usted?” 

(1)  María Jesús Alvarado presenta Sorimba este martes, 5 de febrero, en el Ateneo de La Laguna.

(2)  El volumen incluye un interesante glosario de palabras canarias. Entre otras, revela el significado de Sorimba: lluvia menuda con bruma y viento.  

Saludos, ya saben, desde este lado del ordenador.

El Carnaval no tiene quien le escriba

Miércoles, Enero 23rd, 2013

Apenas he encontrado un puñado de títulos que, de una  manera u otra, se ajustara a las pretensiones de este post.

Y mira que he consultado con amigos editores y escritores. Navegado por la red e investigado en mi caótica biblioteca pero son muy contadas las novelas y relatos que escritos desde esta apartada orilla han desarrollado sus historias en una fiesta que, como los carnavales, se han empeñado desde que tengo uso de razón en que forme parte de mi carácter como habitante que soy de estas islas sin rumbo.

Me resulta por ello curioso este vacío temático en la literatura que se elabora en estas costas. Más si tenemos en cuenta el juego que proporciona esta fiesta y el sentimiento con el que –no se cansan de repetir sus defensores– se vive el jolgorio: unos días de excesos presuntamente desmedidos.

Partiendo de la base que no soy un carnavalero de pro, y que detesto con toda la cordialidad del mundo a los que sí reivindican que son carnavaleros de pro, soy como un náufrago mientras busco novelas y cuentos donde el Carnaval es un elemento más de la historia.

Es más, pregunto, ¿si la fiesta está tan metida en el disco duro de nuestra memoria qué razones explican que nuestros escritores hayan renunciado a ubicar sus relatos en un festejo al que no le niego el colorido ni la imaginación del disfraz?

¿De la máscara para pasar desapercibido en una geografía donde todos nos conocemos?

¿De la supuesta sexualidad que por una vez se libera de nuestros reprimidos instintos provincianos?

Salvo la interesante La fiesta de los infiernos (El Toro de Barro), de Juan José Delgado, novela en la que el autor recurre al Carnaval para “reflexionar sobre el enmascaramiento que se da en una sociedad que se pone la careta oficial en unos carnavales cuyo tema es el Nazismo” (1), poca cosa he encontrado en la que la fiesta asuma natural protagonismo.

Lo que no deja de inquietarme como compulsivo lector. Y volver a replantearme las cuestiones anteriormente propuestas.

Agradecería, en este sentido, algún título, alguna referencia por parte de quien ahora pueda leer este post para ampliar el catálogo de obras y evitar lo que no es sino –mucho me temo– una reflexión en la que se multiplican las preguntas y se reducen a cero sus respuestas.

Es verdad que existe una copiosa bibliografía sobre el Carnaval en la que se trata con mejor o peor fortuna su historia. Hay un libro de referencia, 75 años dando la murga, de Ramón Guimerá Peña, en el que se estudia uno de los grupos más populares de la fiesta, pero en el terreno de la ficción, en el que deja espacio al reino de la imaginación reitero que son muy escasas las aportaciones.

El editor Ánghel Morales me avisa que hay un título, El gnomo bajó al Carnaval (Benchomo), de Felipe Rosa Santana, “del que se vendieron miles de ejemplares”, pero no he tenido la oportunidad de leerlo para que pueda emitir un juicio.

Otra fuente me recuerda que en El don de Vorace, de Félix Francisco Casanova, “aparece un baile de máscaras” y que una lectura ligera de Crimen de Agustín Espinosa, “te puede aportar desde un punto de vista mucho más evolucionado tanto en concepción como en escritura, un aire de máscara o carnaval”, lo que me hace pensar que debería de volver a leer la que quizá sea la mejor novela escrita en este archipiélago abandonado de la mano de los dioses.

Continuo buceando, recabando información, pero no encuentro nada salvo “un recuerdo que leí un cuento…” que no tuvo que dejar demasiada trascendencia si no se recuerda el título ni al autor.

Lo que hace que las preguntas anteriormente suscitadas sigan molestándome en la cabeza y que piense si es natural este divorcio entre la fiesta popular más promocionada de estas islas con sus narradores. Narradores que, imagino, alguna vez fueron cómplices del disfraz y de la máscara.

Lo escribo porque si yo fui cómplice del Carnaval a edad muy temprana, en aquellos tiempos donde solo quería disfrazarme de mosquetero o de cuatrero, también tuvieron que ser arrastrados por ese mismo impulso los escritores en su más tierna niñez y adolescencia.

Se quiera o no se quiera, se lo deteste o no se lo deteste, es prácticamente imposible aislarse del Carnaval si se habita en esta tierra endemoniada y desmemoriada.

Casi parece que de pronto, y por obligación, se invita a los vecinos a que asalten la calle no con ánimo reivindicativo sino bajo el confuso signo de lo lúdico porque así lo ordena la autoridad.

Ponte el disfraz, y si eres rematadamente tímido la mascarita. Descubre la complejidad de las letras que desafinan las murgas y erotízate con las carnes desnudas que muestran los integrantes de las comparsas… Adora, aunque sea por una semana, a su reina proclamada y sumérgete en las calles de una capital que durante esos días permite a la marabunta acostarse después de las diez de la noche y levantarse cuando rompe el amanecer.

Así que no sé a ustedes, pero a mi el Carnaval con todas sus chirriantes contradicciones me parece un excelente material literario para meterle el diente…

(1)   “La realidad del mundo es la que se prolonga con los sueños”, una entrevista con Juan José Delgado, El Perseguidor, nº 67, 15-X-2011.

(*) La imagen que acompaña estas líneas pertenece a El carnaval de las almas (Herk Harvey, 1962).

Saludos, intentando dar la nota, desde este lado del ordenador.