“A pesar de que siento deseos de volver con ella, me resisto. Intento convencerme de que alejarla es lo correcto. Debo ser fuerte para razonar lo que me conviene. A ningún ser humano se le permite hacer lo que le venga en gana.
Las apariencias son importantes. Y una relación con ella dañaría mi reputación. Carezco de la fortuna necesaria para que se me perdone la extravagancia de emparejarme con una adolescente, casi una niña llegada de otro planeta. Para sobrevivir necesito ser aceptado en mi entorno profesional. Me conviene parecer serio y razonable. Ya tengo sesenta años. No puedo correr riesgos, se acercan los últimos capítulos de mi vida. Tal vez no pueda ser feliz, pero sí, al menos, digno.”
(Mejor cuando improvisas, Juan Ignacio Royo. Colección: G21 Narrativa Canaria Actual, Ediciones Aguere/Idea, 2015)
Mejor cuando improvisas es la tercera novela de Juan Ignacio Royo, un escritor que deja tras de sí un interesante e irónico díptico sobre Canarias en títulos como El fulgor del barranco, que se desarrolla en la capital tinerfeña días antes del alzamiento militar de julio de 1936, y Puerto Santo, donde recrea una geografía paralela en la que narra en clave de sainete, más próximo al universo de don Luis García Berlanga que al de don Ramón María del Valle Inclán, cómo afecta a los protagonistas de esa localidad el anuncio de una invasión norteamericana a finales del siglo XIX.
En estas dos novelas se podía entrever por donde iban las preocupaciones literarias de su autor, aunque con Mejor cuando improvisas rompe literalmente con lo anterior para presentarnos a un escritor más seguro de sí mismo, pese a que siga necesitando observar con cristales cóncavos y convexos sus relatos.
Con su última novela, Juan Ignacio Royo se nos revela como un escritor que sin perder como norte su sentido del humor, un humor un tanto cáustico y distanciado, bastardamente británico en el mejor sentido del término, habla de cosas tan serias como la soledad, más que amor, el sexo, y los prejuicios que nos definen y al mismo tiempo nos delatan como personas digamos sensatas.
La historia de Mejor cuando improvisas, que se abre como una bellísima y entiendo que profética cita del músico y compositor estadounidense George Gershwin: “En cierto modo la vida es como el jazz, es mejor cuando improvisas”, cuenta cómo un abogado sesentón, divorciado y que ha superado un cáncer mantiene una relación con una boliviana a la que le triplica la edad en una capital de provincias, que no es otra que Santa Cruz de Tenerife, en la que conviven realidades tan distantes y opuestas que dibujan dentro de esa misma urbe otras muchas ciudades.
Narrada en primera persona por el protagonista de esta salvaje aunque breve –lo bueno, si breve, dos veces bueno– historia de amor, Mejor cuando improvisas es una gozosa pero también políticamente incorrecta historia sobre un hombre solitario y aburrido, aficionado al jazz y noctámbulo vocacional en el que prende la chispa de la aventura, más que amorosa, sexual, cuando la casualidad le presenta a una boliviana de 19 años que no parece tener esa edad, sino la de una menor.
Esta novela pasará a la historia de las letras que en la actualidad se escriben en este archipiélago –y que si por algo se caracterizan es por su contenida cautela– por la descripción tragicómica del primer escarceo sexual que mantiene su protagonista con esa mujer a la que además de triplicar en edad, triplica también en estatura. Un gigante que de pronto descubre que no quiere estar solo y una inmigrante ingenua que solo quiere vivir en España.
He aquí solo un ejemplo de tan entusiasta como frustrante unión de esos dos, presuntamente, antagónicos personajes:
“Mi cuerpo es demasiado grande, demasiado blanco, el vello afea el tono lechoso de mi piel. La cicatriz morada de la operación que extirpó el cáncer refulge con aspecto mórbido, como si me hubiesen asestado una cuchillada mafiosa. Me avergüenzo de mi aspecto físico envejecido, de mis muchos años. Ya no hay vuelta atrás. Ella se arrima a la pared para dejarme sitio. Apenas hay espacio. Me acomodo con la sensación del oso que irrumpe con torpeza en la madriguera ajena. La litera cruje como si fuera a estallar en mil pedazos.”
Orbitan en torno al protagonista otros personajes, como las primas de la chiquilla, las compañeras de trabajo del abogado y una ciudad, Santa Cruz de Tenerife, que brilla en mi imaginación con un esplendoroso blanco y negro, pero ese blanco y negro que ocupan más los grises que las sombras. Al fondo, y como metáfora, la estatua de José Murphy y Meade situada en la plaza de San Francisco. Un gigante de bronce que inclina la cabeza mientras lleva las manos escondidas en los bolsillos de su chaquetón de bronce.
Mejor cuando improvisas se lee de un tirón, apenas llega a las noventa páginas, y se trata de una de esas novelas que te permiten seguirlas sin que se borre la sonrisa en los labios. Sonrisa que en algunos casos puede cambiar en mueca ya que a veces se convierte, y se agradece, en un relato incómodo y tremendamente amargo a pesar del barniz de ironía que lo cubre.
Es probable que quien repare en esta novela la interprete como una nueva vuelta de tuerca de la Lolita de Nabokov, también como un cuento de gigantes y enanos, asegura al menos el escritor Jesús Castellano en la contraportada del libro, pero presumo que los objetivos de Juan Ignacio Royo no iban, y si iban funcionan de manera involuntaria, por esos lados.
En todo caso, y como ya anuncia su título, esta pequeña y para nada sutil bomba de relojería la entiendo como una reivindicación del déjate llevar, de improvisar para no terminar varados en la misma rutina que genera los miedos de todos los días.
Del vive hoy que mañana los dioses dirán.
Del manda a paseo lo que pienses de ti y lo que piensen los demás.
De que las cosas suelen salir mejor cuando, precisamente, improvisas.
Saludos, a leer que son dos días, desde este lado del ordenador.