Archive for Julio, 2012

Un nombre: Pedro Antonio de Alarcón

Martes, Julio 10th, 2012

“Cuando yo entré en relaciones con  Matilde (así se llamaba la generala), su marido (uno de los generales que con más gloria habían alcanzado en la guerra civil, hombre ya de cincuenta y cinco años, muy entregado a las contiendas políticas) acababa de ser enviado de cuartel a Canarias contra su voluntad…, lo cual en substancia quiere decir que estaba desterrado de la Península. De buena gana se hubiera llevado el general a su mujer al africano archipiélago, pues la adoraba ciegamente; pero Matilde aparentó tener miedo al mar, que aquél prefirió el dolor de la ausencia a imponerle los tormentos de la navegación; con lo que la infiel esposa, sola ya en Madrid, tuvo mayor holgura para seguir mancillando las honradas canas de su marido en unión de feroces desalmados de mi jaez…” (El escándalo, Pedro Antonio de Alarcón).

Tengo debilidad por la obra de Pedro Antonio de Alarcón, autor cuya prosa ha quedado muy envejecida con el paso de lo año pero que merece reivindicarse con los elogios que se merece a punto de celebrarse en 2013 el 120 aniversario de su nacimiento en la localidad granadina de Guadix, porque, por un lado. lo descubrí siendo apenas un infante y, por otro, es de los primeros intelectuales españoles que se preocupó por lo que estaba escribiendo un tal Edgar Allan Poe, autor cuyo aliento poético inspira alguno de los mejores relatos de Alarcón como son El amigo de la muerte y La mujer alta.

Al escritor le debemos además El clavo, un delicioso relato de suspense que tuvo una interesante adaptación cinematográfica dirigida por Rafael Gil y protagonizada por Amparo Rivelles y Rafael Durán, así como la folletinesca El escándalo, título que he vuelto a releer hace unos días y en el que se han mezclado varias emociones.

Emociones que van desde el más profundo rechazo por su leguaje que hoy suena a melindroso así como a la devoción más absoluta por el candor con el que el autor intenta camuflar temas que para nada resultaban políticamente correctos en su tiempo y el nuestro.

Alarcón supera el escollo redactando la novela a modo de una confesión en la que su protagonista le da cuenta de sus actos a un anciano sacerdote, quien lo escucha y le ofrece paternales consejos.

El paso de los años no ha sido bueno con la obra de Pedro Antonio de Alarcón pero quizá el tono sepia que ha ido tomando la mayoría de sus libros le otorgue, a juicio de quien ahora les escribe, un encanto cavernario con ecos a clásico. Leer a este escritor significa además tener en cuenta cómo fue el carácter romántico en las letras españolas. Unas letras que, fiel reflejo de la nación a la que representa, estuvo y está más pendiente de sí misma que de otra cosa.

Pedro Antonio de Alarcón tuvo al menos la picardía de mirar más allá de los Pirineos y descubrir otros nombres que intentó importar a lo que todavía podía llamarse patria. Una palabra esta de patria tan mal usada en aquellos y estos tiempos de nacionalismos ridículos y ombliguistas.

Producto de su tiempo, como no podía ser menos, Alarcón comenzó siendo un encendido progresista para ir cambiando de bando a medida que iba haciéndose mayor. En su juventud fue un calavera, un hombre de vida disipada con algunos duelos al amanecer de los que afortunadamente resultó ileso.

Es probable que los excesos, amantes despechadas, el olor a pólvora a primeras horas la mañana lo convencieran un día de que las cosas no podían ir por ese camino. Ello justificaría la radical transformación que sufrió de periodista sagaz y anticlerical, de látigo de conservadores y monárquicos, a defender con uñas y dientes precisamente a la Iglesia, a los conservadores y al Rey.

Su coetáneo Manuel del Palacio escribió al respecto:

Literato, vale mucho;
folletinista, algo menos;
político, casi nada;
y autor dramático, cero.

Por otro lado, un estudioso de su obra explica que este viraje ideológico explica las razones por la que el escritor ha sido tan escasamente reconocido en España.

Es una forma de entenderlo aunque no creo que sea, precisamente, la correcta. El problema de Pedro Antonio de Alarcón es que cuenta con una producción en la que tocó casi todos los géneros  sin resultar en ninguno de ellos una pluma ejemplar. A mi, en todo caso, me parecen destacable sus relatos y ese espléndido reportaje periodístico que es Diario de un testigo de la guerra de África (1864), título en el que creo detectar más o menos un intencionado mimetismo en las Notas marruecas de un soldado de Ernesto Giménez Caballero, publicado en 1923.

El caso, y es el objeto de este post, es que me sigue gustando la literatura de don Pedro Antonio de Alarcón porque forma parte de ese gigantesco rompecabezas que es España. También porque sus prosa, ya contaba, tiene el aroma viejo del vino bueno que nace en los campos de ese rompecabezas formidable que fue y sigue siendo España.

Otros títulos del escritor son El capitán Veneno, El sombrero de tres picos y algunas recopilaciones de sus relatos como son Narraciones inverosímiles, Historietas nacionales y Cuentos amatorios, entre otros.

Así que abróchense los cinturones, merece la pena hacer el viaje al pasado de la mano de don Pedro Antonio.

De don Pedro Antonio de Alarcón, claro.

Saludos, debe ser cosa de alarconitis aguda, desde este lado del ordenador   

Ernest Borgnine: El perfecto patán…

Lunes, Julio 9th, 2012

Casi todo el mundo –o la gente decente al menos– recuerda a Ernest Borgnine por Los vikingos, Grupo salvaje o El emperador del Norte, pero no por Marty, película por la que obtuvo el Oscar al mejor actor en 1955.

Pese a la estatuilla, la carrera de Borgnine se desarrolló como la de actor secundario, aunque como uno de esos grandes secundarios del cine norteamericano que todo el mundo reconoce pese a que sea secundario. Lo veías aparecer en pantalla y te decías “ahí está Borgnine” si lo conocías o “hay está el gordo hijodeputa” si no tenías el gusto de conocerlo por su nombre y apellidos pero sí por su característico físico. Físico al que recurría con camaleónico talento.

Y es que el actor tenía estilo y eso que los cursis llaman llenar pantalla. Enseguida lo detectabas cuando aparecía en escena. Y si estaba haciendo de malo, pese a que sabías que Borgnine era buena gente –falleció el domingo a los 95 años, que Dios lo tenga en su gloria– encarnaba a la perfección al paleto gañán. Al paleto patán.

¿No me creen descreídos?

Vuelvan a ver De aquí a la eternidad… Y aprendan a odiarlo cuando le da la paliza al debilucho de Frank Sinatra.

¿Quieren otra?

Mmmm, observen como el miserable patán le hace vida imposible a un mutilado de guerra (Spencer Tracy) bajo las órdenes de un siniestro Robert Ryan en ese western moderno que es Conspiración de silencio

¿Quieren más, iletrados?

¿Qué les parece el papelazo que se hace en esa obra maestra del desarraigo y crítica feroz contra el capitalismo que es El emperador del Norte? En ella, un Borgnine en estado de gracia persigue por un tren a una leyenda de los trotamundos que responde al nombre de Lee Marvin. A quien solo le fala ponerse a cantar I was born…

Dirige un genio al que los aficionados a eso que llaman cine de autor consideran un secundario: Robert Aldrich.

De bueno. O de bonachón. O de tipo grande pero con un corazón que no le cabe en el pecho, Ernest Borgnine mantiene una inquietante relación que en la película va más allá de la amistad con William Holden en Grupo salvaje. Hace de general de cinco estrellas canalla en la todavía vibrante Doce del patíbulo y de tipo que quiere salvar el pellejo en La aventura del Poseidón y de un taxista pasado de rosca en ese pequeño clásico del cine de ciencia ficción que fue y es 1997: Rescate en Nueva York.

Y eso entre otros títulos que cojo al voleo en su impresionante filmografía que incluye series, una de ellas, Océano, basada en la novela del escritor tinerfeño Alberto Vázquez Figueroa y rodada en Lanzarote. Tierra de volcanes donde me imagino a un Borgnine dando risotadas que se tragaba el mar…

La serie al final fue la que terminó siendo tragada por el mar, pero eso es otra historia.

Ha muerto Ernest Borgnine.

Y siento su muerte como la de un tipo muy querido de la familia.

Esta noche toca homenaje.

Grupo salvaje y El emperador del Norte.

Sam Peckinpah y Robert Aldrich frente a frente. Y en todas ellas Ernest Borgnine.

Son las dos caras de una misma moneda:

La del actor encarnando al amigo devoto y fiel como un perro y la del actor haciendo de un perfecto patán con instintos sádicos y asesinos.

Cosas mías, me quedo con su segundo trabajo.

No sé, me enseñó a ver al señor Borgnine de otra manera. Con otra dimensión. Me lo hizo, ya ven, demasiado humano.

Llorad cabrones porque ha muerto Borgnine.

Un actor para el que no existió la palabra secundario.

Saludos, llorad, llorad y llorad, desde este lado del ordenador.

‘El último tren a Katanga’: cazador blanco, corazón negro…

Viernes, Julio 6th, 2012

No era la primera vez que iba al cine pero probablemente fue la película, junto a El luchador, esa pequeña obra maestra de Walter Hill, que contribuyó a mi deslenguada afición al cine.

¿Dónde la vi?

Creo recordar que en el Royal Victoria, sala que estaba situada en la calle de La Rosa de la capital tinerfeña y que para quien ahora firma estas líneas se convirtió en lo más parecido a un oasis de entretenimiento en una etapa de mi vida en la que ya empezaba a reclamar oasis para formarme como persona.

El Royal Victoria –cine que recuerdo con el señorío de los que tienen casta, y al que caracterizaba una fachada palaciega que ya por verla despertaba los sueños que mantenías aletargados en algún rincón de tu mente– tuvo una gloriosísima temporada antes de cerrar definitivamente como sala en la que solo se exhibían películas de reestreno en las que dejaban entrar, entre otros, a un chiquillo que aún no había cumplido los dieciocho años…

… Allí vi El luchador, El Detective y El último tren a Katanga, el filme que da origen a este post que espero no navegue por las venenosas aguas de la nostalgia.

Aunque resulte inevitable.

Porque esa película, dirigida por un hombre –Jack Cardiff– que ha pasado a la historia como operador de fotografía más que como realizador, y a quien tuve la oportunidad de entrevistar tras una visita a la isla donde siempre estuvo acompañado por Juan Antonio Castaño, Mengues, que fue alumno suyo, ocupaba, y sigue ocupando un lugar muy importante en mi memoria como espectador.

En aquella entrevista le pregunté sobre esta película, pero comprobé que para Cardiff fue un trabajo más.

Prefería hablar sobre su experiencia como director de fotografía en La reina de África y El soñador rebelde (Young Cassidy,1965), que terminó  tras el abandono de John Ford.

En la entrevista, Caridff lamentaaaba que la crítica destacaaaara el trabajo de Ford por encima del suyo en secuencias completas que, aseguró, había dirigido él.

Rod Taylor, un actor bronco y rudo, repetiría tres años después bajo sus órdenes en El último tren a Katanga, cinta notablemente influenciada por el espíritu de los espaguetis western inaugurado por Sergio Leone en su trilogía de los dólares (Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo).

Su ópera total sobre Érase una vez en el Oeste, Hasta que llegó su hora, se estrenaría el mismo año que El último tren a Katanga.

Basada en una novela del escritor africano Wilbur Smith, la acción de la película transcurre en la República del Congo durante la rebelión de los Simba. Pero los protagonistas no son los Simba –en el filme de Cardiff son algo así como apaches– sino un encallecido mercenario blanco que tiene como mano derecha a Rufo, un congoleño que cree en su país, y un nazi de serie B que encarna con delicioso punto malvado –y nazi, como los odio que diría Indiana Jones– el actor Peter Carsten.

¿La misión que se le encarga a estos estos malditos bastardos?

Penetrar en tren por territorio tomado por los Simba para rescatar un puñado de diamantes…

En su viaje al corazón de las tinieblas, de ahí el título original del filme, Dark of the Sun, los blancos regresarán a su estado primigenio y salvaje mientras que los negros reivindican su derecho a vivir debajo, no encima, de los árboles como le comenta reflexivo Rufo (interpretado por Jim Brown, uno de los primeros héroes de acción afroamericanos de Hollywood) a un mercenario profesional y cínico Taylor. Personaje con el que mantiene una inquietante y homoerótica relación de amistad.

Hay otros personajess que hacen de secundarios.

La chica: Yvette Mimieux, quien ya había trabajado con Rod Taylor en esa delirante fantasía pulp que es El tiempo en sus manos (George Pal, 1950), basada en la novela La máquina del tiempo del maestro (of course)  H. G. Wells.

Y un doctor con problemas de alcohol que se redime al final, y que asume con estoica solvencia Kenneth Moore, cuyo personaje termina siendo víctima de un conflicto que ha sido provocado al alimón por los dos mundos que en aquellos tiempos se repartían la soberanía en influencia del planeta.

El rifle es chino, pagado con rublos rusos. El acero con el que se ha fabricado es de la Alemania del Este y se compró con francos franceses. Ha viajado hasta aquí en una línea aérea africana subsidiaria de una empresa estadounidense. Deja su cuerpo aquí. No está lejos de casa”, comenta Rod Taylor cuando descubren el cadáver del doctor en una misión que ha sido devastada por los Simba.

El último tren a Katanga es una película dura.

Rodada con un nervio que todavía la hace joven para espectadores que la descubrimos en la primavera de nuestra vida como en el otoño de nuestra existencia…

Respira un nervio y un discurso demoledor contra el cazador blanco, corazón negro que desarma y hace de este pequeño filme una atractiva rareza en mi reivindicado cine de barrio.

El de todo a cien que dicen los que aún reivindican la caspa.

Una película que, vuelta a ver hace apenas unas horas, continúa conservando el encanto pulp y con mensaje demoledor con el que la descubrí hace ahora más de veinte años en las entrañas del Royal Victoria…

 Atentos a su banda sonora.

 ¡Iniciados! La firma Jacques Loussier.

 Saludos, ¡¡¡viva, viva el cine de barrio!!!, desde este lado del ordenador

Del material con el que se hacen los sueños…

Jueves, Julio 5th, 2012

La mejor crónica negra de este país no está en su literatura, por norma general demasiado mimetizada por el demonio americano, sino en las noticias que leo en los periódicos tanto en su versión digital como de papel.

La última que me ha llamado la atención, por crudamente celtíbérica, ha sido descubrir la identidad del autor confeso del robo del Códice Calixtino, sustraído hace como cosa de un año de la catedral de Santiago de Compostela.

Su nombre es Manuel Fernández Castiñeiras, electricista, y hombre confianza de los responsables del templo –la Iglesia– hasta que fue despedido y ninguneado al reclamar 40.000 euros como indemnización.

Atentos al marco y a los personajes:

La Catedral de Santiago de Compostela.

El Códice Calixtino que parece estar hecho del material con el que se hacen los sueños…

Los curas…

El electricista y su familia…

Esta historia suena a España profunda.

A esa España que aún no se ha podido maquillar con los polvos de talco de Europa…

La policía, en sus pesquisas, asegura que llevaba un año vigilando a Manuel Fernández, Manolo.

Acechándolo…

Manolo mientras tanto compra casas para los suyos y muestra billetes de quinientos euros en el bar donde va a tomar café y probablemente a ver los partidos de fútbol.

Nadie explica por ahora y sin embargo que hacía este señor con 1,2 millones de euros aparte de 30.000 dólares y otra pequeña cantidad de dinero en pesetas, que se encontraron en su domicilio.

Algunos de estos billetes eran nuevos y estaban empaquetados en fajos.

La policía sospeeeeecha del origen de ese dinero: “supuestamente de hurtos realizados de los cepillos de la catedral, además de cuantiosos donativos hechos por particulares a uno de los principales templos de la cristiandad. Estos hurtos los habría cometido a lo largo de los 25 años que estuvo contratado de electricista en la catedral.”

Y pienso…

Demonios, esto es crónica negra con denominación de origen netamente española.  

Un año después de su desaparición, la policía encuentra el Códice en el garaje trastero donde reside Manolo, el electricista.

Qué historia, carajo.

Se recupera en un trastero el  material con el que se hacen los sueños…

Saludos, ¡viva, viva, viva España!, desde este lado del ordenador.

‘El sueño de Goslar’ o cómo descuartizar en clave pop la novela negro criminal

Miércoles, Julio 4th, 2012

“-Lo ignoro. Quizá porque hay policías corruptos igual que políticos, empresarios y periodistas. Hice un pacto con la cultura, no con la policía. ¡Sabe inspector!, me gusta pasear por la Rambla. Tanto que hasta compré la casa que está enfrente de la estatua de Moore, la que ustedes han puesto patas arriba buscando la estatua. Por estos sitios el mundo cambia lentamente. Nada es inalterable, pero El Guerrero sigue igual. Disfrutaba asomándome a la ventana. Lo incitaba, lo seducía, le curaba con la mirada sus heridas de moribundo eterno. Percibía el sabor de su sangre, como si mi boca suspirara sus secretos.”

(El sueño de Goslar, Javier Hernández Velázquez)

Al paso que va Javier Hernández Velázquez lleva camino de convertirse en el primer –y por el momento único– escritor nacido en Santa Cruz de Tenerife capaz de hacer mitología sin caer en tontos folclorismos sobre la ciudad que una vez habitó y, entiendo, fue feliz.

Tras El fondo de los charcos, ambicioso trabajo de reconstrucción histórica y reivindicación de la figura esquiva del malogrado poeta Domingo López Torres, Hernández Velázquez vuelve a ubicar la acción de El sueño de Goslar (colección G21 Narrativa Canaria Actual, Ediciones Aguere/Idea) en las calles y plazas de la capital tinerfeña empleando para ello otro registro.

Otro pulso…

La ciudad no es ahora co-protagonista del relato como sí sucedió con El fondo de los charcos, sino escenario de una aventura en clave pulp donde lo que importa es lo que se desmonta por encima de otros discursos.

Escrita como si se tratara de una novela por entregas, estructurada en capítulos cortos que finalizan generalmente con frases que parecen que invitan a un continuará… El sueño de Goslar presenta una interesante aunque poco trabajada galería de personajes entre los que destaca por coherente un fijo en la producción literaria de Velázquez, el inspector Carles Pedregal, un policía con heridas abiertas que huye de ellas dedicándose en cuerpo y alma a su trabajo como policía y que se sostiene gracias a una peligrosa adicción al café.

No es Pedregal, sin embargo, el protagonista de El sueño de Goslar.

Como otros escritores que forman lo que se denomina como Generación 21 –y pienso en José Luis Correa con su Murmullo de hojarasca, en Pablo Martín Carbajal y su Azul cobalto, en Carlos Cruz y su No es la noche– ahora no se trata de un actor sino de una actriz el personaje principal de esta ¿paródica? historia de robos y venganzas.

Su nombre es Alex Stibrings, una peligrosa pelirroja que tiene el mismo encanto de Modesty Blaise.

Si leen El sueño de Goslar sabrán la razón de esta asociación…

Así que, a qué esperan… Lean El sueño de Goslar, una novela que por descuido quizá, no termina por resultar tan pop como quisiera pero que araña en muchas ocasiones el desparpajo y la frescura de un relato con ese aire sesentero divertido y sobre todas las cosas entretenido que caracterizaron las novelas e historietas de Blaise.

Omito por razones obvias la excéntrica adaptación al cine de Joseph Losey y esa estupidez producida por Quentin Tarantino: Mi nombre es Modesty Blaise: Una aventura de Modesty Blaise, dirigida con muy pocos recursos e imaginación por Scott Spiegel.

Escrita con notable sentido del humor, El sueño de Goslar se lee con una sonrisa en la que se mezcla asombro y también mosqueo porque se nota, se aprecia, que está escrita a modo de divertimento.

La historia queda así relegada a un segundo plano.

Como lector, ese al menos ha sido mi caso porque he disfrutado más con algunos de los momentos que escribe que por seguir el hilo de un misterio cuya resolución llega un momento en el que da igual.

Así que lo importante de esta novela de fina epidermis policial no es lo estrictamente policiaco que podría contener, sino la manera rocambolesca en que está narrada.

Los momentos en que Hernández Velázquez explota el negro criminal para divertirse y de paso desarticular muchos de los tópicos que arman al género.

En este sentido, y aunque resulte apurado, entiendo El sueño de Goslar como una inteligente y parodia pulp pop de la novela policíaca.

Escrito con un estilo más cercano a Mike Spillinane que a un idiotizante culto a los padres fundadores. Leáse Hammett y Chandler.

No se corta un pelo en esta interesante labor de deconstrucción Javier Hernández Velázquez.

Usa los tópicos del género con generosa aunque también es verdad hermética risotada. Como si lo negro criminal fuera solo un disfraz de carnaval con el que dar rienda suelta a una prosa que en ocasiones peca de liar y liar la perdiz.

De perderse en reflexiones que poco aportan a una historia que, ya digo, es lo de menos en este interesante y demoledor experimento literario en el que su autor demuestra que es un escritor que más que mimetizar el género lo utiliza para descuartizarlo con una elegancia que otros compañeros de militancia negro criminal en Canarias deberían de observar para librarse de molestas y roñosas ataduras.

Y todo eso, o esa lectura, es la que entresaco de El sueño de Goslar, una novela en la que un autor como Javier Hernández Velásquez, que conoce muy bien las reglas que han hecho grande a lo negro criminal, va desprendiéndose con una ironía que hace que el lector iniciado y sin prejuicios la lea con una sonrisa que cada vez se hace más ancha en su boca.

Ahí esta la femme fatal que no es tan fatal.

Una  pelirroja…

Una Rita Hayworth sin perder la razón.

Un malo con principios.

Multimillonarios sin principios.

Un policía con problemas.

Una estatua robada.

El sueño de Goslar es un divertimento.

Una gozosa broma articulada por alguien que sabe lo que está escribiendo.

Reitero así que lo de menos es saber el ¿por qué? roban la dichosa estatua de Henry Moore en la Rambla de la capital tinerfeña.

Lo grande de esta novela escrita sin prejuicios ni ataduras son los momentos que nos regala.

Tan deliciosamente pop.

Tan deliciosamente pulp.

Los topicazos que desmonta.

El empleo –canalla– de dos tiempos en su rabiosa y algo barroca narración.

La primera persona para retratar desde dentro lo que siente su peculiar Modesty Blaise, esa Alex Stibrings bisexual e inquietantemente masculina.

O la tercera persona para contarnos las pesquisas de Pedregal o del inquietante Perro Negro.

Un personaje que recuerda vagamente más que a Harry Callahan a ese Anton Chirgurh de No es país para viejos.      

El sueño de Goslar hay que leearla así como una broma con luces.

Eso relaja y es tomarse las cosas en serio, dijo en cierta ocasión alguien que de esto sabía mucho.

Su nombre: Boris Vian.

Javier Hernández Velázquez no es Vian… Pero la mirada que arroja sobre el mismo género del autor de Escupiré sobre vuestra tumba me parece felizmente coincidente.

Hacerlo de otra manera es no entender las provocadoras intenciones de El sueño de Goslar.

Las ganas de reírse –con la seriedad del payaso que hace siempre de serio– de un género al que le falta tanto sentido del humor pese a que vaya en contra de  la corriente de lo que defiende un puñado de puristas poco leídos

El sueño de Goslar rompe esa dinámica.

Y no, no  es nada fácil.

Hay que saber equilibrar el chiste que se tiene entre las manos.

Y no, reitero, no es nada fácil…  

Claro que soy un guerrero dormido y anclado en la Rambla de una ciudad de provincias.

¿Qué sueño?

Probablemente el mismo sueño de Goslar.

Saludos, de un private eye que solo sabe reírse de sí mismo, desde este lado del ordenador.

Qué leer…

Martes, Julio 3rd, 2012

INTRO

Esto va de novedades y otras no tan novedades literarias aparecidas en Canarias en estos últimos tiempos de crisis y victorias futboleras.

Esto va de libros que hemos ido recibiendo y que por el momento se amontonan en una tonga que, peligrosamente, se inclina como la torre de Pisa aunque aún mantiene su espartano equilibrio.

Huelga decir que deberían de leerlos.

Huelga decir, pero lo decimos, que leer es el último refugio que nos queda a los que todavía nos preocupamos por pensar que hay un más allá de la crisis y el fútbol…

LOS LIBROS

 

* El sueño de Goslar, Javier Hernández Velázquez (colección G21 Narrativa Canaria Actual, Ediciones Aguere/Idea).- Apenas me faltan medio centenar de páginas para finalizar esta novela escrita en clave policíaca por Javier –bang, bang– Velázquez, autor, entre otras, de El fondo de los charcos. Me reservo por el momento cualquier otro comentario sobre una historia donde la celebérrima estatua de Henry Moore que adorna uno de los paseos de la Rambla de la capital tinerfeña adquiere un especial e insólito protagonismo.

* Si nos encontramos de nuevo, Ana Teresa Pereira (colección Macaronesia, Baile del Sol).- Nacida en Funchal, Madeira, en 1958, Pereira escribe en Si nos encontramos de nuevo es una delicada y sentida novela de amor en la que se respira buena y sentida literatura. Julio Bonifacio escribió a propósito de la novela en Público que “el hecho de que este texto comience con una cita también puede ser una de las razones principales para atrapar o alejar al lector en relación con ese universo: el uso recurrente de citas y referencias a la pintura, el cine y la literatura.”

* Cuaderno de agua, Hugo Clemente (Canalla Ediciones).- El escritor Jorge Eduardo Benavides define al autor de este libro “dueño de una prosa cuidada, ágil y llena de inesperados hallazgos visuales.” Y ello tratándose de la primera novela de Clemente, un escritor que escribe con la misma rabia y sincopado de un músico de free jazz. La playa, el surf son solo algunos de los escenarios y protagonistas de un volumen que no deja indiferente a nadie. Tiene imágenes bellas, algunas de la cuales alcanzan un lirismo que potencia el atractivo de un libro que son fragmentos, estampas que, como indica Benavides, quieren buscar sentido “a esa vida peregrina y altamente emotiva que parece también escurrírsele de entre los dedos.”

* La ceniza que avanza, Juan R. Tramunt (colección Sitio de fuego, Baile del Sol).- Seis cuentos de distinto calibre conforman este volumen en que su autor quiere rendir homenaje a la literatura que lo ha hecho persona. No todos son redondos, no todos son notables pero sí hay piezas, momentos, que saben a verdad. El libro contiene los relatos Hallelujah, En pos del loco Amoenus, El ángel erguido, Laura, La mujer evanescente y Fondeadero. Por razones sentimentales, me quedo con Laura. Pronto le dedicaremos a este libro un comentario como se merece.

* Geometría del azar, Fernando Palazuelos (colección Narrativa, Baile del Sol).- “¿Qué es lo casual? Estas preguntas y otras muchas se agazapan en este singular texto híbrido, una especie de libro de bitácora dedicado a los sucesos casuales y a los hechos paralelos. Sus páginas estimulan la perplejidad, la reflexión y la risa. Con eficacia narrativa Palazuelos ha elaborado un texto ameno y conciso; un placentero recorrido por la duda del ser, del destino y del futuro; una comedia personal (a la vez que cósmica) acerca de la fortuna y lo inesperado, esos dos espectros que a menudo sentimos pulular sobre nosotros.” (De la contraportada)

* Un yanqui en Canadá, Henry David Thoreau (colección Dando pata, Baile del Sol).- Entre otras debilidades genéricas, tengo debilidad por la literatura de viajes. Género en el que Thoreau fue un maestro, un escritor de afinado olfato y mirada. Una especie de hippie adelantado a su tiempo capaz de escribir un libro como Walden o de impartir incendiarias conferencias como La desobediencia civil de, mucho me temo, obligada lectura. Por fortuna,  la editorial tinerfeña Baile del Sol está contribuyendo a que no olvidemos su refrescante y ejemplar trabajo en español.

* A solas, sin testigo, Carlos Pinto Grote (colección Poesía, Baile del sol).- El señor Pinto Grote es de esos escritores nacidos en Canarias que ya forman parte del universo donde no existe ni el bien ni el mal. No soy un buen lector de poesías, pero me han llamado la atención algunos de los poemas que forman parte de este volumen, editado con mucho cariño y mimo por Baile del Sol.

* Paisaje de lágrimas, Abdourahman A. Waberi (Colección África, Baile del Sol).- La editorial tinerfeña continúa apostando por las letras africanas tras Los aromas esenciales y La estación del caos, de Guita Jr. y el premio Nobel de Literatura Wole Sonyinka, respectivamente. Waberi, nacido en Yibuti, escribe en Paisaje de lágrimas un fascinante relato sobre el desarraigo y el exilio, también sobre la inexplicable necesidad por regresar a la tierra de tus orígenes. ¿Alguien piensa todavía que en África se escribe en minúsculas?

* El niño, János Háy (colección Narrativa, Baile del Sol).- Si el año pasado una de las apuestas de la editorial tinerfeña fue Stoner, la fascinante novela del escritor norteamericano John Williams, este año el fenómeno podría reproducirse con El niño, del húngaro János Háy. La novela examina sin pudor la sociedad de su país y cuenta la historia de un hombre de uno cuarenta años con un destino incierto entre las manos.

Saludos, leed, hijos míos, leed, desde este lado del ordenador.