Archive for Agosto, 2012

El Maligno te invita a un programa doble

Miércoles, Agosto 15th, 2012

El diablo en sus diversas modalidades ha inspirado numerosas películas como una especie de sumidero en el que colar todo aquello que es contrario al Bien. Un Bien que no es otra cosa que lo contrario, según las culturas, que encarna el diablo: el Mal.

Sin entrar a discutir entre lo que es Bueno y Malo, sí que hay dos pequeñas películas producidas por la Hammer Films que se sirvió de mi peculiar afición por los Rolling Stone para entender la extraña e inquietante simpatía que siento por el primer ángel castigado por Dios.

Ambos títulos están inspirados en sendas novelas de uno de los escritores anglosajones más extravagantes de cuantos he conocido. Todo un best seller en su momento en Gran Bretaña aunque poco o nada conocido entre el público español.

Dennis Wheatley nació en el seno de una familia de clase acomodada y conservadora donde pronto se distinguió por sus extrañas aficiones.

Entre otras, además de su pasión por los vinos, las artes negras, tema que explotó prácticamente en casi todas sus novelas y que dieron origen a dos personajes que son casi fijos en su producción literaria: Duke de Richeleau y Gregory Sallust.

El primero se trata de un caballero de modales refinados especializado en las ciencias ocultas acostumbrado a combatir a magos equivocados, hechiceros lujuriosos amigos de ritos sangrientos. Una especie, para que me entiendan los iniciados, de doctor Extraño muchísimo tiempo antes que naciera el doctor Extraño. Gregory Sallust, por el contrario, es un espía al servicio de su graciosa Majestad durante los turbulentos años de la II Guerra Mundial.

Historias escritas como folletines y dirigidas a un público que no quería complicarse demasiado la cabeza, lo interesante en el trabajo literario de Wheatley es que explotó con espíritu naïf el ocultismo al mismo tiempo que denunciaba la práctica de su supuesto culto entre las clases altas que dirigían, y mucho me temo algunos sostienen que dirigen, el destino del mundo.

Clave que actualmente, aunque con otros nombres y matices, aún permanece en el imaginario popular aunque se les denomine Club Bilderberg, la pobre y castigadísima Masonería, Iluminatis, Skull and Bones, etc….

Lo que me interesa de Wheatley sin embargo, más allá de su pueril obsesión por revelar la existencia de sociedades secretas –hoy discretas– que buscan el control del planeta recurriendo a las  artes mágicas, es la capacidad que tuvo para hacer creíble argumentos tan delirantes y paranoicos en la mayoría de sus novelas.

No soy muy aficionado al ocultismo, probablemente porque prefiero encadenarme a un realismo a través del cual dar, y justificar, explicación a lo que solo, aparentemente, parece imposible, pero sí que me atrae aproximarme a los que sostienen que hay algo más de lo que vemos.

Si se lee a Wheatley está claro que sentía una fascinación morbosa por uno de sus contemporáneos. La bestia, así se hacía llamar, Aleister Crowley. Claro que quiero entender esa fascinación como la de un espíritu conservador, la de un hombre plácidamente acomodado al que le gusta observar desde un batiscafo esa parte del iceberg que oculta las aguas profundas del océano…

Y quiero pensar, en este sentido, que intentó exorcizar a través de sus novelas y con aliento adolescente esos miedos disfrazándolos con un fino pero atractivo barniz ocultista mientras imaginaba, al mismo tiempo, que podía transitar por el camino de los misterioso o demoníaco sin abandonar el que lo ataba al de la neblinosa realidad de su vida de dipsómano.

Creo así que Wheatley se sirvió del ocultismo para hacer carrera como narrador e inventor de historias densas y deliciosamente folletinescas en las que sus personajes se enfrentaban no al Mal absoluto, sino a los que adoran una oscuridad por la que su autor sentía un curioso pero reprimido apetito.

Basada en su novela La novia del diablo, y producida por Hammer Films y dirigida por Terence Fisher, la película del mismo título se estrenó a finales de una década en la que hubo como una especie de revival por el diablo y sus secuaces.

Tras el éxito de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), el mismo año, la productora británica que se había especializado en revisar con exquisito gusto los viejos monstruos de la Universal dotándolos de sangre y sexo a todo color, explotó el culto al demonio en un largometraje, La novia del diablo, en el que todavía late una fuerza que, tiempo al tiempo, terminará por convertirlo en clásico y en una de las mejores aproximaciones a esas supuestas sociedades oscuras que trabajan por y para el advenimiento en la Tierra de quien se conoce como Príncipe de las Tinieblas. ¡¡¡El diablorrr!!!

Protagonizada por Christopher Lee, que encarna al héroe de la historia, el experto en  artes negras Duke de Richeleau y el actor Charles Gray, una presencia habitual del cine británico de los sesenta y setenta –encarnó a Blofeld, la Némesis de Bond, en Diamantes para la eternidad–  La novia del diablo sugiere, más que muestra, algo mórbido en todo su metraje.

Y aquí radica la fuerza que aún sostiene un filme tan  British, tan años sesenta, tan pop y tan Hammer.

Un título, en definitiva, de cabecera para los que gustan de perder el tiempo viendo productos que, solo aparentemente, proponen la clásica lucha entre el bien –o el orden establecido, la aburrida realidad de las cosas que hay que defender por encima de todas las cosas– frente a un mal que invita al desenfreno. Al placer absoluto, a un caos que a mi se me antoja como una inquietante, salvaje por nihilista, proclama revolucionaria.

Cosas del Maligno.

La Hammer volvió a recurrir al diablo y a una novela de Wheatley en los años setenta intentando sacar provecho del impresionante éxito en taquilla obtenido por El exorcista (William Friedkin, 1973) y otras criaturas bastardas que se rodaron bajo su sombra como El anticristo (Alberto De Martino, 1974) con la interesante y mórbida La monja poseída (Peter Sykes, 1976).

Protagonizada por Richard Widmark, de nuevo Christopher Lee y una por aquel entonces jovencísima y en la plenitud de su belleza, Nastassja Kinski, el filme de Sykes insiste en las mismas constantes ocultista de Wheatley, solo que en esta ocasión la sociedad secreta ante la que debe combatir un escritor norteamericano especializado en estos temas (Widmark) es obra de un sacerdote excomulgado que se ha pasado al otro lado. ¡¡¡Al reverso tenebroso!!!

No cuenta desgraciadamente la película tras la cámara con el liderazgo de un poeta del horror como fue Fisher, pero aún así, por su falta notable de presupuesto que se suple con una rudeza sobresaliente, conserva un algo transgresor que la hace brillar como una insólita rareza en estos tiempos de pensamiento único que vivimos.

Que vivimos…

Ha sido recuperar estas dos cintas para darme cuenta que todavía estamos a tiempo para que el Señor de las Tinieblas ¿no campe a sus anchas en nuestro universo mundo?

Quiero pensar, como escribió ese contradictorio gran humanista que fue Arthur C. Clarke, “que nuestro papel en este planeta no sea alabar a Dios, sino crearlo.”

Saludos, lo que está arriba también está abajo, desde este lado del ordenador.

Formación, formación y menos revolución

Martes, Agosto 14th, 2012

En unos tiempos donde el monstruo de la crisis ha terminado por devorar el cine que hasta el día de ayer conocíamos en España, y con una industria audiovisual en franco retroceso ante la que nos está cayendo, la Universidad de La Laguna presenta un máster en Dirección y Producción de Cine Digital cuya matrícula, al precio de 3. 750 euros, cierra su plazo de inscripción este miércoles mientras yo ya no tengo tan claro si los burgueses son tigres de papel.

El máster nace, según apunta su director y profesor titular de Comunicación Audiovisual de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna, Fernando Iturrate, con la “intención es crear la figura del empresario productor y director: debes tener tu propia empresa para gestionar la película que vas a hacer.”

En la entrevista, el profesor Iturrate insiste en una de las consignas –porque ha terminado por convertirse en eso, consigna– que todo orate por las posibilidades de hacer cine en Canarias repite cada vez que tiene que respaldar su proyecto.

Es decir, sostener que la idea del máster es la de sentar la primera piedra para que Tenerife, “y, si es posible, toda Canarias” sea en un futuro un centro de estudios cinematográficos.

Director/empresario, referente en el estudio cinematográfico son algunas de las patas que esgrime Iturrate para defender un máster que, a mi juicio, si por algo se caracteriza será por su inutilidad en los tiempos que corren.

También, por lo que leo, por las ambiciones que encierra este proyecto ya que, me temo, al final desgraciadamente solo servirá para dar diplomas más que orientar a su alumnado a buscarse la vida en esto del cine que se hace en provincias.

No discuto las ventajas que, según Iturrate, tiene la Isla para transformarse en una especie de Hollywood para pobres a este lado del Atlántico.

El profesor enumera tres razones: buenos precios, bondad del clima e infraestructuras. Las infraestructuras, apunta, las proporcionará las instalaciones de la Facultad de Ciencia de la Información porque están “desaprovechadas.”

 -  ¿Voy bien, Camilo?

 - Vas bien, Fidel.

Para el profesor y director del máster: Canarias es “un mercado fantástico” para el cine.

Menciona los festivales que se celebran en las Islas aunque lamenta que no haya una  “unificación empresarial o de estudios” que los centralice. “Cada cual va por su lado”, se queja el profesor.

Ello me obliga a despiezar las razones por las que, según él, nace este máster.

Primera razón: Quiere generar directores/empresarios.

Segunda razón: Desea convertir el archipiélago en un centro de estudios cinematográficos

Tercera razón: Aspira a que se centralice toda labor relacionada con eso que llaman séptimo arte a este lado del Atlántico.

En fin…

… No me quita de la cabeza la sensación de que no tiene en cuenta que actualmente vivimos un proceso de reconversión profundo que obliga a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que la Universidad lagunera como su vecina en Gran Canaria vive como siempre de espaldas a la tenebrosa realidad en la que ya nos encontramos inmersos.

Me inquieta ese mensaje a los mundos de Yupi

Como me inquieta ese mensaje a los mundos de Yupi que aún alimenta el LEAC. Laboratorio de futuribles megaguionistas que pagamos todos a través del Gobierno de Canarias. 

Fernando Iturrate explica en la entrevista que el objetivo del máster es que sus alumnos “salgan con un proyecto empresarial y también con un proyecto cinematográfico. Así damos todas las opciones para presentarlo a posibles subvenciones de entidades públicas y privadas”, apunta.

- ¿Voy bien, Camilo?

- Si cierra los ojos, Fidel…

 La reflexión del profesor hace que me acaricie la cicatriz que me atraviesa el bolsillo y me pregunte ¿cuál ha sido su seguimiento sobre lo que se ha estado haciendo audiovisualmente hablando en Canarias?

¿Se ha preocupado la Universidad de ambas provincias en estudiar estos trabajos, la mayoría de ellos frustrados –para qué vamos a engañarnos– pero que han tejido lo que podríamos considerar cierto cine con sabor de aquí?

Salvo el excelente, pero mucho me temo que ya superado estudio realizado en su día por dos de los protagonistas de este fenómeno audiovisual, fenómeno insólito por sus dimensiones aunque irregular en cuanto a calidad y resultados, y que firmaron Josep Vilageliú y Jairo López, y que fue publicado en el séptimo número de la Revista de Historia y Estética del Audiovisual, Latente (Universidad de La Laguna), no creo que sea mucho el entusiasmo académico que debe de haber en las dos universidades canarias por abordar y reflexionar acerca de una realidad cinematográfica y audiovisual que si bien apenas trasciende fronteras forma parte del patrimonio cultural del archipiélago.

Fenómeno que ha creado en algunos casos extravagantes pero necesarias tendencias que vindican un cine indigente con sano espíritu de amor a lo que se hace.

Algunos de cuyos protagonistas, y otros, podrían dar lecciones magistrales de cómo es la figura del director/empresario que pretende abanderar este máster que cuenta en su cuadro de profesores con especialistas como Manuel Martín CuencaLola Mayo, entre otros.

Todos ellos personas con impecable currículum profesional pero muy en las antípodas de una realidad audiovisual como es la canaria que hasta el día de ayer se dividía entre cineastas oficialistas (los que recibían subvenciones) e independientes, gente ésta curiosamente que ha continuado haciendo cine al margen de subsidios y crisis satanizadoras.

En unos tiempos donde sospecho se va a recortar salvajemente, o quizá desaparezca definitivamente, las millonarias subvenciones que el Gobierno de Canarias dedicó en su día al audiovisual, no termino de entender, sin embargo, que los escasos recursos que quedan se inviertan en mantener cursos de formación bendecidos por la autoridad o en máster, éste con el distingo universitario, cuyo único fin es, para qué vamos a engañarnos, entregar diplomas a entusiastas que irán a engrosar las ya escandalosas filas de desempleados que pueblan este archipiélago marciano en el que habito.

- ¿Voy bien, Camilo?

- Vas bien siempre y cuando no digas ¡cámara y acción!

 - Perdón, Camilo.

- Perdonado, Fidel.

(*) Atención, pregunta, ¿a qué filme corresponde la imagen que ilustra este post?

 Saludos, buenas noches y buena suerte, desde este lado del ordenador.

Dos tristes noticias

Lunes, Agosto 13th, 2012

NIDIA

Me entero, con amarga sorpresa, del fallecimiento hace ahora un año, de Nidia Fajardo Ledea, Puchi, a quien tuve ocasión de conocer durante su la larga estadía en la isla de Tenerife a finales de los 90 y principios del siglo XXI.

Nacida en Manzanillo en 1958 y fallecida en La Habana en agosto de 2011, Fajardo Ledea fue ensayista y escritora, y una mujer que no descansó para reivindicar la vida y obra del escritor Gastón Baquero.

Graduada en Filología Hispánica, especialidad de Literatura Cubana, en la Universidad de La Habana donde impartió clases en los años 80 y principios de los 90, en su producción destaca la antología de poesía cubana De transparencia en transparencia (La Habana: Editorial Letras Cubanas), la novela Poniendo los sueños… de penitencia (Encantada de conocerme) (Madrid, Betania, 2002) y del relato El amortajado (Madrid, Betania, 2003), escrito junto a su marido José Fernández Carpintero. La escritora obtuvo en 2001 el segundo premio de cuentos de CajaCanarias por Mis vicios lucirán con esos deliciosos colores del veneno.

Tras la muerte de su marido, Nidia Fajardo se trasladó a la capital tinerfeña, donde se integró en su pequeño universo cultural y puso en marcha un blog, Puchi en alguna parte, que invito a que visiten si pinchan este enlace. 

UNCLE JOE

Fallece el gran dibujante de tebeos norteamericano Joe Kubert. A él le debemos, entre otros personajes, las aventuras bélicas del Sargento Rock,  así como As Enemigo, en las que ilustró las hazañas de un pilo alemán de la I Guerra Mundial, Barón Hans Von Hammer, inspirado en Manfred von Richthofen, que ha pasado a la Historia como el Barón Rojo.

Junto a John Severin, Alex Toth y Russ Heath, Kubert fue a mi juicio uno de los grandes del cómic norteamericano de la segunda mitad del siglo XX. Un notable dibujante para reflejar caracteres con solo un trazo y una capacidad insólita para dibujar con realismo máquinas de guerra que iban desde los bi y triplanos de la Gran Guerra, a la artillería pesada que se empleó durante la II Guerra Mundial.

Kubert, que tiene dos hijos, Andy y Adam también reconocidos dibujantes, fue responsable de la serie Hawkman, un épico súper héroe para la DC.

Saludos desde este lado del ordenador.

¿En el espacio nadie escucha tus bostezos?

Domingo, Agosto 12th, 2012

Es curioso como las cosas se tuercen con el paso de los años.

La primera vez que vi Alien, el octavo pasajero, fue en un palacio que se llamaba Cine Víctor si la memoria no me falla rodeado de un grupo de amigos entusiastas por el fantástico que ya habían juzgado la película –mucho antes de verla– como un clásico moderno de la ciencia ficción.

Un amigo en concreto, un tipo inquieto y con ligero parecido a Ron Jeremy, el astro fiqui del cine porno, fue el primero en vendernos las bondades y hallazgos de una cinta mucho tiempo antes de que se estrenara en las salas de esta isla abandonada de las manos de los dioses.

Incluso llevó al colegio para reafirmar su autoridad en el asunto el costoso volumen para la época que editó la revista Tótem dedicado íntegramente al filme de Ridley Scott. Más tarde, incluso, adquiriría álbumes donde se mostraba el trabajo de H. R. Giger, el padre de la criatura de cabeza con forma de plátano y que hizo realidad el diseñador italiano Carlo Rambaldi, recientemente fallecido y responsable también de E.T., el extraterrestre a quien los hermanos Calatrava rindieron una parodia en ese clásico del cine de cuyo nombre no quiero acordarme que es El Ete y el Oto.

Con esto quiero decir que cuando vimos Alien, el octavo pasajero todos estábamos condicionados a que íbamos a ver algo así como 2001: Una odisea espacial, solo que más entretenida. Con mucha más acción y menos discurso profundo sobre el dichoso milagro de la existencia.

Debo de escribir, sin embargo, que Alien, el octavo pasajero no respondió a mis expectativas. Que esperaba mucho más de la película pese a que aún conservo escenas congeladas en algún rincón del disco duro de la memoria como es la del bicho saliendo del vientre del actor John Hurt o la del androide que hacía Ian Holm relatándoles a los miembros de la tripulación Nostromo los pérfidos planes de sus jefes.

Allá, en el lejano y ultracapitalista planeta Tierra.

El Alien aparecía poco, pero sí que provocaba cierta inquietud saber que aquella especie de cucaracha gigante caminaba como Dios por su casa por la nave mientras iba exterminando uno a uno a los protagonistas de la cinta salvo a Sigourney Weaver, que hacía de valerosa amazona.

¡¡¡Teniente Ellen Ripley, presente!!!

Al finalizar la película se produjo más o menos el siguiente diálogo entre los amigos:

- Habrá segunda parte.– ladraba entusiasmado el colega con ligero parecido a Ron Jeremy– Está claro que el Alien se encuentra dentro del cuerpo del gato.

- Pero, pero ¿cómo es el bicho porque yo no lo he visto….?- Comentaba otro.

- Tiene doble mandíbula y su sangre es como ácido y…

- Pero, pero ¿cómo es el bicho?- insistía ese mismo otro…

- A mi me caía bien el robot.- comentaba el más triste de todos nosotros para poner fin a la discusión.

- Era un androide.- corregía rápidamente el amigo con ligero parecido a Ron Jeremy mientras nos dirigíamos a tomar un perrito caliente.   

Lamento escribir que la historia no le dio la razón a mi amigo con pinta de Ron Jeremy.

De hecho, Aliens, la continuación, presentaba a una brigada de marines especiales y espaciales que se enfrenta contra todo un ejército de bichos en la que, a mi juicio, continúa siendo la mejor película de las cuatro que se han rodado hasta la fecha sobre tan depredadoras criaturas.

Mis razones tengo para escribirlo.

Sobre todo porque quise ver en el Aliens de James Cameron un producto que sentó las bases por las que ha degenerado en los últimos años ese cine que llaman de acción.

Solo que sin la gracia ni la mala hostia y sobre todo el espíritu rancio y militarista con el que supo disfrazarla el tipo que más tarde me hizo recuperar la tragedia del Titanic y sentirme un estúpido dibujo animado en tres dimensiones con Avatar.

También, la de descubrir con Terminator 2: El juicio final que el océano de los súper héroes de tebeos podía llevarse a la pantalla grande con toda su imbécil credibilidad como en la actualidad lo demuestran todas esas películas protagonizadas por mutantes empeñados en salir del armario o adolescentes con picores arácnidos.

Las otras dos secuelas que continuaron explotando el fenómeno Alien son curiosidades para aficionados en las que se explota el espíritu de una película que como Alien, el octavo pasajero, fue algo así como un clásico moderno del cine de ciencia ficción.

O la puesta de largo de un género que hasta ese momento no había salido de una despistada adolescencia y que ahora, por fin, se atrevía a cruzar el umbral que lo separaba del ecosistema adulto.

2001: Una odisea del espacio fue una excentricidad de Stanley Kubrick, quien más tarde se reconcilió con aquella pibada que reclamaba la película de ciencia ficción definitiva con su La naranja mecánica. Pero ésta, más que de ciencia ficción,  fue otra cosa. Como otra cosa fue El planeta de los simios o Cuando el destino nos alcance

… Filmes que pertenecen a otro planeta o a otra dimensión. Dos joyas que aún resplandecen y que merecen algo así como veinte premios Nobel.

Todo esto viene a colación de la supuesta quinta entrega de Alien.

Prometheus –así, con h intercalada– que dirige ese esteta llamado Ridley Scott.

Se trata de una película que aún no he visto pero de la que me llegan noticias a través de quienes sí la han visto radicalmente contrarias a las que me acribillaron cuando en el cine Víctor acudí al estreno de Alien, el octavo pasajero.

Un amigo cachondo que no tiene nada que ver con el que tiene ligero parecido a Ron Jeremy escribe en Facebook: En el espacio nadie puede oír tus bostezos.

Otro, escritor, parece que se lleva las manos a la cabeza tras verla… Su correo no tiene desperdicio para recomendar a quien ahora mismo está escribiendo estas líneas que no cometa el error de ir a verla.

No añade que no me gaste el dinero de la entrada por hacer que la vea…

Tampoco me recomienda que la baje de Internet.

Solo me advierte, resumiendo, que es una fuerte mierda.

Lo de fuerte mierda es una reflexión particular porque mi amigo escritor viene a decir lo mismo pero con otras palabras. Mucho más bonitas y mucho más elaboradas.

No sé si iré a ver Prometheus. Aunque es probable que lo haga porque es la única ocasión en la que puedo ir al cine con uno de esos amigos que parece que no existen salvo en las novelas.

El problema, como le insisto últimamente a ese mismo amigo, es que todas las películas que hemos ido a ver juntos en los últimos tiempos –todas ellas de ciencia ficción– son, vuelvo con el exabrupto, una puta mierda.

Aunque siempre es una buena ocasión, antes de entrar a ver la mierda y después de salir de verla, de ponernos a hablar de nuestras cosas.

Y contar con alguien a quien le puedes abrir el corazón en estos días de colosal desmoronamiento es como un milagro. O como estar frente a un Alien sin apetito. 

Ya se lo comenté la semana pasada, donde tuve que frustrar nuestra asistencia al cine por un problema familiar que no viene al caso: “Amigos y enemigos coinciden con Prometheus: es una mierda.”

-A mi me han dicho lo mismo, pero ya estamos acostumbrados ¿no?

Imposible rebatir una verdad vestida con tanta guasa.

El problema es que, condicionado como estoy a ver una mierda, empiezo a pensar sí realmente merece la pena ir a Prometheus. Tengo la sensación de que es como jugar con un político. Sabes que vas a perder pero no dudas en votar cada cuatro años para que te siga tomando el pelo.

Esto me hace pensar en lo que podría ser una de Alien si la dirigiera el cineasta con más solvencia y conciencia radical que aún sobrevive en las colinas de Hollywood.

Un tipo, John Carpenter, que con apenas cuatro dólares es capaz de contarte una invasión extraterrestre que todos los indignados del mundo deberían de revisar en su filmoteca de cabecera.

Se titula Están vivos (1988).

Y en ella los etes están entre nosotros.

De hecho, cuenta la cinta, son los etes y no los otos (nosotros) los que dominan el mundo.

Te pones unas gafas de sol y ves en blanco y negro la penosa realidad en la que estamos inmersos.

Pero ya nada es como antes.

Prometheus

Me pregunto qué pensará mi amigo con ligero parecido a Ron Jeremy de la última de Ridley Scott.

Será cuestión de llamarlo.

Claro que ¿no se habrá muerto? 

Saludos, iré, no iré a verla, desde este lado del ordenador.

Qué grande fue el cine

Sábado, Agosto 11th, 2012

Entre otras muchas debilidades, confieso mi extraña adicción al cine italiano de los años cuarenta y cincuenta. Los expertos, que son esos señores de cabellera espesa y espejuelos con culo de botella, conocen este periodo como Neorrealismo…

Un cine áspero y duro, sin apenas concesiones, que hoy visto desde la distancia y el retroceso de nuestros infantiles días, se antoja como imposible de recuperar porque su discurso, si bien encaja con la que nos está cayendo, no resulta recomendable para los que nos facilitan entretenimiento con la forma de crisis satánica, líos del corazón y héroes disfrazados.

Lo que me molesta, lo que me irrita aunque no me quite el sueño, es que  los que se refugian en lecturas y películas para alimentarse digamos que espiritualmente, no se hayan percatado de lo que fueron capaces de hacer los italianos por el cine en ese período que merece un capítulo aparte en las Enciclopedias dedicadas a lo que se llama como séptimo arte…

¿Arte?

¿Fue un arte, verdad? 

Aquel grupo de iluminados, de profetas, narró pequeñas grandes historias de hombres y mujeres de la calle a los que el peso de la Historia arrolla o intenta arrollar. En algunos casos, incluso, mostraron como algunos pudieron salir adelante y lamer, como pudieron, sus heridas y en otras reflejaron con crudo realismo su fin.

Un fin en el que, efectivamente, el hombre está condenado a ser libre.

La noche del viernes, de una sauna indescriptible, me planteé volver a ver tres títulos de un cineasta que hizo carrera en eso que llaman Neorrealismo como si de un maratón de las Olimpiadas se tratara.

Y el caso es que todavía digiero el impacto que estas tres películas, firmadas por Vittorio De Sica, han supuesto para mi todavía capacidad de entrega al cine como un oasis de reflexión y, si quieren, inquietante esperanza.

Un oasis al que poder recurrir y saciarme cuando lo veo pese a que tenga constancia que ha ido perdiendo, y a mi juicio con el paso de los años, su capacidad de asombro. De conmover y agitar conciencias.

Se tratan pues de tres películas que nadie debería de perderse para entender la grandeza del cine. También de lo que fue el cine italiano de aquellos años.

De sorprenderse por su capacidad de autocrítica, de retrato feroz de un país literalmente empobrecido narrándonos sus miserias a través de una de serie de personajes que por su humanidad trascienden pantalla.

En este aspecto, considero que no pueden dejar de ser tan humanas películas como El ladrón de bicicletas y Umberto D. Crónicas despiadadas de hombres sencillos al que el peso de los acontecimientos terminan por aplastar como si fueran cucarachas.

¡Grande Carlo Battisti!, el jubilado que rompe el corazón en esa tragedia que rompe el corazón que es Umberto D.

¡Grande Lamberto Maggiorani!, el ladrón involuntario de bicicletas…

¡Grande Cesare Zavattini!, el escritor que hizo posible estas tres historias que, reitero, tienen aún la enorme facultad de romper el corazón…

El tono cambia, dentro de su implacable dramatismo, con esa delicada pieza de orfebrería de los sentimientos que continúa siendo Dos mujeres. Con una Sofia Loren en la que quiero encontrar el carácter de la mujer italiana.

Una especie de colosal reinterpretación de la mamma latina capaz de todo por el bienestar de su hija mientras la Guerra se va desmoronando  dejando a su paso la terrible huella de la postguerra.

No sé si el visionado maratoniano de estas tres películas ha servido de algo en unos tiempos donde todos parecemos intentar escapar de la realidad, pero me siento mejor tras llorar, esa es la verdad, con tres historias que me obligan a pensar que el cine, efectivamente, fue grande.

También a reflexionar que gracias a películas como estas tres que he citado y otras tantas que realizaron cineastas que no fueron de Sica, contribuyen a que observe el espectáculo del desmoronamiento en el que me ha tocado ser uno de sus tantos ladrones de bicicletas o Umberto D. con otra perspectiva.

Con otros ojos, con una melancolía digamos extraña que, afortunadamente, suaviza la belleza que encierra ese plano de Dos mujeres en el que madre e hija se abrazan tras haber atravesado un calvario que solo es el principio por el que estamos ahora mismo transitando aunque nubes oscuras nos impidan ver.

Por eso, y por otras muchas cosas más, dejar que la noche del viernes se muriera mientras me quedaba hasta las tantas con la vista pegada ante la pantalla del televisor merece que reivindique la fuerza de un arte, el cine, que no fue menor como es el de nuestros días.

Esto me hace pensar porqué el cine –y las demás artes, porque ninguna se disuelve, toma sentido, atrapa lo que hay– se ha vuelto con el paso de los años tan ñoño. Tan vacío, tan sin sustancia.

Y que me pregunte las razones de por qué ese miedo a reencontrarnos con lo que unos clásicos que en condiciones mucho más complejas que las que vivimos en nuestra farsa actual, sí que se atrevieron a hacer mientras en mi tiempo la mayoría de los artistas, de los culturetas, de los que tienen el deber de alimentarme intelectualmente obvia y me hace parecer memo si cuestiono sus memeces.

Lo que yo considero mis clásicos no lo dudaron ni un instante cuando había que hurgar en la llaga. Sabedores que solo a través del sufrimiento y la risa podemos llegar a pan, amor y fantasía.  

Indignarnos, compadecernos, riéndonos incluso para alcanzar a ser algo tan complicado como personas y no idiotas durmientes como revelaba esa obra reciente que es Matrix. Con todas sus irregularidades, con todo su enfermizo sentido de la estética como esperpento virtual.   

Veo, ya contaba, de una sentada y sin apenas pausa estas tres grandes películas. Y cuando acaba la sesión, roto pero más fuerte por dentro, escucho el canto de un grillo que debe de andar por casa y pienso, mientras telegrafía su música, que el caos en que últimamente ha sido mi conciencia se serena.

Se relaja…

Y todo por tres películas.

Efectivamente, qué grande fue el cine. 

(*) La imagen corresponde a ese brutal retrato de la soledad que es Umberto D.

Saludos, hay esperanza para cambiar. Basta con perder el tiempo viendo estas películas, desde este lado del ordenador.

¡¡¡Curro Jiménez nunca muere, bastardos!!!

Jueves, Agosto 9th, 2012

Sancho Gracia logró algo insólito en un país acostumbrado a hurgarse el ombligo solo para sacarse la roña.

Lo insólito de Gracia y ahí radica la gracia, –amos, amos con esas patillazas- es que se metió en el bolsillo a los ciudadanos de este país –y de otros lares, no vayan a creer ustedes– con un personaje, y una serie de televisión, Curro Jiménez, que a su manera contribuyó a mirar con desparpajo y mucho cachondeo el pasado de Expaña para subrayar la mitología del súper hombre tal y como la entiende o entendía el español de toda la vida: cuando ama, ama de verdad. Y cuando le tocan las pelotas no pregunta sino que responde sacando la faca. La navaja.

También sirvió Curro Jiménez para explicarnos a los chavales de aquel entonces que en la compleja Guerra de Independencia para echar al francés del territorio peninsular, un grupo de descamisados se escapó al monte para hacer la guerra a su manera.

Esta forma de guerra, conocida como guerrilla, creó parafraseando a Ernesto Guevara algo así como muchos Vietnam en un país que comenzaba a tomar conciencia de sí mismo. Y esa conciencia le debe mucho a guerrilleros broncos que, como el Jiménez televisivo, representaba una España hambrienta y feroz que, pese a que digan lo contrario los letrados, aún late en el corazón de esta nación.

Vista con distancia y cierta perspectiva, Curro Jiménez no deja de ser una curiosa reinterpretación de Robin de los Bosques solo que ambientado en las sierras de mi querida Andalucía.

Junto a Curro Jiménez (Sancho Gracia) cabalgaban a su lado trabuco en mano el inolvidable bruto de buen corazón, El Algarrobo (Álvaro de Luna); El Estudiante (José Sancho) y El Fraile (Francisco Algora), una especie de nuestro fray Tuck.

Al morir en uno de los episodios El Fraile, fue sustituido por otro representante de la raza celtibérica, El Gitano (el especialista Eduardo García), cuarteto que en la mayoría de los episodios se medía contra el francés y los afrancesados al son de la inolvidable y chirriante banda sonora de Waldo de los Ríos.

No sé cuantas veces jugué en la calle tras pelearme con los amigos a ver quien hacía de Currro Jiménez, El Algarrobo, El Estudiante, El Fraile y luego El Gitano. Sí que recuerdo que los personajes más demandados eran el mismo Curro Jiménez y El Algarrobo, pero que no pasaba lo mismo, de hecho nos daba igual, si en el sorteo te tocaban los otros protagonistas.

La verdad es que Sancho Gracia, que fue como un actor al que le interesaba más la acción que dotar de cierta dimensión psicológica a sus personajes, ya había probado y con éxito su afición a un cine despreocupado y cotufero en una serie de películas donde como secundario hacía de pistolero o macarra de gatillo fácil.

A él le debo, además, y de ahí mi reconocimiento, que leyera a tierna edad una de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos, Los tres mosqueteros, al interpretar al intrépido D’Artagnan en la telenovela del mismo título.

¡Data de 1971!

¡Cómo pasa el tiempo, demonios!

Sin embargo, si por algo reconozco a Sancho Gracia –hombre que se parecía casi como hermano gemelo no ya por físico sino por carácter con el padre de un buen amigo mío– es por sus trabajos en la televisión en unos tiempos donde la pequeña pantalla de este país no resultaba tan idiota como la de nuestros días.

Vale, solo había un canal y un poquito más tarde dos, pero la pagaba el contribuyente y  las cosas se hacían con otro estilo. Con otra forma. Había o hubo, no sé, como un respeto hacia y con el espectador.

Y Sancho Gracia fue como un fijo en la edad de oro de las series de televisión con marca de fábrica nacional.

Solías verlo en Estudio 1 (¡Doce hombres sin piedad!), también en Los camioneros y mucho más tarde en Curro Jiménez. Que fue el papel de su vida, el que le dio popularidad… Tanta, que intentó continuar explotándola en una vergonzosa versión de El Zorro, solo que en la España ocupada por los ejércitos napoleónicos, que respondía al nombre de La máscara negra.

Fumador empedernido, amigo de la jarana y algo chulapo, los ochenta no fueron buenos tiempos para el artista. Aunque en esta década interpretó otro de los grandes papeles para la televisión por lo que sigue siendo recordado por los aficionados que lamentamos su muerte.

En Jarabo, primer episodio de la reivindicable La huella del crimen, serie creada por Pedro Costa Musté, y a las órdenes de Juan Antonio Bardem, Sancho Gracia se puso en la piel de un viva la vida con inquietante parecido no solo físico sino existencial con el actor.

Merece y muy mucho recuperar este capítulo. En especial, a mi juicio, porque Gracia, más que actuar hace de sí mismo que fue lo que hizo prácticamente toda su vida cuando se ponía frente a las cámaras. Es decir, que le bastaba con su personalidad arrolladora para llenar pantalla.

En este sentido, y que quede constancia de una vez, me quedo con el Sancho Gracia que vi y aprendí a querer y respetar en la caja tonta y no tanto, tonto, con el que me vendía en la pantalla grande.

Así que entiendo como modesto pero descafeinado tributo a su memoria el que fue su último papel protagonista: 800 balas del siempre excesivo Álex de la Iglesia, quien volvió a solicitar sus servicios en esa excéntrica crónica de la historia del siglo XX de este país que es la frustrada y frustrante Balada triste de trompeta.

Me quedo, y lo asumo, con el Sancho Gracia con el que fui creciendo mientras contemplaba una televisión que, ya digo, primero fue en blanco y negro y más tarde probó el color y que hoy, es mi parecer, da enojosos pasos hacia atrás como la economía de este patético país.

Un país, Expaña, tan necesitado hoy de gente como Curro Jiménez.

Ya saben, de supuestos bandoleros que roban a los ricos para repartir el dinero entre los pobres que somos casi todos… 

Saludos, mientras Sancho Gracia fuma y requetefuma en tierra de nadie, desde este lado del ordenador.