Archive for Mayo, 2013

Harry Harryhausen y los argonautas

Martes, Mayo 7th, 2013

Imagino que Ray Bradbury lo recibirá en el otro mundo con los brazos abiertos. Que le  gritara nada más verlo aparecer algo así como: “Ya estamos juntos, amigo… Te echaba de menos, ahora cojamos el cohete y despidámonos de ese puñetero planeta hoy tan preocupado en ser infeliz…”

Con la ausencia de Ray Harryhausen no es que muera una forma de entender y amar al cine, es que con la muerte de Ray Harryhausen desaparece una manera de hacer cine cuyos efectos hoy contemplamos como clásicos.

Vive, afortunadamente, en la imaginación de todos aquellos espectadores que se curtieron viendo las películas donde su talento prodigioso hizo posible que Jason se enfrentara a un ejécito de esqueletos vivientes, o que Perseo se midiera cara a cara con el Kraken en la primera y original Furia de titanes, entre otras cintas donde el artista, el mago de la técnica de la stop motion, hizo posible lo imposible antes de que irrumpieran los efectos digitales. 

La grandeza de Harryhausen, que fue un hombre tranquilo, amante de la imaginación y los mitos clásicos, es que a medida que maduraba en su trabajo su nombre terminó por sonar más que el de los cineastas con los que trabajaba.

En este sentido, ¿alguien recuerda quien dirigió Jason y los argonautas?, menciono esta película porque a mi juicio es el trabajo del que mejor guardo recuerdo de Harryhausen, anque su mano se aprecie tambén en títulos como La isla misteriosa, Simbad y la princesa, El viaje fantástico de Simbad, Simbad y el ojo del tigre o El gran gorila, uno de sus primeros filmes y en el que trabajó a las órdenes de Willis H. O’Brien, nombre que contribuyó a que nos creyeramos y que aún nos creamos la increíble tragedia de King Kong.

King Kong fue de hecho la película que encendió la imaginación de un adolescente Harryhausen y que lo aproximó a un tímido muchachito que se dedicaba a escribir relatos al que también llamaban Ray.

Poco imaginaban por aquel entonces que los dos Ray trabajarían juntos en una de esas insólitas películas de serie B de los años cincuenta titulada El mosntruo de tiempos remotos, filme que selló si cabe una amistad que apenas se quebró con el paso de los años.

Como espectador, como consumidor de todo aquel cine poblado de criaturas fantásticas y argumentos delirantemente camp, las animaciones de Harryhausen fueron algo así como señas de identidad. Es verdad que vueltas a ver ya no resulten a las generaciones que se han educado con la velocidad tan espectaculares como en aquellos tiempos donde sí que fueron rompedoras, pero es que incluso así, apreciando el paso implacable del tiempo, destilan una magia que las hace indestructibles.

Un cienasta gamberro pero hoy domesticado por Hollywood como Sam Raimi le dedicó un entrañable homenaje a ese cine palomitero pero también salvaje en la tercera y más descaharrante entrega de Posesión infernal, El ejército de las tinieblas.

Un tributo que incluso rodado con la torva distancia del fan que comenzaba a curtirse en el cinismo de la industria, no deja de tener su encanto.

El encanto de las cosas hechas con amor a la causa. El encanto de hacer posible que lo inanimado cobre fantasmagórico movimiento en pantalla.

El mejor tributo que le podemos hacer todos los que lamentamos la ausencia de Ray Harryhausen es preparar un programa doble en nuestros televisores.

Yo veré esta noche, así me lo dicta la conciencia de aficionado, Simbad y la princesa y Jason y los argonautas. Dos de los mejores trabajos de su carrera. O al menos dos de las películas en  la que descubrí no el trabajo de sus actores ni del cineasta que, detrás de las cámaras, gritaba ¡acción!, sino a Ray Harryhausen.

El mago, el maestro, el hombre que como Bradbury jamás renegó de su espíritu de Peter Pan.

Saludos, en busca del vellocino de oro, desde este lado del ordenador.

Vázquez Figueroa, más allá del bien y del mal

Martes, Mayo 7th, 2013

Podrá o no gustarte sus novelas pero Alberto Vázquez Figueroa pertenece, por fin y tras años de constante trabajo, a ese territorio que lo ubica más allá del bien y del mal.

He seguido así su trayectoria pública más que literaria a lo largo de estos años porque me resulta un personaje sorprendente que ha logrado quitarse de encima las cadenas regresivas que impone el territorio insular, por lo que entiendo al personaje como un escritor e inventor y lo que quiera acostumbrado a decir lo que le viene en gana sin miedo a despertar posibles hostilidades.

Durante unos años fue un fijo en la Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife, donde asistí a la mayoría de las ruedas de prensa que ofreció no para hablar de su último libro sino de sus inventos con una fe en la que creí encontrar a un hombre capaz de firmar un pacto con el mismísimo Satanás para que le hicieran caso.

No sé como le habrá ido en su aventura como profesor Franz de Copenhague, pero su presencia, habitual en ese encuentro con la literatura en la calle que este año corrió peligro de enclaustrarse, se convertía en uno de los momentos más entretenidos y en ocasiones surrealistas que viví en mis años de servicio cuando el escritor de notables éxitos comerciales enviaba literalmente al carajo, o al cubo de la basura, o a la mierda para que me entiendan, la mayoría de sus libros porque él de lo que quería hablar era de sus inventos.

¿Excéntrico?, ¿provocador? No lo creo, en todo caso un reflejo defensivo natural al ninguneo al que ha sido sometido por parte de cierta crítica especializada en eso que llaman alta literatura y a unos escritores empeñados en calificar lo que escribe de facilón cuando continuo pensando que no debe ser nada fácil vender lo que ha vendido este señor a lo largo de su ya larga y prolija carrera.

Porque durante un tiempo, y secuela que aún le permite continuar en activo publicando prácticamente uno o dos libros por año, Vázquez Figueroa fue una marca. Es decir, que la gente compraba sus novelas no por el título, ni siquiera por el argumento que venía impreso en la contraportada, sino porque se trataba de un nuevo título de Alberto Vázquez Figueroa.

Sin querer entrar en cuestiones más complejas, y confesado pese a todo que no soy un lector regular de sus obras porque me llaman otros estilos y géneros, leo esta mañana –mientras hago una de esas colas en el banco donde parece que el tiempo se congela– una entrevista en la que dice que si este año no lo invitaron a la Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife y de Las Palmas de Gran Canaria fue porque “no tienen dinero ni para pagarme el billete de avión”, añadiendo a continuación que por ahora no tiene pensado escribir más sobre el archipiélago porque entre las novelas, películas y series de televisión que han adaptado esas mismas novelas, nunca contó con “financiación de las Islas”.

Vázquez Figueroa olvida el escándalo, remoto ya en la noche de los tiempos, que se generó en torno a Océano, una de las primeras piedras que entorpecieron el camino de la hipotética y fantasmagórica industria audiovisual canaria, e historia chiripitifláutica a la que espero algún día dedicar un post retrospectivo.

“¿De qué me ha servido?”, se pregunta hastiado el escritor.

“De nada. De Canarias he escrito más que suficiente. Hice lo que quería hacer sin esperar nada a cambio, ni dinero, ni ninguna medalla. Ni un solo político me ha dicho gracias” sentencia el autor de Como un perro rabioso y Tuareg.

Y no le falta razón. Razón que me anima a exigir desde este su blog que Alberto Vázquez Figueroa, con todas sus luces y sombras porque todos tenemos nuestras luces y sombras, reciba algún día una Medalla o, mejor, el Premio Canarias de Literatura si estos galardones se toman en serio de una vez y dejan de lado molestas e inclasificables conveniencias.

Puestas las cosas como están, si todavía nos queda alguien que se lo merece es, precisamente, Alberto Vázquez Figueroa, para un amigo el último orate que nos queda en este archipiélago abandonado de la mano de los dioses…

Saludos, decíamos ayer…, desde este lado del ordenador.

Pasa la tormenta, una novela de Tomás Felipe

Lunes, Mayo 6th, 2013

“- ¿Te estas quedando conmigo?, ¿eh, godita…? ¿Te estás vacilando de mi…?

Yo me quedé petrificado, sin saber qué hacer. Algunas personas pasaban junto a nosotros sin prestarnos mayor atención, acostumbradas, sin duda, a escenas como esta. Nuria permanecía impasible, sonriendo como si tal cosa. Se me hizo un nudo en la boca del estómago. Joder, pensé a toda velocidad, mira que le dije que no abriera la boca…”

(Pasa la tormenta, Tomás Felipe, colección Serie Negra, Baile del Sol Ediciones)

Me sorprende y me divierte Pasa la tormenta, segunda novela que publica Tomás Felipe (Cádiz, 1957) en la que propone una curiosa visión futurista de Gran Canaria e isla en la que su protagonista, un abogado abonado a toda clase de sustancias excitantes y a la ingesta de enormes cantidades de alcohol, se ve inmerso en una trama de tintes negrocriminales que ha logrado atraparme y seducirme como lector.

Tomás Felipe tiene la capacidad de hacer creíble el territorio que toca, y con apenas dos o tres pinceladas dar verosimilitud a una isla, unas islas, cuyo futuro presenta tenebroso en una Unión Europea que ha reinstaurado la pena capital: “Imagino que habrás leído lo referente a los dos casos de pena capital desde que esta se reinstaurara en Europa, pero si se os ha olvidado algo, os refresco la memoria… El primer caso fue el de aquel mecánico de Avilés que mató a martillazos a su madre, a su esposa y a sus dos hijos para después irse tranquilamente a un centro comercial a ver una película, antes de entregarse a la policía. El segundo caso fue el de aquel fundamentalista cristiano que disparó desde su coche a toda una fila de alumnas del colegio musulmán de Tarragona mientras hacía cola a la entrada del mismo, matando a seis de ellas e hiriendo de gravedad a nueve más… En ambos, las perspectivas de la defensa insistieron en lo mismo, “trastorno mental transitorio”, en buena lógica claro, pues ¿quién en su sano juicio sería capaz de matar a sus propios hijos y luego irse a ver una peli? ¿Quién en su sano juicio mataría a sangre fría a un grupo de niñas solo por llevar un pañuelo en la cabeza? Pero el veredicto fue invariable, culpable. Y la sentencia también, muerte.”

En este escenario oscuro y pesimista, en el que parece que ya no cabe ninguna esperanza, es en el que se desenvuelve su protagonista, Ángel, un bala perdida pero de familia bien, a quien su bufete de abogados le encarga la defensa de un subsahariano acusado de matar a tiros a cinco personas en la obra en la que trabajaba como inmigrantes clandestino.

La Isleta transformada en una gigantesca prisión de máxima seguridad, helitaxis que sobrevuelan los cielos de una capital de provincia con insalvable problema de tráfico, barrios marginales como el de La Vega de San José donde no se atreve a entrar ni la misma policía y que maneja con mano de hierro un mafioso que se hace llamar Bin Laden son solo algunos de los elementos que utiliza el escritor para dar credibilidad a una novela cuya línea argumental crece en vez de decrecer, y en la que Tomás Felipe plantea siempre con un agradecido verismo una denuncia con todas sus letras a la explotación del hombre por el hombre. Realidad, viene a contar, que por mucho que evolucionemos tecnológicamente no significa que, como sociedad, progresemos moralmente.

Pasa la tormenta está narrada en primera persona por su protagonista, Ángel, un perdedor que, pese a su renuncia, pese a sus fracasos, no pierde la ironía a la hora de enfrentarse a la dolorosa vida diaria siempre y cuando tenga a manos sus pastillas milagrosas y a quien le encargan que asuma la defensa de un hombre, un inmigrante subsahariano, que es el principal sospechoso de un caso aparentemente perdido.

Contará a lo largo de su investigación con los servicios de una aguerrida periodista catalana, Nuria, y con un policía atractivo pero taimado, Pino, para evitar que el acusado del quíntuple crimen sea condenado a muerte. Y así, como en toda novela de género que se precie, el escritor nos irá revelando que no todo es lo que parece.

Tiene Pasa la tomernta además la capacidad de embrujar al lector, sobre todo en lo que podríamos considerar su segunda mitad, y consigue que leas atentamente sus páginas con el fin de averiguar cómo solucionará los diferentes cabos que va dejando sueltos a lo largo de sus páginas.

Y lo logra, porque en ningún momento Tomás Felipe se deja arrastrar por sus personajes, personajes que en todo caso pone al servicio de una historia que se caracteriza por su notable sentido de la acción y del tempo narrativo sin camuflajes estéticos ni estilísticos.

Le estoy agradecido así al autor por haber logrado conmoverme y emocionarme con Pasa la tormenta, título que entre otras pretensiones tiene el objetivo de entretener.

En este sentido, y partiendo de la base que me vale su estrategia como producto de entretenimiento, su autor va más lejos del simple hecho de hacer pasar un buen rato.

Quizá sea esto lo que explique que haya leído sus casi doscientas cuarenta páginas en apenas unos días, sorprendido por la atrevida propuesta que Tomás Felipe hace del género negrocriminal que en la actualidad se escribe en España, así como el que se conoce como de ciencia ficción.

Porque esta novela con atributos es, reiteramos, una inteligente fusión entres ambos géneros que a mi me recordó, aunque sean historias radicalmente opuestas, a El hombre demolido, la obra maestra de Alfred Bester, y título en el que el escritor norteamericano fusionó con clase y elegancia los tópicos más rabiosos de la novela policiaca con los de la ciencia ficción de su tiempo.

No creo así que Pasa la tormenta deje indiferente a nadie. En especial a aquellos lectores que se han curtido en lo que podríamos denominan como pulp fiction, literatura de bolsillo para todos los públicos en la que subyace mensajes con calado.

Tomás Felipe tiene además el atrevimiento, y sale muy bien de la experiencia, de introducir al lector en la cabeza del acusado para entender las razones que lo llevaron a cometer los asesinatos en tres de los capítulos más sentidos y profundos de esta novela cuyos efectos aún agitan mis neuronas mientras redacto estas líneas.

El autor narra toda esta aventura con una sencillez aplastante, e incluso se permite un final con cierto aroma de redención que deja buen sabor de boca. Describe además situaciones complejas con estilo y da, insistamos en ello, verosimilitud a un futuro en el que a triunfado la apariencia por encima de las formas.

(*) Tomás Felipe es autor también de Extraños en su mundo, novela publicada en la colección F&CF Fantasía y Ciencia Ficción de Ediciones Aguere e Idea.

Saludos, palabra de ualiu, desde este lado del ordenador.

Iron Man 3: que la risa te acompañe

Sábado, Mayo 4th, 2013

Veo Iron Man 3 (Shane Black, 2013) rodeado de público. La mayoría vistiendo camisetas con la estampa de El hombre de Hierro y pertrechados con vasos de refrescos y los inevitables cubos de cotufas.

Un público entendido y entregado.

Así que soy uno más mientras espero pacientemente en la cola entrar en la sala.

Hago tiempo a medida que me acerco a quien corta la entrada viajando al pasado. Me pierdo así en los recuerdos de los días perdidos en los que leía las historietas de la Marvel que publicaba en España Ediciones Vértice sin respetar el formato original –los colorines se vendían como libritos y en blanco y negro– a un precio que en esos años resultaba prohibitivo a mi bolsillo aunque Ángel, el barbero que me cortaba por aquel entonces la espesa cabellera que tenía sobre la cabeza, tenía a bien regalarnos a mi hermano y a mi tras dejarnos prácticamente al cero.

Así que gracias a ese ángel que fue Ángel descubrí las aventuras de La patrulla X (X-Men); Dan Defensor (Dare Devil); La Masa (The Hulk); Los cuatro fantásticos, Doctor Extraño (me encantaban las aventuras del Doctor Extraño, no me pregunten por qué); Los Vengadores; Sargento Furia, Spiderman, Thor, Capitán América, Estela Plateada (Silver Surfer)  y otros de cuyo nombre no quiero acordarme.

Dejé de leer aquellos colorines cuando el bueno de Ángel cerró su barbería para dedicarse a otros menesteres, aunque fue el responsable que en plena adolescencia me enganchase a la serie Spiderman, la que ilustraba Steve Ditko y más tarde John Romita Sr., porque como muchos chavales de mi generación terminé por  identificarme con los sufrimientos tontunos de Peter Parker.

Años más tarde, vendí toda aquella colección a cambio de una cantidad de risa y un póster de un Soldado Simio que perdí dos semanas después porque, reflexiono ahora con babosa moral cristiana, fue mi castigo por desprenderme de todos aquellos cuadernos que habían sido cómplices de mi soledad en esa edad donde parece que todo conspira para hacerte más infeliz.

El caso es que recuerdo más o menos todo esto: leyendo los tebeos antes de que Ángel termine de trasquilar a mi hermano; llevándome los tebeos a casa cuando Ángel ha dejado mi cabeza como una bola de billar; las aventuras del hombre araña y la venta truculenta –algo así como la primera estafa existencial de la que fui víctima– de todas sus aventuras cuando voy a ver cualquiera de las películas que, últimamente, estrenan sobre los súper héroes de la Marvel.

Así que ahora estoy en la sala de un cine abarrotado de espectadores que miran la pantalla con la boca abierta, escuchando sus cuchicheos: “en esta sale el Mandarín”, los ahogados ruiditos de los móviles que no se apagan pese a que la luz de la sala se atenúe y un bebé que berrea diez filas atrás porque soy de los espectadores que se sienta cerca de una pantalla que cuando se enciende logra que toda esa catarata de recuerdos desaparezca al escuchar la voz doblada de Tony Stark, que interpreta ese golfo recuperado a la causa que es Robert Downey Jr., diciendo algo así como que los problemas que dejamos sin resolver en nuestro pasado aparecerán como fantasmas en nuestro presente…

Comienza la película, y los aficionados que tengo al lado sueltan risitas con los chistes que recita Downey Jr. transmutado en Tony Stark.

El Mandarín es como una especie de Osama bin Laden y hay peleas, y una morena, la actriz Rebecca Hall, que me quita el hipo y un guión no tan convencional como el de otras cintas de súper héroes con problemas.

De hecho, me divierte bastante el individualismo que caracteriza al héroe, quien lo transmite con ironía más que cinismo para que llegue a todos los públicos.

Me sorprende por otro lado la lectura que ofrece la película de un terrorista, digamos bin Laden/Mandarín, como encarnación mayúscula de un Mal que respirábamos hasta el día de ayer –antes de que lo liquidaran en su fortaleza de papel en Pakistán, vean la película Zero Night Thirty para que se hagan una idea– y reciba con una sonrisa cada vez más agradecida el desconcertante mensaje subterráneo que guarda este filme entre tanto fuego de artificio.

Mandarín /Laden es una creación.

Y como creación del Mal total, ahora que los comunistas y narcotraficantes han pasado de moda, plantea que es una invención para continuar haciendo negocio con ese filón que es el Miedo.

Leo en alguna parte que se trata de la última de las tres películas dedicadas al hombre de la armadura de hierro, bonita metáfora de todas formas para ir por la vida.

Le quitan su casa e incluso sus jueguecitos bélicos, aunque él asegura que continuará siendo el Iron Man que todos los que no tenemos dinero deberíamos llevar dentro…

Y así termina la película, insertando unos títulos de crédito televisivos que recuperan mi espíritu camp y más tontamente adolescente.

El público se levanta de las butacas antes de que finalice la lista de actores y técnicos que han participado en este más que probable taquillazo y no saben que se pierden el chiste final, el que redondea una película que a su manera es tremendamente subversiva: Tony Stark acostado en un diván es psicoanalizado por Bruce Banner

La Masa, The Hulk, cuando se cabrea.

Así que cuando salgo de esa multisala con olor a cotufas no dejo de sacudir la cabeza. De hecho, logra lo que no ha conseguido nadie en mucho tiempo, que suelte una carcajada. 

Saludos, que la risa te acompañe, desde este lado del ordenador.

Una sesión doble con verdades como puños

Viernes, Mayo 3rd, 2013

INTRO

Visto con la perspectiva que da el tiempo el año de 1973 cuenta al menos con dos películas que a mi, personalmente, me marcaron como al rojo vivo. Es decir, que alteraron mi sistema de ideas, que revolucionaron mis neuronas.

Son dos largometrajes dirigidos por cineasta a los que unos denominan despectivamente como artesanos, lo que una vez más demuestra sus escasas entendederas, y que a mi juicio –con las entendederas cada día menos claras– considero sin rubor alguno como grandes obras de un cine que en aquellos años y en aquella década transitaba por un escenario parecido al actual: sufría de crisis.

Escribamos también que estos filmes son trabajos que pese a que se resientan por el avance implacable del tiempo, a mi me continúan conmoviendo y, lo que es mejor en estos tiempos de dramática… dolencia, emocionando. Dos verbos, conmover y emocionar, que entiendo asociado a otro verbo: entretener.

EL EMPERADOR DEL NORTE

Dirigida por Robert Aldrich, que es un cineasta cuya filmografía está salpicada de títulos que todavía me conmueven y emocionan, la cinta está ambientada en los duros años de la Gran Depresión, época que refleja con descarnado realismo y en cuyas consecuencias encuentro una amarga coincidencia con los nefatos tiempos actuales.

¿Por qué?, osa preguntar alguien del público… En la película uno de los personajes, un vagabundo descuidado comenta que son días en los que los pobres que roban un pedazo de pan para comer van directos a la cárcel mientras los ricos que hacen lo mismo continúan robando cómodamente a los pobres, que somos todos.

Lo escupe casi como una maldición Lee Marvin, El emperador del norte, a su pupilo de nomadismo, Keith Carradine. Lo viejo y lo nuevo de un oficio, el de buscarse la vida, en una película que está repleta de dobleces y personajes que se miden las caras con aplastante y estúpida y viril brutalidad.

La cinta cuenta muchas historias aunque el pilar a través del cual se mueve es el duelo que mantendrá en su segunda parte el vagabundo que interpreta Marvin con uno de los vigilantes del ferrocarril, papel que asume con muchos matices un terrorífico Ernest Borgnine en el que quizá sea, es una opinión muy personal, uno de los mejores papeles de su carrera.

Vista de nuevo, El emperador del norte (Meet the Emperor of the North) es una película que llama la atención por su estrafalario sentido del humor así como por su carácter estrictamente masculino porque esta es una película de y sobre hombres al límite, desubicados y que caminan por el filo de la navaja.

En este aspecto, no hay ningún tipo de grandeza, aunque sí un peculiar sentido del honor que le es totalmente ajeno al vagabundo que interpreta Carradine, eso justifica de alguna manera como acabará al final de esta extraordinaria película.

El mensaje de El emperador del norte continúa vivo además, e insisto que resulta actual en estos tiempos que corren: plantea un desafío a la autoridad con señas claramente individualistas pero también libertarias en un país, los Estados Unidos de Norteamérica, que víctima de la brutal crisis del 29, ha cambiado radicalmente su fisonomía moral.

Tanto, que incluso “su basura ya no es la misma” le lanza como un escupitajo Lee Marvin a Keith Carradine con un doble sentido que a mí me hace estremecer, no desconcertar, todavía.

Ha llovido mucho desde entonces, pero es que incluso transcurridos cuarenta años sorprende aún en esta pequeña película la mirada profundamente cínica con la que Aldrich aborda la historia y a sus protagonistas. También la discreta distancia que pone ante ellos.

Casi parece como si el director prefiriera narrar una historia procurando en todo momento que el espectador se olvide que detrás actúa la mano de un cineasta que solo intenta convencernos de que todo cuanto vemos es producto de una realidad tan perversa y ridícula –Borgine a fin de cuentas es el otro lado de la moneda que encarna el personaje que interpreta Marvin– a la que dota de un sentido del humor perverso.

Es probable que el objetivo fuera que el público se tomase en serio la tragedia de una clase (la que encarnan los vagabundos y los vigilantes de los trenes) en un momento en el que apenas quedaban esperanzas para el mañana.

PAPILLON

La película está basada en las atractivas y presuntamente autobiográficas memorias de Henri Charrière, expresidiario que relató en este volumen –sacaría una segunda parte titulada Banco– sus experiencias entre rejas en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa.

El filme, que dirige otro de esos cineastas por lo que siento ciega devoción, Franklin J. Schaffner, está protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman en lo que es uno de los mejores trabajos que desarrollaron en su carrera como actores y, coincidiendo con El emperador del norte, es una película cuyo mensaje entre otros tantos mensajes invita a desafiar a la autoridad.

McQueen asume el papel de Papillon –se le conoce con este nombre porque lleva una mariposa tatuada–, un hombre que cumple condena por un delito que no cometió –el asesinato de un proxeneta– que ha forjado una idea de la libertad sin quebrantos.

Hoffman, por otro lado, encarna a un intelectual. Un genio de los números preso por haber falsificado bonos del tesoro y es algo así como un marciano en ese universo poblado de bestias salvajes hasta que surge, obligados ambos por la conveniencia, una amistad que a lo largo de la película se va cimentando.

Papillon logra, en mi opinión, ir un poco más lejos de las clásicas películas del subgénero carcelario porque bucea en las aguas siempre profundas de la aventura. De hecho, todo el filme narra con pulso vigoroso el proceso de transformación que sufren sus dos personajes protagonistas, interrumpidos por los sueños surrealistas de Papillon y en los que se deja entrever la frustración de un hombre que ha malgastado su vida.

Se tratan pues El emperador del norte y Papillon de dos películas en las que pese a su condición de derrotas existenciales y su generosa reivindicación del perdedor que se resiste a bajar la cabeza, respira un mismo y atractivo mensaje en estos tiempos enfermos: rebeldía.

Rebeldía contra la autoridad. Rebeldía que se manifiesta en los personajes que interpretan con intensa convicción Lee Marvin y Steve McQueen como una seña de identidad biológica que los obliga a continuar adelante por mucho que se los persiga, castigue o encierre como a bestias.

Son hombres condenados a ser libres.

Más que drama, más que tragedia… Ahí está su grandeza.

Saludos, los sueños, sueños son, desde este lado del ordenador.

Stephen King reflexiona sobre los Best Sellers

Jueves, Mayo 2nd, 2013

Dedicado a todos esos escritores y lectores que todavía se preguntan ¿por qué?

“Desde mi punto de vista inevitablemente tendencioso, los novelistas de éxito –incluso los que tiene un éxito modesto– son los más afortunados dentro de las artes creativas. Es verdad que la gente compra más discos compactos que libros, que va más al cine y ve mucho más la televisión de lo que lee. Pero el periodo de influencia de los novelistas es más largo, quizá porque los lectores son algo más listos que los aficionados a las artes no escritas, y por lo tanto tienen una memoria un poco más larga. Nadie sabe donde está ahora David Soul, de Starky y Hutch, ni qué ha sido de Vanilla Ice, ese peculiar grupo de rap blanco, pero en 1994 Herman Wuk, James Michener y Norman Mailer seguían en el candelero, por hablar de la época en que los dinosaurios poblaban la Tierra.

Arthur Hailer estaba escribiendo un libro nuevo (eso se rumoreaba al menos, y resultó cierto), Thomas Harris podía tomarse siete años entre un Lecter y otro y aún así producir éxitos de venta, y pese a que no se había sabido nada de él en casi cuarenta años, J. D. Salinger seguía siendo un tema de conversación en las clases de literatura inglesa y en las tertulias literarias de café. Los lectores tienen una lealtad sin parangón dentro de las artes creativas, lo que explica por qué tantos escritores que se han quedado sin gasolina pueden seguir en marcha, impulsados a las listas de libros más vendidos por las palabras mágicas AUTOR DE en la contraportada de sus libros.

Lo que el editor quiere a cambio, sobre todo de un autor que vende medio millón de ejemplares de cada novela en tapa dura y un millón más en rústica, es muy sencillo: un libro al año. Los agentes de Nueva York consideran que eso es lo óptimo. Trescientas ochenta páginas cosidas o pegadas al año, un comienzo, un nudo y un desenlace; un personaje principal que se repite, como Kinsey Milhone o Kay Scarpetta, optativo pero preferible. A los lectores les gustan los personajes que reaparecen; es como volver a reunirse con la familia.

Si escribes menos de un libro al año amenazas la inversión que el editor ha hecho en ti. Impides que tu contable continúe manteniendo a flote tus tarjetas de crédito y pones en peligro la capacidad de tu agente para seguir pagando a tu psicoanalista. Además, siempre está el riesgo de que tus lectores se enfríen un poco si tardas demasiado en publicar. Es inevitable. Lo mismo pasa si publicas demasiado; entonces habrá lectores que dirán: ya basta de ese tío por un tiempo, todo empieza a sonarme igual. Os digo todo esto para que comprendáis cómo pasé cuatro años usando mi ordenador como el juego de Scrable más caro del mundo y nadie sospechó nada. ¿Bloqueo del escritor? ¿Qué bloqueo del escritor? Aquí no hay nada por el estilo.”

(Fragmento de la novela Un saco de huesos, Stephen King, 1998)

(*) Portada de Joyland, la nueva novela del autor de Carrie y Salem Lot, cuyo próximo lanzamiento en junio será primero en rústica en los Estados Unidos de Norteamérica) 

Saludos, y yo que pienso que el señor King ha hecho un pacto con el diablo, desde este lado del ordenador.