Archive for Octubre, 2010

¡Malditas secuelas!

Domingo, Octubre 10th, 2010

Al finalizar la primera versión de Blade Runner, a mi juicio la mejor de las versiones que han mostrado de esta película, incluyendo el famoso montaje del director, Harrison Ford y Sean Young escapan de la ciudad de Los Ángeles en un automóvil que atraviesa un bosque… Siempre me pregunté cómo habría continuado esa historia. Si los personajes de esa vibrante tragedia encontrarían refugio en algún lugar de ese mundo deshumanizado y apocalíptico.

El fenómeno de las secuelas es casi tan antiguo como el cine pero también tiene cabida en la literatura donde grandes escritores como Alejandro Dumas cedieron a los deseos de sus lectores para continuar explotando éxitos salidos de su pluma (o la de sus negros) como La mano del muerto (El conde de Montecristo) o Veinte años después y El vizconde de Bragelonne (Los tres mosqueteros). Miguel de Cervantes mucho tiempo antes tuvo que desempolvar las aventuras de su ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha para frenar el apócrifo que circulaba de un tal Alonso Fernández de Avellaneda, pero todas estás obras por una u otra razón encontraron su segunda parte recurriendo al talento de su creador.

En los últimos años el fenómeno de las secuelas sobre títulos que forman parte del imaginario colectivo se ha instalado en el universo editorial. No hay semana en la que no aparezca una nueva novela que se vende como la continuación de… así que haciéndonos eco de esta moda pretendemos con el siguiente post enumerar sin ánimo completista pero sí orientador algunas de las obras que se han sumado a plantear el que hubiera pasado pese a no contar con la autorización de sus autores originales.

El mercado editorial anglosajón es el que más se ha interesado en sacar partido de esta tendencia. Se han publicado continuaciones oficiales de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell que llevan por título Scarlett (Alexandra Ripley) y Rhett Butler (Donald McCaig) o del mismísimo Drácula de Bram Stoker en un deasafortunado pastiche escrito a cuatro manos que firma un descendiente del autor original (Drácula, el no muerto de Drake Stoker e Ian Holt) e incluso de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger en 60 Years Later: Coming Through the Rye (60 Años Después: Recuperándose del Centeno) de un tal J.D. California, pseudónimo del  sueco Fredrik Colting, aunque el propio Salinger logró detener momentáneamente la publicación del volumen en los Estados Unidos.

Esto me lleva a reflexionar sobre si son necesarias las continuaciones y si cuando se escriben ocurre el mismo proceso que en el cine: por norma general casi siempre resultan decepcionantes…

Esta ley no escrita sufre una ligera alteración con la saga de El padrino cinematográfico aunque se cumple al pie de la letra con las versiones literarias tras la aparición de la novela de Mario Puzo, y que firmó Mark Winegardner con el visto bueno de Puzo.

Cuando estas historias están protagonizadas por un personaje que vive por encima de su creador, caso de Sherlock Holmes o James Bond, el fenómeno de explotación se multiplica. Al sagaz investigador privado creado por Arthur Conan Doyle le han dado vida escritores de todo pelaje, quizá el más atinado de todos ellos sea el también cineasta Nicholas Meyer con sus novelas holmesianas Elemental, mi querido Freud y Horror en Londres. Bond, a la muerte de Ian Flemming continuó combatiendo al servicio de su graciosa majestad de la mano de Kingsley Amis, John Gardner y Sebastian Faulks, entre otros.

Los perpetradores de esta tendencia se han atrevido incluso con clásicos de la literatura infantil como Peter Pan de J. M. Barrie o El principito de Antoine Saint-Exupéry, que cuenta con dos continuaciones: Reencuentro con el Principito (1999), de Jean Pierre Davidts, que escribió supuestamente por petición del propio Antoine, y la bendecida por la Fundación Saint-Exupéry, dueña del personaje y de los derechos de reproducción, con El regreso del gran joven príncipe, del argentino Alejandro Roemmers.

Escritores consagrados como Stephen King se unen a este fenómeno anunciando la continuación de El replandor, llevada al cine por Stanley Kubrick. Ira Levin hizo lo mismo con La semilla del diablo en su frustrada El hijo de Rosemary aunque a William Peter Blatty le salió mejor la jugada con la continuación que plantea en Legión de El exorcista. Merece reseñarse también las originales secuelas que el escritor de anticipación Brian W. Aldiss escribió de La isla del doctor Moreau (H.G. Wells) en su La otra isla del doctor Moreau y de Frankenstein y Drácula, de Mary Shelley y Bran Stoker, en Frankenstein desencadenado y Drácula desencadenado.   

Se habla también de una secuela de la mejor novela de aventuras de todos los tiempos, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, que escribirá Andrew Motion con el originalísimo título de Regreso a la isla del tesoro. También cuentan con secuelas Horizontes perdidos, de James Hilton, y obras maestras de la literatura romántica como Cumbres borrascosas de Emily Brontë y Orgullo y prejuicio de Jane Austen. Esta novela de Austen cuenta incluso con una reinterpretación en clave muertos vivientes, como nuestro Lazarillo de Tormes.

Y esto son sólo unos pocos títulos que he podido rastrear buceando en la red de redes y visitando librerías.

No quiero despedir este post (pretendidamente orientador) sin hacer mención al fenómeno fanfic, o escribir historias sobre un universo creado por otros autores, y que cuenta con un abrumador número de páginas en Internet, así como las parodias que han brotado como setas al calor de fenómenos mediáticos como Harry Potter o El señor de los anillos en una serie de volúmenes destinados fundamentalmente a locos rabiosos por estos personajes pero que puñetera la gracia le harán a los no iniciados.

Saludos, a lo eso es todo, desde este lado del ordenador.

Ante el espejo de la historia

Sábado, Octubre 9th, 2010

Si Canarias fuera una comunidad autónoma que se tomara en serio haría lo mismo que hacen en otras comunidades donde no sé si se toman en serio pero por lo menos lo fingen.

Debe ser que en estas islas invertebradas no hemos dado todavía el salto evolutivo que merecemos porque desde siempre la cultura se ha tomado como cosa de niños. O de nenés. Y lo mejor para dormir al bebé canario es cantarle el arroró de que grandes eres mi niño siempre y cuando no salgas de tu acotado territorio: la isla. Las islas. El archipìélago.

Bastante harto de la condición insular del insular me pregunto porque no imitamos (ya que no somos tan originales) iniciativas que se hacen en otros lugares de esa España chirigota a la que pertenecemos. Pongo un ejemplo a sugerencia de un amigo del blog: los premios de la Crítica de Asturias. Galardones que en su edición de 2009 han recaído en Ignacio del Valle por Los demonios de Berlín (narrativa) y en el festivo, imaginativo e inteligente ensayista Juan Cueto (letras). Dos escritores a los que separa un abismo generacional pero no su amor por contarnos coherentemente cosas. Con independencia de ser asturianos.

A Juan Cueto lo descubrí a través de sus magníficos artículos en el diario El País y en la hoy desaparecida revista de cine Casablanca, donde hablaba de cine y televisión desde la perspectiva de un siempre asombrado espectador.

Los más veteranos seguidores de El escobillón detectarán que Ignacio del Valle ya fue objeto de una reseña en el blog a raíz de la publicación de la novela El tiempo de los emperadores extraños, segunda entrega de las aventuras de su personaje Arturo Andrade en lo que por el momento es una trilogía que se completa con los títulos El arte de matar dragones y Los demonios de Berlín.

La irrupción de Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) quizá sea uno de los acontecimientos más interesantes en cuanto a novela histórica y de misterio se refiere en la España zozobrante de nuestro tiempo. Y por varias razones. La primera de ellas es su originalísimo ciclo en torno a Arturo Andrade, sujeto literario que le ha servido para construir un tríptico en el que desarrollar una serie de historias que van de la oscura España de postguerra (El arte de matar dragones), al frente de Leningrado donde combatió la División Azul durante la II Guerra Mundial (El tiempo de los emperadores extraños) y, por último, la capital alemana cercada por las tropas soviéticas en Los demonios de Berlín.

La audacia y también la originalidad de Ignacio del Valle ha sido la de dar voz a una España que hasta ese momento solo le daba voz el resentimiento de los vencedores como el de los vencidos. Que un escritor apostara por escribir un relato sobre aquellos tiempos procurando esquivar las heridas abiertas que aún se empeñan unos y otros en abrir sobre la Guerra Civil y su dolorosa postguerra resultaba así sorprendente por no decir asombroso. Y que sus historias despertaran la atención de los lectores la constatación de que una nueva (y también vieja, caramba) generación de lectores pedía otras lecturas sobre la quiebra moral e ideológica que supuso el conflicto fraticida con toda su tramposa herencia.

Su personaje Arturo Andrade busca en El arte de matar dragones por las calles de un Madrid espectral una tabla flamenca robada del Museo del Prado que le sirve a su autor para retratar con perspicacia y algún tópico innecesario una ciudad que intenta volver a la normalidad después de la tragedia.

En El tiempo de los emperadores extraños, Arturo Andrade investiga una cadena de crímenes rituales en las filas de la División Azul acantonada en los arrabales de Leningrado en 1943. Para quien les escribe se trata del mejor volumen de esta trilogía no ya por las descripciones bélicas y la solidez inquietante de su trama, sino también por lo atractivo que me sigue pareciendo reflejar en un libro a un grupo de españoles combatiendo voluntariamente en una guerra en  la que no se les había perdido nada.

El peor título del tríptico es, a mi juicio, por el que se le ha concedido el premio de la Crítica de Asturias, Los demonios de Berlín. Una novela demasiado hinchada y deslabazada en la que casi parece que la capital que le da título los devora sin contemplación alguna. Llama la atención la notable documentación que emplea el escritor aunque se note que entre otros libros pese en demasía Berlín, a vida o muerte de Miguel Ezquerra, relato no sé si fabulado o real de quien afirmaba haber combatido hasta el último momento en Berlín junto a otros españoles al lado de los alemanes. 

Este títulito, con independencia de su veracidad, es sumamente recomendable para los seguidores de la novela bélica siempre y cuando se haga un costoso ejercicio de quitar la trasnochada ideología con la que su autor impregna sus páginas.

En una improvisada conversación que mantuve con Ignacio del Valle en Gijón me indicó, sin embargo, que como fuente le había servido mucho más que el volumen de Ezquerra los libros que narran las peripecias de la División Carlomagno, integrada por voluntarias franceses y que absorbió en el epílogo de la II Guerra Mundial al resto de unidades extranjeras (entre ellos algunos españoles) que optaron por defender al régimen nazi hasta el último momento.

Con todo, creo que esta trilogía que firma del Valle es de lo mejor que se ha publicado en español en cuanto a literatura de evasión se refiere. Sobre todo en estos tiempos tan tontos que vivimos.

Son novelas que a su manera han abierto territorios que hasta ese momento no habían sido tocados por ningún narrador de este país por los prejuicios que –no hace falta ser muy listo para no verlo– soplan cuando se quiere novelizar un periodo histórico que provoca sarpullidos e histrionismo entre unas derechas y unas izquierdas que son aún incapaces de reconocer sus errores antes el espejo de la historia.

Saludos, con mis más sinceras enhorabuenas a Cueto y del Valle, desde este lado del ordenador.

Un fascista menos…

Viernes, Octubre 8th, 2010

Hay pequeñas grandes novelas que me han marcado. Una de ellas fue El fuego fatuo del escritor francés Pierre Drieu de La Rochelle. Un maldito, uno de esos nombres que han intentado hacernos olvidar no por la calidad de su producción literaria sino por su compromiso ideológico con el fascismo. Su estrecho colaboracionismo con las tropas de ocupación nazi en la Francia cortada por la mitad de la II Guerra Mundial.

Con independencia de su borrachera política, un disfraz con el pretendió esconder su miedo profundo al mundo, es de imbéciles criticar su legado como escritor justificando su posicionamiento con la derecha más rabiosa y canalla porque así se ignora el impresionante legado que dejó desparramado en sus novelas y ensayos. En especial en esa obra maestra de no hay vuelta atrás que es El fuego fatuo.

Escribo estas líneas con el ejemplar al lado del ordenador, editado por Alianza Tres en segunda edición en 1987. Lo leo. Me detengo en un párrafo y recuerdo lo que significó descubrir esta novelita de apenas 130 páginas hace ya tanto tiempo que, me parece increíble, esa secuencia que creía olvidada en el disco duro de mi memoria haya logrado activarse.

Llevaba detrás de ese libro mucho tiempo.

Fue motivo de conversaciones apasionadas con amigos que sentían más o menos la misma fascinación por un escritor al que los progres de aquellos años hacían asco no por haberlo leído (que no) sino porque fue un fascista. Pero esas mismas voces tachaban de lo mismo al cineasta John Ford y al actor John Wayne, luego no tenían muy claro que era eso del fascismo.

El primer libro que cayó en mis manos de Drieu fue Exordio, un compendio de reflexiones furiosas del escritor que conoció a Borges pero el título que suscitaba pasiones entre quienes habían tenido oportunidad de leerlo era El fuego fatuo, título de culto que tuvieron a bien prestarme pero que una vez devuelto exigía pertenecerme porque aquellas páginas teñidas de una desarmante resignación conectó con aquel adolescente al que obligaban a hacerse mayor.

No sé, debió de envenenarme ese aire trágico ¿y fascista? que acompaña al protagonista encerrado en su “círculo de soledad armado de púas internas”.

Como les contaba, un día descubrí un ejemplar de El fuego fatuo en una de mis habituales cacerías por las librerías de esta ciudad muerta a principio de los noventa. Y fue como si presintiera que el libro estaba allí. Esperando que lo encontrara. Hacía ya un tiempo que resultaba prácticamente imposible hacerse con El fuego fatuo.

Me lo llevé a casa y lo devoré. Y lo subrayé. Y anoté tontas reflexiones en los márgenes.

Y es que lo de menos en esta imprescindible novela es la historia (las últimas horas de un hombre condenado al suicidio) sino el viaje que inicia buscando alguna razón para seguir existiendo.

“La vida no iba bastante deprisa dentro de mí; la acelero. La curva descendía; la enderezo. Soy un hombre. Soy dueño de mi piel; voy a probarlo”.

Bien instalado, con la nuca sobre un montón de almohadas, con los pies contra los palos de la cama, bien apoyados. El pecho hacia adelante, desnudo, bien expuesto. Se sabe dónde está el corazón.

Un revólver es algo sólido, es de acero. Es un objeto. Tropezar al fin con el objeto.

No sé lo que pensarán ustedes pero a mí me la trae realmente floja que este fragmento lo haya escrito un fascista. No quiero pensar, en todo caso, lo que habría reflejado algún escritor adscrito al gélido realismo socialista sobre este mismo asunto.

El fuego fatuo cuenta con una adaptación cinematográfica dirigida por Louis Malle, un cineasta sin pedigrí fascista. Malle es director también de Lacombe Lucien y de Adiós, muchachos, dos películas donde sí bucea en las entrañas del totalitarimo pero con una mirada que para público lelos y anclados en un izquierdismo barriobajero puede resultar altamente sospechoso por tóxico.

Drieu de la Rochelle es autor además de Relato secreto, Guilles y Memorias de Dick Raspe.

Se suicidó tras la liberación de París por las tropas aliadas el 15 de marzo de 1945.

Un fascista menos.

Saludos, gracias una vez más Mario por refrescarme la memoria, desde este lado del ordenador.

Vargas Llosa, una reflexión desordenada

Jueves, Octubre 7th, 2010

Mi afición a leer comenzó gracias al descubrimiento de la mejor novela de aventuras de todos los tiempos, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Más tarde me inicié en otros territorios literarios pero la mayoría de los escritores que llegaban a mis manos eran anglosajones y franceses, lo que condicionó de alguna manera mi acercamiento a otras geografías de la novela y los cuentos. A medida que fui creciendo, cambié en muchas ocasiones de compañeros de juergas lectoras. Ora devorando a los rusos, ora devorando a los alemanes, ora devorando cualquier cosa que me garantizara un refugio ante la hostil realidad que me rodeaba.

En todo ese tiempo, sin embargo, admito que siempre vi con vacilante recelo la euforia que se produjo durante unos años en torno a la literatura hispanoamericana porque nunca he sido demasiado amigo de las modas. Ahora bien, que un escritor se convierta de moda no me obliga necesariamente a que lo exilie en mi peculiar bolsa de valores.

Contaba todo esto porque mi aproximación al boom latinoamericano llegó muchos años después de que sus efectos nocivos para la salud hubieran sido dispersados por el viento que todo lo arrastra. No llegaron sin embargo a conmoverme. Bueno, unos pocos de aquellos autores forman parte de mi particular santa sactorum como Jorge Luis Borges, a quien nunca consideré estrictamente un escritor sudamericano porque su obra trasciende fronteras, y Julio Cortázar, más por sus cuentos que por sus novelas, porque este argentino con pinta de actor existencialista era además de un excelente cuentista un gran aficionado al jazz. Y a uno de sus dioses: Charlie Parker.

Leí Cien años de soledad de Gabriel García Márquez por recomendación de un amigo que no prestaba libros. Y el hecho de que me prestara precisamente a mi Cien años de soledad fue un gesto que me desarmó por completo. Y claro que me gustó la novela del escritor colombiano pero tras leer otras ficciones suyas prefiero al Márquez articulista y periodista. Más tarde llegó Juan Rulfo y su Pedro Páramo y Mario Vargas Llosa, entre otros muchos latinoamericanos en esta relación donde he mezclado a unos y a otros con independencia fueran boom o pre boom o post boom. Y es que como dijo un amigo: ¡Salvemos al puchero!

Vargas Llosa, por si no lo sabían, ha obtenido el premio Nobel de Literatura. Felicidades, viejo.

En la larga nómina de escritores sudamericanos siempre me dio por gustarme los que consideraba raros. Y Borges quizá sea uno de los más raros aunque, reitero, no sea sudamericano sino universal. A mí hay un escritor uruguayo que me seduce llamado Horacio Quiroga del que poca gente se acuerda hoy. El señor Quiroga es autor de uno de los mejores relatos fantásticos que he leído en mi ya largo historial como lector del género: El almohadón de plumas.

Háganse un favor y léanlo.

En los últimos tiempos y gracias a que he tenido la oportunidad de conocerlos me ha dado por continuar leyendo a escritores de la América hispana encontrando una literatura potente y en ocasiones estremecedora. Desgraciadamente, la mayoría de estos escritores no llegan al mercado español ni los españoles al mercado latinoamericano por esa absurda decisión editorial que pone coto a que circulen una y otras obras a este y al otro lado del Atlántico. No sé si se romperá algún día esta maldición.

Hay una interesante nómina de escritores cubanos, comenzando por el agitador Pedro Juan Gutiérrez y continuando por los policíacos Leonardo Padura, Amir Valle o Lorenzo Lunar. Peruanos, con Alonso Cueto, Jorge Eduardo Benavides y Santiago Rocangliolo. Y colombianos como el excelente Mario Mendoza. O los mexicanos Jorge Moch, Élmer Mendoza, Yuri Herrara o Francisco Haghenbeck, por citar sólo los que se me vienen a la cabeza. Hay más escritores desparramados por el continente, entre ellos el argentino Ricard Piglia o el chileno Roberto Bolaño pero este post no pretende ser exhaustivo sino celebrar –a mi peculiar y desordenado modo– que Mario Vargas Llosa se haya hecho con el Nobel de Literatura.

Un premio que si bien podría ponerse en cuarentena sirve la mayor parte de las veces para descubrir autores que por una u otra razón permanecían olvidados como es el caso del gigantesco Isaac Bashevis Singer.

 De Llosa he leído, creo, las novelas que debía leer: Los jefes, Los cachorros, La ciudad y los perros, La fiesta del chivo y Pantaleón y las visitadoras si no creo recordar mal. Sin embargo, me pasa lo mismo que con Gabriel García Márquez, prefiero más al Vargas Llosa periodista que al escritor de inquietantes ficciones. Su legión de seguidores me gritará que me estoy perdiendo lo mejor del escritor pero así son las cosas en mi tontorrona y desordenada cabeza.

No obstante, y porque debía hacerme eco del Nobel, espero que estas confesión apresurada sirva para sumarme al extraordinario alborozo que significa para las letras hispanas que uno de los nuestros se haya hecho con el galardón que lleva el apellido del inventor de la dinamita.

Saludos, mirando el calendario, desde este lado del ordenador.

Poca ciencia y menos ficción. A propósito de ‘Trece gramos de gofio estelar’

Miércoles, Octubre 6th, 2010

Que la cosa está cambiando en el panorama literario canario lo pone de manifiesto una serie de veteranos y nuevos narradores nacidos o residentes en las islas que ya no le hacen ascos a la literatura de género. Este hecho, significativo porque nace para romper con una larga tradición de falso pedigrí autoral, pide a gritos no obstante riesgo y un saberse mover como pez en el agua por las reglas del género precisamente para saltárselas. Capacidad que salvo casos aislados no encuentro en la mayoría de los autores que se atreven a dar el primer paso en los territorios de lo policíaco (Nuestro hombre en Nuakchot de Jaime Mir Payá continúa sin ser superada pese a que se trata de una novela publicada en los 80), el fantástico y la ciencia ficción por citar sólo algunos.

Precisamente de presuntos relatos de ciencia ficción trata la antología Trece gramos de gofio estelar (Ediciones Aguere y Ediciones Idea) coordinada por Juan Royo y Ánghel Morales. Título que por razones obvias para quien les escribe (un fanático del género desde que tiene uso de razón) adquirió con entusiasmo. Es verdad que algo condicionado por el merecidísimo premio que el escritor tinerfeño Víctor Conde ha alcanzado nadando en las aguas del género al obtener el Minotauro 2010 con su ambiciosa y sorprendente Crónicas del multiverso. Claro que mientras Conde se ha convertido en algo así como en un escritor oficial de ciencia ficción el grupo de narradores que participan con sus relatos en Trece gramos de gofio estelar son gente de paso que han aceptado colaborar en una iniciativa que, como apunta uno de los coordinadores en el prólogo, nació fundamentalemente al calor del bar del Ateneo de La Laguna.

Leídos los trece relatos, e independientemente de su calidad literaria, llego a la conclusión que son muy pocos los que podríamos considerar en un sentido estricto como de ciencia ficción ya que la mayoría de los cuentos optan por sumergirse en los territorios de la fantasía. En este sentido, me he encontrado con historias interesantes pero que podían haber ido a más como las que firman Sergio Barreto Hernández (Luz de sodio); Moisés Cabello Alemán (con su bradburiana Realidad aumentada); Jesús R. Castellano (Una nueva amante); Eduardo Delgado Montelongo (Láminas intercaladas); Ramón Herar (… En aquella noche de amor cibernético) e Iván Morales Torres (con la inquietante a ratos Los comedores de piedras) que quizá sean los relatos más fieles al género que marca la antología. También los mejores a mi modesto entender.

Por otro, he mascado entre el recelo y la irritación el largo diálogo a dos que plantea Agustín Díaz Pacheco con su quiero entender cuento con ecos a lo Poe Sombras en un espejo, y los fallidos y desinflados ensayos fantásticos de Miguel Ángel Díaz Palarea (La cúpula azul); San Borondón de Félix Díaz, Rescatando la historia, de Olga Márquez y A la espera, de Juan Ignacio Royo.

La antología se completa con dos relatos de los veteranos Víctor Ramírez (¡Allá ustedes!) y José Rivero Vivas (Adiaforia) bastante inclasificables genéricamente. Se leen, sí, pero uno se pregunta qué diablos hacen en una antología de presuntos cuentos canarios de ciencia ficción…

A modo de epílogo –y pese a reconocer el intento– mi juicio como lector es que a estos Trece gramos de gofio estelar les hace falta coherencia. Coherencia y conocer el género al que supuestamente se adhieren.

No es fácil escribir literatura de género. Hay que trabajarla y sentirla. Y estos Trece gramos de gofio estelar (salvo destellos aislados) carecen de trabajo y sentimiento. O yo no lo encuentro, que esa es otra.

El libro tampoco es una rareza ya que apenas se alimenta del espíritu trangresor que ofrece el género (utopía, post apocalipsis, cíber punk, etc, etc, etc) para eso que unos llaman literatura canaria.

¿La razón? Pues que terminada su lectura me supo a otra de esas antologías frustrantes y frustradas de lo que, insisto, llaman literatura canaria.

Poca ciencia y mucho menos ficción.

Y definitivamente no es eso.

Saludos, encogiéndome de hombros, desde este lado del ordenador.

Más vale tarde que nunca

Martes, Octubre 5th, 2010

Nunca he sido lector de poesía. De hecho, y salvo las que me enseñaron en mi etapa escolar y de bachillerato, creo que los libros de poesía que habré leído no llegan al centenar. Admito así –y por principio– la laguna que me caracteriza en torno a la poesía pero es que nunca me llamó la atención como género literario.

Puedo hablar con cierta emoción y si quieren soltura de El cuervo de Poe y de Las flores del mal de Baudelaire pero es así porque estos dos libros marcaron una etapa de mi vida lectora que ahora mismo evoco en la noche de los tiempos. Desde ese entonces, he leído la verdad que muy poca poesía. Y la que he tenido la suerte de leer en los últimos años mucho me temo ha contribuido para que continúe mi feroz divorcio con ella.

No obstante, soy consciente que no se lo merece. La poesía, digo.

Intento limpiarme prejuicios de la cabeza mientras escribo estas líneas. El primero de ellos es que más que la poesía, los poetas que he tenido la suerte de conocer me suelen parecer por norma general una pandilla de cursis. También una pandilla de mamá yo quiero ser artista que al descubrir que no sabían construir un relato coherente se escabulleron por las ramas de la poesía que, en mi admito sospechoso imaginario, es como una especie de todo a cien en la que estos frustrados podían justificar su falta de talento refugiándose en eso que llaman metáfora y verso libre.

Estas semanas, sin embargo, me he sometido a un proceso de deconstrucción. En parte se debe a conversaciones con amigas y amigos a los que quiero y por lo tanto aprecio y respeto, que me han medio convencido que pensar así no estaba bien. Y como quiero, aprecio y respeto a estas voces me comprometo públicamente a mirar con otros ojos eso que llaman poesía ya que como me dijo en cierta ocasión un tontorrón profesor al que tuve la desgracia de soportar: más vale tarde que nunca.

Esta apretada introducción –escrita para drenar mis contradictorios sentimientos– viene a colación de la concesión del Premio Nacional de Poesía al poeta grancanario fallecido en 2009 José María Millares Sall por su libro Cuadernos 2000-2009.

Hablando con, pese a todos, amigos poetas, me confiesan que este galardón se le concede demasiado tarde al autor de Liverpool. Yo me limito a apuntar sin asomo de ironía que demasiado tarde aunque parafraseando al idiota profesor mencionado arriba: más vale tarde que nunca. Quién sabe, igual pone de moda durante unos días el nombre de Millares Sall. Más que  sea en el archipiélago que le vio nacer.

Leo por eso con mucha atención las declaraciones que el presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, ha hecho al conocer tan meritoria noticia sin sorprenderme demasiado de su primera reacción.

Imagino la escena:

- Presidente, presidente, ¿sabe que José María Millares Sall ha obtenido el Premio Nacional de Poesía?

- Es que siempre ha sido un buen muchacho. Constante y trabajador. Un canario que sabe salir de la crisis porque cree en sí mismo y en Canarias.  Espero verlo muy pronto para darle un abrazo.

- Cof, cof, presidente, el señor Sall falleció el año pasado y era poeta.

- ¿Ah, qué era poeta y está muerto?.- pregunta Rivero ligeramente decepcionado.

- Mucho me temo que sí, señor presidente. En 2009 se le otorgó también el Premio Canarias de Literatura ¿no se acuerda?

- …

- ¿Señor presidente?

- ¡Qué tormo que tengo!… Tómenselo a broma aunque no sea ocasión. Baste decir que efectivamente hoy sus poemas siguen vivos y más cerca que nunca de todos los que admiramos a este canario ilustre cuya trayectoria vital fue la de un hombre del Renacimiento.

- ¡Qué bonitas palabras!.- exclama uno de los muchachos de prensa del presidente.

- No olviden ustedes anotar lo siguiente.- puntualiza Rivero mirando a los periodistas.- siempre admiré en Millares Sall su coherencia intelectual y política y la libertad que ejerció tanto en su escritura como en su vida y el compromiso inmenso que siempre demostró con Canarias.

- Bravo, bravo….- exclama la muchachada de prensa presidencial.

Ante tales palabras nosotros –desde aquí, desde el escobillón– sólo podemos sumarnos a la reivindicación de José María Millares Sall aunque a bastante distancia de alborozo institucional. Ese ejecutivo que en tiempo de crisis continúa recortando dinero a la niña más fea.

Ellos la llaman cultura.

Yo ya no sé que nombre darle.

Saludos, pensando otro que se nos va, desde este lado del ordenador.