El virus del pleito
Miércoles, Febrero 9th, 2011Vivimos en un territorio que camina peligrosamente por la cuerda floja del pleito. Cuerda inestable, casi comprada en una tienda de todo a un euro y a la que suele recurrir nuestra miserable familia política con el único fin de despistarnos de los problemas que de verdad nos preocupan.
Los medios de comunicación de estas mal repartidas islas atlánticas contribuyen a avivarlo con el fin de grabarlo al rojo en titulares cuyo texto dice de todo menos lo que anuncia el titular. Pero se ha convertido, digo, en costumbre para que los miembros de unas y otras islas nos recriminamos historias para generar controversias y tranquilizar nuestras molestas conciencias con la creación recurrente de nuevas polémicas que quieren hacernos creer que solo hay un culpable: los que habitan justo en la isla de enfrente. Entelequia tildada en alguna ocasión de sanedrín que no ha encontrado aún a su Simonini para que redacte algo así como Los protocolos del enemigo, ese que tiene usted delante de sus narices.
Durante un tiempo pensé que este mal que nos caracteriza nacía en la isla en la que nací y habito, Tenerife, pero me he dado cuenta que la enfermedad también alimenta las entrañas de Gran Canaria, lo que ha originado un circo de ida y vuelta que gira en torno a ideas tan aldeanas como nosotros somos los más guapos y pese a todo ustedes tienen más que nosotros los guapos.
En esta extraña y si quieren shakesperiana relación que mantenemos los habitantes de una y otra ínsula (dejando de lado a las otras cinco que conforman nuestro maltratado archipiélago) me pregunto aún a que intereses obedece que en esta región desestructurada por razones obvias apenas haya habido gente preocupada por crear cierta conciencia de unidad, espíritu de que o jugamos todos o se rompe la baraja.
Lo insólito del caso es que, culturalmente hablando, un ciudadano meridianamente informado de, pongamos por caso Gran Canaria, no sepa un pimiento de lo que se está generando en Tenerife y viceversa. El señor o la señora meridianamente informado de estas islas (amplio el arco y contemplo también a las otras cinco) no es que no se la traiga floja lo que se crea culturalmente (insisto) en cada una de las siete geografías en la que amamos y sufrimos, es que no cuenta con instrumentos que le haga conocer los fenómenos artísticos que se generan en cada uno de estos trozos de piedra.
Si bien es cierto que el canario padece el síndrome isla, o esa sensación de que nos cuesta un riñón hacer la maleta para ver otros paisajes, no deja de sorprenderme todavía que nos pase lo mismo cuando se trata de coger un barquito o un avioncito para atracar o aterrizar en lo que considero mi mismo territorio pese a que nos separe lenguas de ancho mar.
Lo que no es de recibo es que apenas conozcamos algo de lo que se trabaja en esta tierra si no salimos de los estrechos límites de la nuestra, y que así se pierda la oportunidad de enriquecernos o empobrecernos un poco más culturalmente hablando.
El lunes pasado, conversando con un joven y prometedor escritor y poeta tinerfeño, me confesó en estado de alucinación que él se sentía como un extraño cuando por razones de trabajo (que no tienen que ver con las literarias) viajaba a Gran Canaria, La Palma, El Hierro, La Gomera, Lanzarote o Fuerteventura. “No me reconozco”, me comentaba ya digo sin salir de su estado lisérgico. El remate fue cuando resaltó que, por ejemplo, cuando visita Madrid esta sensación desaparece. “Es como si la ciudad me aceptara”.
Esta reflexión no es baladí. Creo de hecho que es un examen de conciencia por el que hemos pasado muchos de los que perdemos el tiempo leyendo literatura de aquí y viendo cortos de aquí por poner dos ejemplos, con la esperanza siempre de sentirnos identificados con las historias (o delirios mentales) que nos cuentan.
Otro fenómeno curioso que se genera en las islas es la caprichosa necesidad que tienen muchos creadores por evitar que se reconozca este territorio en sus obras.
Entre la gente que está haciendo cine con lo puesto y que apuesta por proyectos pequeños pero no exentos de personalidad, observo que Canarias, las islas, se convierten en paisajes sin identificar donde transcurren su historia o delirio mental. No sé si esta obsesión obedece al profundo rechazo que siente la mayoría de ellos por su entorno, a quitarse de encima el sucio polvo canario porque lo asocian a provinciano. O a un espacio de segunda o tercera categoría.
Hay que darles, en todo caso, gran parte de razón pero también a instarlos a que se atrevan a desafiar ese miedo a su realidad. Lo escribe una persona que no es muy aficionada a ver su propio reflejo en el espejo, pero reconozco que es un ejercicio al que me estoy obligando en los últimos tiempos con la idea de contemplar al monstruo que hay en mí.
No sé a través de qué canales podríamos retroalimentarnos culturalmente. Es decir, qué caminos deberían de construirse para conocer y apreciar –cuando lo mereciera– lo que se está guisando en las cocinas artísticas de las islas. Pero sí que es un planteamiento que ese gran mecenas (hoy con menos presupuesto y entusiasmo) que es la Viceconsejería de Cultura del Gobierno regional debería de plantear en estrecha colaboración con cabildos y ayuntamientos.
Y para ello sí que es necesario atacar en nuestra memoria el virus del pleito. Y las recetas para hacerlo no es la de reavivarlo sino la de buscar una solución (o soluciones) que lo haga desaparecer para siempre de nuestro castigado cerebro.
Saludos, al grito de ¡salvemos el puchero!, desde este lado del ordenador.