Archive for Marzo, 2012

Nihilista y desconcertante: ¡viva el Realismo.0!

Domingo, Marzo 11th, 2012

El jabón es de color naranja, froto con fuerza mis uñas sucias contra las palmas. Rutina. Siempre la misma, rutina, la misma, ¡para! Me miro en el espejo. Misión cumplida, puto.

Otra misión más. Noventa euros de huida, de futuro en libertad.

¿Pero de qué libertad hablas, cobarde?

Fuera espera Camilo con el dinero en la mano.”

(Cucarachas con Chanel. Dr. R (JRamallo).

Hay novelas que se escriben con la cabeza y que juegan a ser lo que no son y otras, por el contrario, que pese a sus caos aparentemente descontrolado  parecen que fueron escritas desde las tripas lo que a mi juicio pone de manifiesto que detrás se esconde un escritor de verdad. Con independencia del estado larvario en el que se encuentre como creador.

Esta es una de las razones que explica que una singular propuesta literaria escrita aquí, en Canarias, haya logrado sacudir mi cada día más descreída y resignada visión de las cosas y que como tal lea sus páginas como una extraña pero muy necesaria tormenta desatada en el Valle de la Muerte.

Su nombre es Cucarachas con Chanel, volumen que hace el cuarto de esa interesante colección que está resultando ser G21 Narrativa Canaria Actual, y que firma Dr. R (JRamallo).

Y resalto que lo consigue porque, por una vez, leo páginas escritas desde aquí en la que se describe un curioso y en ocasiones descarnado proceso por liberarse de las ataduras y represiones que, aunque no se tenga muy claro cuáles son esas ataduras y represiones, justifica la rabia furiosa con la que está escrita porque reúne momentos de una desarmante sinceridad que, quiero entender, anula cualquier impostura por parte de su autor. O cualquier intención de que Dr. R (JRamallo) apostase solo por transgredir en su más que interesante y recomendable Cucarachas con Chanel.   

No, quiero digerir este libro como un atractivo y algo pudoroso ensayo pese a su presunta radikalidad (con K)  de lo que podrá ofrecernos en el futuro su narrador si acepta confiar en sí mismo. Y lo escribo así, confiar en sí mismo, porque detecto destellos de una aplastante verdad en las páginas de estas Cucarachas con Chanel camufladas en un relato desorganizado que, sin embargo, consigue cerrar en una unidad que anima, o al menos me ha animado como lector impaciente, a leer sus casi doscientasa páginas en tiempo récord. Gratamente sorprendido por el carácter nihilista que guardan dentro.  

En este sentido, y pese a sus balbuceos, Cucarachas con Chanel me parece un título audaz y pionero y por lo tanto muy a tener en cuenta en lo que se está cosechando dentro de una literatura escrita en una tierra en las que sus narradores se miran demasiado el ombligo pero son incapaces, precisamente, de explorar su ombligo para exorcizar sus demonios. 

Y JRamallo al menos hace el intento al tiempo que reivindica lo que él llama el Realismo.0.

Y la roña que a veces muestra es roña que me sabe a verdad.

Una verdad que en ocasiones resulta brutal y en otras de una violencia soterrada a la que viste con la dura y económica poesía del grafitero

Y eso, afirmo, es intentar hacer literatura con todas sus putas letras.

Cucarachas con Chanel es un relato concebido a base de fragmentos –en los que se intercalan anuncios publicitarios y comentarios de esa gran plaza pública virtual que es Facebook, entre otros–  con piezas narrativas en ocasiones incendiarias y en otras un tanto retorcidas.

Pero en este caos, posiblemente premeditado, se conduce al lector a un callejón donde el protagonista del rompecabezas, Gabriel –que lleva el mismo nombre del Ángel Mensajero de Dios y también, curiosamente, del que anuncia la Muerte– es un perdedor nato que se rebela ante su condición de perdedor nato pese a ser consciente que va a continuar formando parte del mismo batallón de fracasados.

Una sociedad, escribe JRamallo, en los que unos van perfumados con Chanel y otros con sus propios olores corporales.

Y todos estos bellos insectos –presuntamente nosotros– moviéndose en una geografía localizable que su autor denomina Santa Pus. Un territorio fosilizado, detenido en el tiempo, que me recuerda a una capital de provincias de cuyo nombre, ahora mismo, no quiero acordarme.

El libro derrama también miedo pero sobre todo miedo y asco por sentir inquietud.

Como señaló en cierta ocasión ese formidable pensador de la rebelión que fue Nietzsche, no es muy agradable descubrir tu reflejo en el fondo del pozo.

Por eso entiendo Cucarachas con Chanel como un libro conmovedoramente –y a ratos salvaje–  intimista. Pero de un intimismo nihilista, permitan que lo diga, frustrado y frustrante. Y por frustrado y frustrante, que obliga a su protagonista –el Mensajero de Dios, el Mensajero de la Muerte– a continuar adelante recurriendo al último recurso que le queda a los débiles: la crueldad.

Porque, pese a que en una primera lectura se dé la engañosa sensación de que Gabriel es un tigre furioso que reprime sus instintos depredadores, solo es una cucaracha más de esa gigantesca alcantarilla en la que vive y que responde al nombre de Santa Pus.

Así lo deja escrito con aplastante y demoledora resignación JRamallo, quien no redime con aliento épico a su personaje.

Es una cucaracha, por muchas vueltas y llamadas al desorden que le dicte el Monstruo que lleva dentro.

Por estas y otras cosas, me ha gustado y sorprendido gratamente  Cucarachas con Chanel.

Pero me hubiera gustado mucho más si su autor hubiera podado el texto de algunos prejuicios que no ayudan a encender la mecha de un título que pese a todo no va a dejar indiferente a nadie. 

Espero, y confío por eso, que Cucarachas con Chanel tenga la carrera comercial que se merece, y que agite las empantanadas aguas del debate literario dentro de unas islas donde sus escritores están más preocupados en ponerse a parir unos a otros que en leerse unos a otros. Si dejaran por una vez esta enfermiza endogamia, descubrirían en un título como Cucarachas con Chanel de lo que puede dar de sí un libro cuando está escrito desde las tripas.

Cucarachas con Chanel contiene además páginas donde Dr R (JRamallo) describe ambientes con la pericia de un gran narrador, omitiendo sordidez y otros molestos adornos en momentos en los que podría haberse decantado por ese lado como son los fragmentos en los que Gabriel realiza su trabajo como masajista.

Sin embargo, donde detecto que JRamallo se transforma en un escritor de verdad, cuando deja que sea su Míster Hyde quien dicte el relato, lo descubro en Aguacate.

No enana, no quiero llorar, quiero tragar, pero el aguacate no pasa el nudo y los mocos no ayudan. No enana, quiero que te marches, como abuela y tía y todos. Quiero perder la memoria, sacar los pies fuera de las sábanas, que mi padre no venga de noche a tocármelos, que descanse, que se duerma porque yo también quiero dormir. Y matar a mi madre, que la chapa raje su cabeza del todo, que se quede allí junto a él, que se acabe su dolor, que no se escape, que se muere hace veinticinco años, que por una vez tenga suerte.

No enana, no voy a llorar, este aguacate no me deja.”

Entre otros fragmentos más o menos del mismo calado. 

Textos escritos –cuando Dr R (JRamallo) se atreve a a quitarase la máscara de autor comprometido– impregnados de una atractiva oscuridad quisiera pensar que satánica.

Ya saben, aquello de que el diablo existe porque nadie cree en su existencia.

Y si bienDr R (JRamallo) no muestra todos sus demonios por ¿miedo? o porque esa no fue su intención, sí que encontré en algunos de los fragmentos de este libro que debería haber sido aún más negro y furioso de lo que es, una puerta abierta a ese paraíso al revés que debe ser el Infierno.

O Santa Pus.

Ese lugar en el que algunas de sus cucarachas –el animal más bello del mundo– olvida que son cucarachas porque huelen, precisamente, a Chanel.

Saludos, desconcertadamente sorprendido, desde este lado del ordenador.

La cinta de Moebius

Sábado, Marzo 10th, 2012

Conocí primero a Moebius que a Jean Giraud. Y fue a través de Tótem, una revista que en aquel entonces era solo para adultos y que se vendía a un precio inalcanzable a mi bolsillo de adolescente que comenzaba a despedir con la mano esa extraña etapa de la vida que es, precisamente, la adolescencia.

El hermano de un amigo, que era mayor, tenía en su casa varios números de Tótem, así que en una mañana en la que me encontraba pasando el rato se me ocurrió coger de la estantería un ejemplar del número 1, en cuya portada aparece la imagen de un simio –animal que forma parte de mi peculiar heráldica inventada–  y fue entonces, lo recuerdo como una de esas fechas claves que por mucho que se pudra el cerebro permanecerá en un rincón privilegiado de mi memoria, cuando descubrí Arzach, de un tal Moebius.

Y ese fue el principio de la relación que he mantenido con Moebius desde entonces. Una bonita historia de amor con sus encuentros y desencuentros como debe ser toda historia de amor.

Con esto quiero decir que el Arzach de Moebius me produjo las mismas sensaciones  que cuando descubrí al Tintín de Hergé, o al Corto Maltés de Hugo Pratt, o a Astérix y Obélix de René Goscinny y Albert Uderzo o al Mortadelo y Filemón de Francisco Ibáñez y al Anacleto, agente secreto de Manuel Vázquez.

Un punto y aparte en la ya larga historia que como consumidor cultural me ha configurado desde entonces como persona.

Más tarde, y por mediación del mismo amigo, me enteré que antes de ser Moebius, Moebius era Jean Giraud, el dibujante de las aventuras de El teniente Blueberry y Jim Cultass, ambas con guiones de Jean-Michel Charlier. Dos formidables western con firma de autor –afirmarían los cursis– hechos en una Europa que por aquel entonces ni soñaba con la unión de inmundos mercaderes en la que ha terminado por convertirse en estos días.

De todas formas, y gracias a Arzach, a mí siempre me interesó más el trabajo firmado por Moebius que el de Giraud. Me refiero a series tan iluminadas como El Incal y El garaje hermético, la primera escrita por ese extraordinario vendedor de elixires espirituales que es Alejandro Jodorowsky y la segunda notablemente influenciada por las doctrinas alucinógenas y empapadas por el peyote de Carlos Castaneda.

Moebius fue también autor –autor con todas sus letras– de la fascinante y barroca Venecia celeste entre otros álbumes que han convertido al dibujante que sentía pasión por el kárate en clásicos de lo que quiero llamar como noveno arte.

O en piezas imprescindibles para conocer la dimensión a la que puede llegar el cómic si cae en manos de un genio con pinta extravagante y profundamente preocupado porque sus historias fueran más allá de sus páginas.

Moebius, que ha fallecido hoy en París, fue excelente artista porque tuvo estilo. Marca, lo que le granjeó numerosos seguidores en todo el planeta que alababan incluso los trabajos más mediocres que salieron de sus lápices como aquel olvidable volumen sobre Estela plateada realizado por encargo de la todopoderosa Marvel.

Pero es que incluso disculpándole estos errores, en la mayoría de las historias que ilustró se nota la mano Moebius.

Un autor cuya influencia todavía no nos hemos detenido a estudiar con la calma y la paciencia que se merece.

Ha muerto pues un grande del Cómic.

O lo que es lo mismo, un grande de eso que llaman Arte.

Saludos, de luto riguroso, desde este lado del ordenador.

Con la marca de Cain

Jueves, Marzo 8th, 2012

Si le preguntan a cualquier aficionado a la novela negra sobre James M. Cain les responderá, probablemente, citando  dos o tres títulos de sus novelas más famosas: El cartero siempre llama dos veces, Mildred Pierce y Pacto de sangre (Doble Indemnización), la primera llevada al cine en varias ocasiones –aunque destaque sobre todas ellas la que dirigió Tay Garnett en 1946 con Lana Turner y John Garfield como protagonistas–; la segunda  una excelente película de Michael Curtiz (1945) y una interesante teleserie con la firma de Todd Haynes (2011), y la tercera por ese policiaco aún perturbador que filmó Billy Wilder, un pequeño y rechoncho judío vienés que además de moverse muy bien en los territorios de la comedia también lo hizo en los del drama.

James M. Cain es autor, sin embargo, de otras tantas novelas, muchas de las cuales han sido traducidas al español aunque aún no se le reivindica con el valor que se merece entre los iniciados y neófitos de la literatura negro criminal probablemente porque a su autor, quien comenzó a fabular historias a la edad de cuarenta años, le interesaba más el sexo y las relaciones que suscita, que las tramas policíacas con la que visitó a sus todavía potentes relatos.

Con motivo del 120 aniversario de su nacimiento, que tendrá lugar el próximo 1 de julio, reivindicamos desde El Escobillón el trabajo de un escritor al que se le ha colocado bastante a la ligera la etiqueta de noir, con la esperanza de que algún día un editor con ganas de riesgo se anime a recuperar su obra menos conocida y, sobre todo, la que aún no ha sido traducida a nuestro idioma con el objetivo de rendirle justicia. Pasado el tiempo, Cain es un  autor inclasificable, que abrió su propio camino dentro del género.

Escritor que utilizaba sus relatos para exprimir sus obsesiones sexuales, muchas de sus historias leídas en la actualidad pueden interpretarse como escandalosas y de un erotismos casi rayano en la pornografía, donde sus protagonistas femeninas son, por norma general, mujeres de carácter, fuertes, que en ocasiones responden al tipo de la femme fatale que tanto explotó la novela negra en los años 40, y que no es otra cosa que una especie de sublimación masculina de la mujer como elemento dominante y dominador. O, en otros casos, de una Eva inocente que conduce a su pareja, Adán, a devorar la manzana del árbol de las ciencias.

El caso es que en las novelas de M. Cain si hay personajes interesantes, perturbadores y con una capacidad de manipulación que las convierte en figuras que están más allá del bien y del mal estas son sus protagonistas femeninas. Protagonistas que en otras novelas del mismo escritor, representan exactamente lo contrario pero nunca sin perder su alto octanaje sexual. Esta circunstancia es lo que ha hecho que muchas de sus novelas todavía sigan respirando una insólita actualidad porque James M Cain como excelente escritor clásico que es, tuvo la capacidad de que el paso de los años apenas arrugara la mayoría de sus trabajos literarios.

No obstante, y a mi juicio, la obra maestra de este sin embargo irregular escritor y guionista es Más allá del deshonor, una novela ambientada en el estado de Virginia durante los días de la Guerra de Secesión y en plena edad de oro de los grandes burdeles.

Más allá del deshonor cuenta la historia de un joven que se enamora locamente de una prostituta que trabaja en uno de ellos, y de cómo asesina por amor a un multimillonario que desea casarse con la mujer de su vida dando como resultado que la pareja termine por huir ante la venganza que reclaman los amigos y secuaces de la víctima a través de un país sacudido por la guerra.

Se trata Más allá del deshonor de una novela repleta de giros cainianos, y en la que a su autor, al margen del momento histórico en el que transcurre su acción, le importa más la evolución de ese hombre y mujer locamente enamorados que son capaces de todo –incluso llegar al asesinato– por continuar estando juntos.

Pero que nadie se llame a error. James M. Cain no es un escritor romántico. De hecho, las parejas que viven hasta el último segundo su romance que nace del fuego de un sexo libre y salvaje, suelen terminar irremediablemente mal. Como si su transgresión al final fuera severamente castigada por una sociedad hipócrita pero fuertemente atada a los convencionalismos que imponen las jeraquías.

En este aspecto, el autor fue un poco más lejos en la todavía polémica La mariposa, una historia que se desarrolla en ambientes mineros donde un padre se enamora perdidamente de su hija, con la que llega incluso a mantener una relación carnal, y en las extravagantes Una serenata y Carrera en Re Mayor, que se desarrolla en el mundo de la música y en la que quizás se encuentren los personajes masculinos más débiles que salieron de la imaginación de su autor.

Una serenata cuenta con una atractiva versión cinematográfica dirigida por Anthony Mann en 1956 e interpretada por Mario Lanza, Joan Fontaine, Sarita Montiel y Vincent Price.   

En cuanto a estilo, James M. Cain se caracteriza por sus frases cortas y diálogos ágiles, lo que hizo que algunos lo encuadrarán dentro de la categoría de escritor hard boiled, denominación con la que nunca estuvo muy de acuerdo. Sus historias, además, van más allá de la cruda violencia boiled, ya que Cain más que un escritor de género negro es un escritor de novelas que trasciende el género.

Albert Camus no se cansó de elogiarlo, lo que significativamente le hacía bastante gracia al escritor norteamericano que como todo gran escritor cuenta también con títulos tan olvidables como Al final del arco iris y Galatea, aunque recupera su espíritu bronco y transgresor, siempre marcadamente sexual, en la estupenda Ligeramente escarlata, que quizá sea su novela más negro criminal junto El estafador, El cartero siempre llama dos veces y Pacto de sangre (Perdición/Doble Indemnización).

Regresó a los agitados años de la Guerra de Secesión en Mignon, pero es un título que no terminó de convencerme en su momento lo que hace que no descarte una segunda lectura para comprobar si se trata de un Cain con todas sus letras o de una más de las novelas alimenticias que escribió a lo largo de su vida.

Saludos, hoy recuperando a los clásicos, desde este lado del ordenador.

Diario de un esclavo sin amo

Miércoles, Marzo 7th, 2012

MAÑANA

Hace tiempo me regalaron la novela Petróleo del escritor norteamericano Upton Sinclair, título en el que se basa la película Pozos de ambición del interesante cineasta Paul Thomas Anderson. Con el paso de los años, y gracias a una de esas cada vez menos afortunadas visitas que realizo al Rastro de la capital tinerfeña me encontré con otra obra de Sinclair: Los dientes del dragón, que por inercia y debido al precio me procuré con una torva sonrisa dibujada en los labios.

Lo de la torva sonrisa es porque, pensé, el volumen iba a descansar en mi mesilla de noche donde se amontona una columna de libros que espera con resignada paciencia que les toque el turno de que me alimente de ellos o los tire a esa otra montaña de ejemplares donde descansan los que, a mi juicio, fueron lecturas condenadas, frustradas.

El caso, les contaba, es que pese a sus ochocientas y apretadas páginas, Los dientes del dragón me ha inoculado el veneno Sinclair como no supo inoculármelo en su momento Petróleo. Quizá se deba a que es una novela “europea” escrita por un escritor norteamericano comprometido con unas ideas que hoy muchos de los que la defendieron en el pasado les suena a chino mandarín.

Cabe destacar que Sinclair es autor también de una emocionante y propagandística historia que con el título de ¡No pasarán! Un relato sobre el sitio de Madrid rinde homenaje a la defensa numantina que la caótica II República, con la ayuda desinteresada de las Brigadas Internacionales, realizó en la capital de España durante los años de la Guerra Civil.

Lamento decir, sin embargo, que ésta no es una de las mejores novelas del escritor, aunque sí que se trata de una de las menos densas al no alcanzar las trescientas páginas. Con todo, es un título recomendable para los que, como quien les escribe, se confiesa aficionado lector de la literatura –con independencia de su signo ideológico–  que se escribió sobre aquel conflicto fraticida del que todavía los nietos y bisnietos de quienes se vieron las caras en las trincheras así como de sus víctimas en retaguardia, no quiere que cicatrice por aquello del navajeo entre imbéciles.

Todo esto viene a colación de que me encuentro esta mañana en una céntrica librería de la capital tinerfeña con, ¡oh, extraña sorpresa!, La jungla, uno de los primeros títulos de Sinclair que ha sido ahora editado en España.

Así que pienso, ¿me empujó el fantasma del señor Sinclair a entrar en esa céntrica librería de la capital tinerfeña que tiene molestos chivatos electrónicos en su puerta de entrada y salida a continuar descubriéndolo tras la gratísima experiencia que me está resultado devorar Los dientes del dragón?

Quiero pensar que sí.

MEDIODÍA

Llega a mis manos un ejemplar de Cucarachas con Chanel, de Dr. R (JRamallo), volumen que hace el cuarto de la colección G21 Narrativa Canaria Actual que dirige con mucha vista y sentido de la oportunidad Ánghel Morales, un tipo al que un día de estos habría que hacerle el homenaje que se merece por mucho que le pese a los que integran la tribu de los Morlocks de la patética –ahora que nadie nos lee– literatura que se escribe en Canarias.

Eso no evita que haga el signo de los ateos ante los elogios que me hacen de un libro que, sí, he comenzado a leer esta misma tarde dejando aparcado de momento las reflexiones simpre aleccionadoras del maestro Josep Pla, la vitalísima El diablo en cuerpo de Raymond Radiguet, los desarmantes relatos de Desde ahora te acompañaré a casa, de Kjell Askildsen y el ambicioso fresco que hace Sinclair de la Europa de entreguerras.

Vade retro Satanás, informo a los que se empeñan en venderme las excelencias de unas cucarachas perfumadas antes de que acabe su lectura.

Dejad que lo lea en paz, escupo mientras cojo el tranvía y subo la cuesta de esta ciudad de calvarios varios hasta bajarme en la parada del Puente Zurita, donde tres gorilas con chaquetas rojas comprueban la validez del billete de los que descendemos. Lo que me hace sentir como un espía británico en el Berlín de los nazis cuando uno de ellos, tras dejar pasar a una abuela que empuja el cochecito donde duerme plácidamente su nieta, observa mi bono como un SS de la Cuesta Piedra.

- Siga, siga usted.- me indica devolviéndomelo irritado mientras una estudiante de Solfeo ocupa mi lugar.

TARDE

Por la tarde, sobre las 18.30 horas, me dirijo a Tenerife Espacio de las Artes TEA para adquirir gratuitamente una entrada para ver el cortometraje El círculo, de Eugenia Arteaga. Una co-producción de Digital 104 y Funcasor, pero el hombre de la entrada me informa que las localidades para las sesiones de las 20 y 21 horas están agotadas. Me invita a que asista a la que se exhibirá a las 21.45, creo entender, pero niego con la cabeza.

Demasiado tarde, demasiado tarde.

Como no tengo nada mejor que hacer salvo la de ver a conocidos a los que no quiero ver cuando comienza a morir el día me meto en esa catedral del consumo que es el Corte Inglés mientras suena en mi cabeza la banda sonora de El manuscrito encontrado en Zaragoza, del maestro Penderecki.

TARDE NOCHE

Vuelvo a subir a casa en el tranvía. Vuelvo a bajarme en la parada del Puente Zurita donde ahora no hay chaquetas rojas y me tropiezo con un amigo recién llegado de Madrid con el que me tomo unas cervezas en el Callejón Sitjá.

Mi colega, con tres birras en el estómago, me confiesa que no pudo con Madrid por el mar.

- ¿Cómo que el mar?- le pregunto inquieto.

- Echaba de menos el mar.- responde agitando los brazos.

No se si ponerme a llorar o reír. Por deferencia a mi amigo no hago ninguna de las dos cosas y sí que pido otra ronda de cervezas.

Y mientras habla del mar y de lo caro que es la capital de España y de lo difícil que está la cosa, y de la puta crisis, y de que si seguimos así Europa va comenzar con lo del vicio griego –pero de verdad, destaca– con este país que antaño poblaron Quijotes y Sancho Panzas, veo en la esquina como un hombre bien vestido rebusca en un cubo de basura yo qué sé.

Y me levanto, tras eructar en silencio, diciéndole a mi amigo que me voy a casa porque estoy cansado y mañana, que es jueves, tengo que madrugar.

Doy media vuelta con la esperanza de que mi amigo el-que-echa-tanto-de-menos-el-mar dé por entendido que él pagará la cuenta y me dirijo a mi vetusta mansión mientras pienso que el mar tiene muchos colores y olores.

El mar…

En donde vivo, cuando me doy cuenta que está ahí, lo veo de azul marino pero en Cádiz lo recuerdo con un extravagante verde turbio y en Portugal de un verde profundo que me dio miedo y el del Caribe de un azul pálido que casi lo hacía blanco.

NOCHE

Llego a casa pensando en los parientes de los que hablaba tanto mi padre y tras revisar el buzón me encuentro con un paquete que lleva dentro un libro.

Mientras subo las escaleras con la lengua fuera intento abrir el sobre con los dedos pero tengo que utilizar las tijeras cuando cierro las puertas de mi vetusta mansión.

Enciendo el equipo de música, donde suena Schoolboys in Disgrace o esa gloriosa obra maestra de The Kinks, y saco el volumen.

Leo el título: Sobre el imaginario narrativo atlántico.

Y concluyo citando ebrio al ebrio Gérard de Nerval: Pardieu! Vive le Fantastique!

Saludos, pienso ¿luego existo?, desde este lado del ordenador.

El escritor norteamericano Paul Eldridge y sus ‘Cuentos de las islas afortunadas’

Martes, Marzo 6th, 2012

Al margen de la abundante literatura de viaje escrita por foráneos sobre las islas Canarias, cohabita un pequeño grupo de escritores que escogieron el archipiélago como fuente de algunos de sus relatos.

El más interesante, a mi juicio, es el escritor y poeta norteamericano Paul Eldridge, quien con sus Cuentos de las islas afortunadas (1959) compuso uno de los más interesantes frescos sobre la realidad de este pueblo chico, infierno grande visto a través de los ojos de un extranjero al que si bien se le puede criticar en algunos de sus relatos cierto folclorismo extremo, en otras de sus historias sí que se aprecia a un escritor de talento con una perversa capacidad para reflejar un cosmos provinciano que puebla una fauna diversa de personajes extravagantes. Comenzando por el propio autor de estos relatos.

Estos cuentos, que en su día fueron editados dentro de la colección Visiones desde fuera de Ediciones Idea (2004), con traducción y notas de Xavier Riesco Riquelme, recuerdan vagamente, como bien apunta Riesco Riquelme en la introducción del volumen, a los formidables e inquietantes relatos que en su día dejó escrito Ambrose Bierce, un narrador por el que en este blog sentimos confesa debilidad.

Quiero pensar que Eldridge –al que imagino como una especie de americano tranquilo vestido de blanco y sombrero de ala ancha sobre la cabeza paseando por las calles y plazas de las islas, mirando asombrado a sus gentes y algo tarumba por el vino y el clima–   y animado por el espíritu de ese extraordinario escritor estadounidense que es Washington Irving, creyó encontrar su peculiar Granada en unas islas donde la aplastante realidad, muy unida a una tenebrosa pobreza y consecuentemente a una falta de cultura de la que todavía no se ha recuperado, despertó su imaginación para contar una serie de historias en la que hombres y mujeres se miran a la cara dominados en algunos casos por el fantasma de los celos y la venganza, haciéndoles confundir realidad con ficción.

Coincido con Xavier Riesco Riquelme en calificar como uno de los mejores  relatos del libro el titulado El millonario, donde un tal Andrew King dilapida literalmente el dinero que le queda mientras pasea por las calles del Puerto de la Cruz y reflexiona: “Sí, un millonario. He probado el dulce néctar de las uvas de la opulencia y nunca más podré soportar el jugo aguado de la moderación. Te ríes. Creo que como he viajado por España, he contraído la locura del Hidalgo Inmortal. En primer lugar, Don Quijote estaba completamente cuerdo, pero ¿cómo podía combatir un mundo enloquecido excepto simulando una locura aún mayor? Lo golpearon y le saltaron los dientes siendo un loco, pero ¿te imaginas lo que le hubiesen hecho al pobre, si hubiesen sospechado que estaba cuerdo? Y en segundo lugar, ¿eres tan ingenua como para creer que la fama es el premio del mérito y la riqueza la recompensa del trabajo? La Fama, Conciencia, es resultado de la audacia y la riqueza de la inmodestia.”

Veinticinco relatos en total, más una Obertura, forman parte de estos aún poco conocidos Cuentos de las islas afortunadas, libro que incluye además de la pieza anteriormente comentada, títulos como el formidable La ramera de Tenerife, una historia con tintes de amor fou bajo la atenta sombra del Teide o el desarmante La última broma del tío Juan.

Muchas de estas historias transcurren en el Puerto de la Cruz y La Orotava, Tenerife, pero también en otras localidades de las islas como Lanzarote en  La anilla en la nariz.

La mayoría de los cuentos recogidos en el libro se mueven, además, entre la ironía, el desparpajo y una cierta inquietud que descoloca al lector. Lector que si bien reconoce algunos de los escenarios donde transcurren estas historias, no termina de componer exactamente su geografía ya que la virtud de Eldridge es la de haber fabulado una Canarias con personajes que viven a la deriva y con secretos inconfesables que hacen que observe este libro como una atractiva rareza. Una rareza que es clave para que, una vez pasado el tiempo, aún me adentre en sus historias con un asombro en el que se mezclan muchas sensaciones.

Transcurrido el paso del tiempo, otra de las características de Cuentos de las islas afortunadas es que se trata de un libro escrito desde dentro por un escritor que por esos caprichosos juegos del destino no goza en la actualidad de la fama que, a mi juicio, debería de merecer.

Esta y otras circunstancias son las que me animan a rescatar un volumen que si bien no se redondea y en ocasiones se hace pesado por adobarlas su autor con una serie de reflexiones que, en estos días de crisis miserable reducen su intención aleccionadora, el libro sí que cuenta con un puñado de historias en las que se aprecia literatura de la de verdad.

Es decir, ese tipo de relato que penetra en tus ideas y secuestra tu corazón; esas historias, en definitiva, que cambian algo que creías incambiable dentro de tu cabeza.

Y mi visión de Canarias –tras leer este libro– ya no fue ni es la misma desde  entonces.

Y yo por eso defiendo y sostengo que  ese peculiar fenómeno solo lo hace la literatura de verdad.

Saludos, buscando en el baúl de los recuerdos, desde este lado del ordenador.

‘El Santo’ visita Tenerife

Lunes, Marzo 5th, 2012

Leslie Charteris, el creador de El Santo, siempre consideró que la primera novela de su personaje fue Enter the Saint (1930), aunque los eruditos aseguran que ya había hecho de las suyas en 1928 al aparecer en Meet The Tiger!, novela de la que al parecer Charteris nunca se sintió muy satisfecho, retrasando el bautismo de Simon Templar a dos años más tarde.

El personaje, que disfrutó de bastante popularidad en los países anglosajones, multiplicó su éxito a raíz de una serie de televisión en la que el actor Roger Moore –el tercer James Bond cinematográfico–  interpretó a tan refinado como cool personaje de la literatura popular.

El Santo es un ladrón de guante blanco que gracias a su compromiso con los débiles siempre se lava la cara frente a la ley, lo que frustra los planes del infatigable inspector de Scotland Yard, Claud Eustace Teal, por cazarlo para meterlo entre rejas.

Lo que quizá no sepan algunos es que Charteris ambientó una de las historias de El Santo en Tenerife con el título de El picnic de los ladrones, y que fue editada al español en 2001 por Ediciones Idea en su colección con T de Tenerife.

Traducida por el militar retirado Emilio Abad Ripoll, quien además escribe el prólogo y las numerosas notas que plagan esta edición con el objetivo de situar al lector en cómo era la isla en 1935, fecha en la que se publicó esta entrega y año en el que se desarrolla la aventura, El picnic de los ladrones (en español con el título de El Santo en Tenerife) quizá no sea una de las mejores novelas de la serie pero sí que resulta un relato retro y notablemente realista sobre el paisaje y el paisanaje que poblaba por aquel entonces la isla.

Leyendo la novela uno descubre, además, que no han cambiado tanto las cosas: “La Plaza estaba casi desierta. Santa Cruz se va a la cama temprano, por la convincente razón de que no hay nada más que hacer. Simon entró en el coche y condujo en sentido ascendente por la calle Castillo.”

Como destaca el doctor en Filología Inglesa de la Universidad de La Laguna, José Luis García Pérez,  y autor de la Introducción de la versión española de El Santo en Tenerife (El picnic de los ladrones) la novela, entre otras curiosidades, está repleta de expresiones canarias que Charteris recogió de la calle durante su estancia en la isla, así como de notas de viaje que, inevitablemente, todo turista que recala en estos territorios del Atlántico destaca como el Teide, el valle de La Orotava y el bondadoso clima del archipiélago que hizo garantizar en pleno franquismo que Canarias tiene seguro de sol.

El Santo, algunas de cuyas novelas fueron publicadas en los años sesenta por Editorial Bruguera y Ediciones Molino en colecciones que intentaron aprovecharse del éxito inmediato que alcanzó la serie de televisión en nuestro país, también fue publicado en los años cincuenta por Luis de Caralt  con unas portadas de auténtico infarto –escribo estas líneas con el ejemplar de Hombre al agua (Saint overboard) y sé lo que me digo– para desaparecer de las librerías y kioscos cuando Roger Moore dejó de aparecer en pantalla interpretándolo.

La recuperación del personaje a finales de los años setenta y con Ian Ogilvy en el papel de Templar no contribuyó tampoco a que sus aventuras se reeditaran en un país que como España tenía en esos momentos la cabeza en otras cosas.

Para más información, pinchad en este enlace donde se hace eco de la edición en castellano de la novela El picnic de los ladrones.

Saludos, Val Kilmer nunca fue Simon Templar, desde este lado del ordenador.