Archive for the ‘Maldita televisión’ Category

‘Amor fou’

Martes, Agosto 21st, 2012

I.- MI PRIMERA TELE EN COLOR

La entrada de la primera televisión a mi casa fue algo así como el esperadísimo recibimiento –tras un largo y traumático parto- de un recién nacido al hogar de una deliciosa y excéntrica familia española en los años ochenta.

Por aquel entonces, averiguabas que programa o película se emitiría en color o en el tradicional blanco y negro si en la programación de la televisión que publicaban los periódicos locales aparecía un pequeño pero delator asterisco junto al título que iban a emitir.

Luego pasaba el tiempo, jugabas a lo que tenías que jugar y con exquisita puntualidad británica te sentabas frente al aparato y exclamabas ohhh cuando veías los colores que derramaba aquella pantalla hasta entonces vedada a la acuarela..

II.- Y LLEGÓ EL VHS

También recuerdo, en este post con pretendido sabor nostálgico, cuando aterrizó en casa el primer reproductor de cintas de vídeo. El debate que se suscitó entonces giró en torno al sistema por el que apostar: Estaba el  2000, el Betamax y el VHS.

La batalla la ganó en mi casa el VHS.

No saben ustedes la cantidad de cintas que grabé en este formato y que aún conservo repletas de polvo y telarañas en un cajón en el cuarto de los trastos. Podías además alquilar películas recientes en los vídeos clubes que por aquellos años se reproducían como setas en todas las ciudades de este país.

Bastaba con hacerte socio, pasear por sus entrañas mientras recorrías con la mirada las estanterías donde se almacenaban y, si tenías suerte, darte incluso un paseíllo por las porno que, habitualmente, permanecían marginadas en un cuarto adyacente y al que solo podían acceder mayores de aspecto sospechoso.

En mi imaginario, consideraba aquel cuarto como el espacio prohibido. Claro que, siendo hijo de Eva, pronto probé de la manzana del árbol de las ciencias con incursiones guerrilleras para adentrarme con entusiasmo adolescente en un género del que pronto me di cuenta funcionaba como el cine convencional: tenía su propio sistema de rutilantes estrellas.

III.- WONDERLAND

Rendí devoción a las películas protagonizadas por Ginger Lynn.

Nunca fui un fan fatal, como sí lo fueron otros compañeros de generación, por Traci Lords.

Es verdad que la magia de aquellas excursiones depredadoras en el cuarto prohibido se rompió cuando Canal + comenzó a emitir en codificado películas de este género, pero muchas de las cuales carecían de la inocente gracia de las que descubrí en aquel bosque que estaba más allá del bien y del mal. Esa fue una de las razones, y no otra, por las que aún reconozco ese canto libertario al género que sublima Paul Thomas Anderson en la aún reivindicable Boggie Nights, donde la espectacular Nina Hartley hace un pequeño pero trascendental papel. El filme se inspira en parte en la trágica vida del actor John Holmes, a quien Val Kilmer interpretó antes de que se nos echara a perder en la notable Wonderland.

IV.- VÍDEO CLUB

Con esto quiero explicar que guarde tantos gratísimos recuerdos de los vídeos clubes, muchos de los cuales comenzaron a salir del baúl de mis recuerdos al leer un artículo en El País donde se hace eco de su radical desaparición. Aunque algunos, antes de morir, estén apostando por otros modelos. Buscando, como dicen ahora los cursis, “otros nichos de mercado.”

En la actualidad soy socio de tres vídeos clubes en la ciudad que habito porque no sé, ni me he preocupado en aprender, a bajar películas. Confieso, de todas formas, que me gusta ir de vez en cuando a cualquiera de los tres videos clubes para ver qué oferta es la que me ofrecen.

Y si bien casi siempre los títulos coinciden, en uno encuentro otro cine, en un estante donde se puede leer Cine de autor que no deja de ponerme los pelos de punta como me ponía antaño otra cosa de punta la sección Porno; en otro, taquillazos de antes de ayer y hoy, y en el tercero, un apartado excelentemente nutrido de miniseries cuya existencia desconocía hasta que conozco cuando me doy una vuelta por su aparato digestivo.

V.- ALIMENTÁNDOME

Gracias a este último pude ver, recientemente, la más que correcta serie de televisión alemana basada en la vida de la familia Mann, Los Mann: La novela de un siglo  (Heinrich Breloer, 2001) así como Nuremberg (Yves Simoneau, 2000) y Cuando los leones rugieron (Joseph Sargent, 1994), entre otras de cuyo nombre ahora mismito no quiero acordarme.

VI.- CUESTIÓN DE LEALTAD

Y todo ello porque aún soy leal a esos años, los ochenta y principio de los noventa, en los que ir al vídeo club se convertía en una especia de fiesta. Una fiesta con parecido similar a la que organizábamos en mi adolescencia para ver –solo para ver– los carteles de las películas en los numerosos cines que había diseminado en esta capital de provincias que es Santa Cruz de Tenerife.

Es decir, unos días en los que podías pasarte la mañana entera contemplando los carteles que decoraban la fachada del Price, Baudet, Cinema Victoria, Víctor, Greco, Rex, Royal Victoria y otros que plagaban el callejero de una ciudad que hoy ha perdido todos aquellos islotes de evasión para una chiquillada cuya mejor fórmula de entretenimiento fue perder el tiempo en un cine.

VII.- OTROS TIEMPOS

En un cine, también es verdad, cuando el cine resultaba ser cine.

Lo escribo así porque es lo más parecido que he tenido nunca a una revelación mística. No he vuelto a sentir la misma emoción de entonces, cuando las luces de la pantalla se apagaban lentamente y se corría la cortina de la pantalla y si la película se trataba de una gran producción, pongamos por caso Lawrence de Arabia, escuchar con la mirada atenta a un cartel donde se leía la palabra Obertura, un resumen de la banda sonora del filme al que los dioses te habían invitado a asistir.

O a observar, mientras el corazón no dejaba de latir dentro de tu pecho, cómo una nave parecida a un triángulo isósceles y del tamaño de la isla de La Gomera atacaba otra de dimensiones reducidísimas en La guerra de las galaxias.

VIII.- UN REGALO DE LOS DIOSES

Todas estas películas las volví a ver tras alquilarlas en el video club pero te dabas cuenta que las reducida pantalla de tu televisor poca justicia le hacía a aquel regalo de los dioses hasta que aparecieron –muchísimo tiempo después– las teles de pantalla plana y con dimensiones espectaculares al mismo tiempo, paradójicamente, que se reducía el tamaño de la de los cines al transformarse en multisalas.

Le debo, no obstante, muchos felices descubrimientos a los vídeos clubes. Uno de los más afortunado fue alquilar Adiós al rey (John Milius, 1989) y verla dos veces seguidas. ¡Buena suerte, inglés!

Otra, en plena fiebre de cinéfago compulsivo, la de digerir La matanza de Texas y enloquecer con Leatherface bailando en la carretera con su sierra mecánica antes de que apareciera en pantalla The End.

En la sección de autor del otro video club, le debo mi progresiva y enojosa decepción con el cine de Win Wenders y mi atolondrado asombro por el siempre exquisito Betrand Tavernier, entre otros muchos. Demasiados nombres a los que recurría confiando solo en mi instinto e imposibles de reproducir en este post.

XI.- LA FAMILIA

Imagino que este viaje, de iniciación como cualquier viaje, es mucho más sencillo hoy gracias a Internet, pero este comentario –ya dije– tiene la intención de rendir un pequeño homenaje a esos establecimientos que están desapareciendo del mapa de nuestra realidad porque el mundo avanza y todo se transforma.

Tanto se transforma que este escribidor, quizá con ya demasiados años encima, necesita mimarlo para entender ese extraño amor fou que siente por un arte que apenas actualmente le emociona y desarma.

Pero no por ello renuncia a una pasión que ganó gracias a nacer en el seno de una familia que le educó a ver cine.

Un cine que se acostumbró a ver rodeado de los suyos.

Primero en aquella televisión en blanco y negro donde quedó deslumbrado con Stromboli, tierra de Dios (Roberto Rosselllini, 1950) y En un lugar solitario (Nicholas Ray, 1950) por citar dos películas de las que guardo aún su flechazo. Y que continuó más adelante y ya con la televisión en color y el vídeo VHS hasta mi partida del nido familiar.

Tiempos en los que el dvd, la pantalla plana y el disco compacto no pudieron sustituir ese cordón umbilical que contribuyó a aferrarme, yo diría incluso sicilianamente, a los míos.

Tanto, que el otro día, viendo con mi madre Camino del Rocío (Rafael Gil, 1966) me emocioné como no me había emocionado en mucho tiempo.

Y cuando escribo emocionar es que mis ojos se anegaron de lágrimas viendo una película que, como un bolero, me hizo retroceder empalagosamente en el tiempo. Un tiempo, éste, que forma parte de esa película que es mi vida.

 Saludos, de un espectador que no piensa en que siempre nos quedará París sino que al final aparecerá la caballería,

¡¡¡Curro Jiménez nunca muere, bastardos!!!

Jueves, Agosto 9th, 2012

Sancho Gracia logró algo insólito en un país acostumbrado a hurgarse el ombligo solo para sacarse la roña.

Lo insólito de Gracia y ahí radica la gracia, –amos, amos con esas patillazas- es que se metió en el bolsillo a los ciudadanos de este país –y de otros lares, no vayan a creer ustedes– con un personaje, y una serie de televisión, Curro Jiménez, que a su manera contribuyó a mirar con desparpajo y mucho cachondeo el pasado de Expaña para subrayar la mitología del súper hombre tal y como la entiende o entendía el español de toda la vida: cuando ama, ama de verdad. Y cuando le tocan las pelotas no pregunta sino que responde sacando la faca. La navaja.

También sirvió Curro Jiménez para explicarnos a los chavales de aquel entonces que en la compleja Guerra de Independencia para echar al francés del territorio peninsular, un grupo de descamisados se escapó al monte para hacer la guerra a su manera.

Esta forma de guerra, conocida como guerrilla, creó parafraseando a Ernesto Guevara algo así como muchos Vietnam en un país que comenzaba a tomar conciencia de sí mismo. Y esa conciencia le debe mucho a guerrilleros broncos que, como el Jiménez televisivo, representaba una España hambrienta y feroz que, pese a que digan lo contrario los letrados, aún late en el corazón de esta nación.

Vista con distancia y cierta perspectiva, Curro Jiménez no deja de ser una curiosa reinterpretación de Robin de los Bosques solo que ambientado en las sierras de mi querida Andalucía.

Junto a Curro Jiménez (Sancho Gracia) cabalgaban a su lado trabuco en mano el inolvidable bruto de buen corazón, El Algarrobo (Álvaro de Luna); El Estudiante (José Sancho) y El Fraile (Francisco Algora), una especie de nuestro fray Tuck.

Al morir en uno de los episodios El Fraile, fue sustituido por otro representante de la raza celtibérica, El Gitano (el especialista Eduardo García), cuarteto que en la mayoría de los episodios se medía contra el francés y los afrancesados al son de la inolvidable y chirriante banda sonora de Waldo de los Ríos.

No sé cuantas veces jugué en la calle tras pelearme con los amigos a ver quien hacía de Currro Jiménez, El Algarrobo, El Estudiante, El Fraile y luego El Gitano. Sí que recuerdo que los personajes más demandados eran el mismo Curro Jiménez y El Algarrobo, pero que no pasaba lo mismo, de hecho nos daba igual, si en el sorteo te tocaban los otros protagonistas.

La verdad es que Sancho Gracia, que fue como un actor al que le interesaba más la acción que dotar de cierta dimensión psicológica a sus personajes, ya había probado y con éxito su afición a un cine despreocupado y cotufero en una serie de películas donde como secundario hacía de pistolero o macarra de gatillo fácil.

A él le debo, además, y de ahí mi reconocimiento, que leyera a tierna edad una de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos, Los tres mosqueteros, al interpretar al intrépido D’Artagnan en la telenovela del mismo título.

¡Data de 1971!

¡Cómo pasa el tiempo, demonios!

Sin embargo, si por algo reconozco a Sancho Gracia –hombre que se parecía casi como hermano gemelo no ya por físico sino por carácter con el padre de un buen amigo mío– es por sus trabajos en la televisión en unos tiempos donde la pequeña pantalla de este país no resultaba tan idiota como la de nuestros días.

Vale, solo había un canal y un poquito más tarde dos, pero la pagaba el contribuyente y  las cosas se hacían con otro estilo. Con otra forma. Había o hubo, no sé, como un respeto hacia y con el espectador.

Y Sancho Gracia fue como un fijo en la edad de oro de las series de televisión con marca de fábrica nacional.

Solías verlo en Estudio 1 (¡Doce hombres sin piedad!), también en Los camioneros y mucho más tarde en Curro Jiménez. Que fue el papel de su vida, el que le dio popularidad… Tanta, que intentó continuar explotándola en una vergonzosa versión de El Zorro, solo que en la España ocupada por los ejércitos napoleónicos, que respondía al nombre de La máscara negra.

Fumador empedernido, amigo de la jarana y algo chulapo, los ochenta no fueron buenos tiempos para el artista. Aunque en esta década interpretó otro de los grandes papeles para la televisión por lo que sigue siendo recordado por los aficionados que lamentamos su muerte.

En Jarabo, primer episodio de la reivindicable La huella del crimen, serie creada por Pedro Costa Musté, y a las órdenes de Juan Antonio Bardem, Sancho Gracia se puso en la piel de un viva la vida con inquietante parecido no solo físico sino existencial con el actor.

Merece y muy mucho recuperar este capítulo. En especial, a mi juicio, porque Gracia, más que actuar hace de sí mismo que fue lo que hizo prácticamente toda su vida cuando se ponía frente a las cámaras. Es decir, que le bastaba con su personalidad arrolladora para llenar pantalla.

En este sentido, y que quede constancia de una vez, me quedo con el Sancho Gracia que vi y aprendí a querer y respetar en la caja tonta y no tanto, tonto, con el que me vendía en la pantalla grande.

Así que entiendo como modesto pero descafeinado tributo a su memoria el que fue su último papel protagonista: 800 balas del siempre excesivo Álex de la Iglesia, quien volvió a solicitar sus servicios en esa excéntrica crónica de la historia del siglo XX de este país que es la frustrada y frustrante Balada triste de trompeta.

Me quedo, y lo asumo, con el Sancho Gracia con el que fui creciendo mientras contemplaba una televisión que, ya digo, primero fue en blanco y negro y más tarde probó el color y que hoy, es mi parecer, da enojosos pasos hacia atrás como la economía de este patético país.

Un país, Expaña, tan necesitado hoy de gente como Curro Jiménez.

Ya saben, de supuestos bandoleros que roban a los ricos para repartir el dinero entre los pobres que somos casi todos… 

Saludos, mientras Sancho Gracia fuma y requetefuma en tierra de nadie, desde este lado del ordenador.

Juego de tronos… ¿continuará…?

Miércoles, Junio 13th, 2012

El pasado fin de semana contemplé en mi gigantesco televisor y en la mansión donde suelo escapar para huir de la siniestra realidad que me rodea, los cuatro capítulos iniciales de la primera temporada de Juego de tronos, una serie que está basada en las novelas del escritor norteamericano George R. R. Martin y que no he leído –ni creo que lea– porque pese a que me gusta este tipo de historias, confieso que mi estómago quedó más que satisfecho tras zamparme siendo un tierno adolescente El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.

De todas formas, quien les escribe siempre mostró más entusiasmo por el ciclo artúrico y las aventuras y desventuras de sus caballeros de la mesa redonda que por el universo de Tolkien y de toda esa descendencia bastarda que brotó a su sombra. En especial tras el éxito de tres películas inspiradas en sus novelas y que fueron llevadas al cine por Peter Jackson, quien por cierto se encuentra ahora trabajando en El Hobbit.

Sí que puedo afirmar que antes de que la popularidad alcanzara al señor Martin, conocí su nombre a raíz de una extraordinaria novela de vampiros llamada El sueño del Fevre, un relato del que conservo gratos recuerdos aunque no me haya molestado en releerla porque hay libros a los que se tiene que dejar tranquilos.

Del mismo autor, disfruté también de una antología de cuentos de terror y de Una canción para Lya, título del que apenas recuerdo nada.

Pero me voy por las ramas.

Como siempre.

Les contaba que este fin de semana vi la primera temporada de la serie inspirada en  Juego de tronos y mis reacciones aún son encontradas.

Son encontradas porque si bien está bien a mi no me termina por convencer. Será porque para perder el tiempo con intrigas de palacio prefiero volver a ver Yo, Claudio, la teatral adaptación que la BBC realizó sobre la novela de Robert Graves.

Me inquieta, además, el continuará… que obliga a ver los otros capítulos de la temporada con la esperanza de que se resuelvan las tramas que se dejan sueltas pero, cosa de la edad…, digamos que ya no estoy preparado para estas cosas.

Como muchos españoles, pequé de ingenuo con Twin Peaks. Y muchísimo tiempo antes de la revolución que han supuesto las series de televisión, con aquella entrañable marcianada que respondía al nombre de Falcon Crest.

Tuve un amigo que estaba realmente enganchado a Falcon Crest. De hecho, quería ver en aquella serie una especie de espejo de su vida.

Cretinadas como éstas son habituales cuando uno piensa que es el centro del mundo.

Mi problema con las series de televisión es que no soporto verlas episodio a episodio sino de una tacada. No me gusta el continuará… Nunca me ha gustado el continuará.

Una de las mayores frustraciones de mi vida como telespectador ha sido, en este sentido, tener la oportunidad de ver las dos primeras temporadas de Deadwood mientras espero a que alguien me pase clandestinamente la tercera y última entrega (fue cancelada) de la serie.

A dos metros bajo tierra, Roma y Carnivale las digerí completa porque me pasaron las series completas. Por eso, prefiero más las miniseries.

En este sentido, les recomiendo John Adams, una apasionante y rigurosa biografía del segundo presidente de los Estados Unidos, así como Mildred Pierce, que adapta la novela del mismo título de James M. Cain, y que ya fue llevada al cine con Joan Crawford en el papel de la sufrida madre protagonista.

En cuantas a bélicas, sigo considerando palabras mayores Hermanos de sangre y The Pacific, ambas producidas por Steven Spielberg y Tom Hanks.

Hay más. Lo sé, pero es que las puñeteras series de televisión no eran el objeto de este post.

No, el objeto es que George R. R. Martin será una de las estrellas del festival Celcius 232 que se celebra en Avilés. Encuentro en el que también estará presente el escritor tinerfeño Víctor Conde.

No conozco el Festival de Avilés, que parece que está consagrado a la novela de fantasía y ciencia ficción, pero sí que reconozco a algunos de los escritores invitados como los ya citados Martin y Conde, así como Ian Watson y Lisa Tuttle.

Celcius 232 se celebra del 18 al 22 de julio y para esta gente una palabra como crisis parece que no existe en su diccionario.

Lo que me hace pensar que sus organizadores son marcianos.

Los mismos marcianos que la semana pasada recibieron por todo lo alto –doy fe de ello, en uno de mis sueños brillaban de verde esmeralda los canales del planeta rojo–  a Ray Bradbury

El bueno de Bradbury.

Afortunadamente me quedan sus libros.

Esos mismos libros que no van a terminar en las hogueras de San Juan.

Saludos, odio el  ¿continuará…?, desde este lado del ordenador.

Gran Hermano

Miércoles, Mayo 23rd, 2012

No acostumbro a ver la televisión por una cuestión de higiene mental. Prefiero encender mi gastado dvd y perder (o ganar, según se mire) el tiempo con una película aunque hay ocasiones en las que, por motivos varios, me encuentro contemplando la pantalla por, empiezo a creer, puro y descarnado sadomasoquismo.

El último castigo visual se lo debo a Gran Hermano, un concurso que lleva ya tantas ediciones como la serie Viernes 13 solo que si en las películas hay un único psicópata destripando a quien se le ponga por delante, en este certamen de encefalograma plano todos, absolutamente todos, son algo así como el mismo Jason pero sin su instinto asesino aunque sí depredador.

Contemplando el programa, y para dar ideas al Big Brother, se me ocurre que podrían poner como prueba a los concursantes la de leer un libro. Un libro con más de quinientas páginas en apenas tres días como máximo. La obra, que dejo a la elección de los responsables, podría ser de caza mayor o caza menor, y al final y en eso que llaman confesionario, acribillar a preguntas al chico o la chica sobre la lectura.

La cosa podría dar juego. Me imagino a unos acostados leyendo en la cama. A otros sentados en la taza del váter con la mirada atenta en las páginas del libro o en la cocina mientras hacen tiempo para que se caliente el agua de los espaguetis.

No sé a ustedes, pero a mi me fascina ver a alguien leer un libro. Procuro, además, intentar descubrir de que libro se trata mientras el desconocido o la desconocida está metido en ese mundo al que no tengo acceso. Me suele pasar cuando viajo en el tranvía, antes de que irrumpan en el vagón la gestapo de chaquetas rojas exigiendo el billete para clavarle una multa al listo la lista que viaja de gratis.

Esta misma mañana, sin ir más lejos, mi mirada tropezó con tres personas que leían libros ajenos a la penosa realidad que había a su alrededor. Los que no leían, o bien observaban por la ventana o enviaban mensajes por el móvil. Apenas vi a nadie con un periódico y mucho menos con una de esas tabletas que amigos y enemigos me restriegan por las narices como si quisieran decirme –sin decírmelo con palabras– te estás quedando anticuado.

Ahí no queda la cosa para quien se está quedando tan anticuado.

En el Gran Hermano veo y escucho alucinado como una chica suelta emocionada que entrar en el concurso ha sido lo mejor de su vida. “Cumplir el sueño de mi vida”, dice.

Intento entonces averiguar cuál fue el sueño de mi vida cuando tenía la misma edad que esa mujercita y automáticamente pienso: la colección completa de Tintín.

Gran Hermano hace que recuerde también la primera vez que leí 1984 de George Orwell, que fue precisamente en 1984. Tras 1984, devoré Rebelión en la granja y más tarde uno de los libros más emotivos escritos por un extranjero sobre la Guerra Civil española:  Homenaje a Cataluña. Hay una fotografía de miembros del POUM en la que se puede ver a Orwell al fondo. A mi esa imagen todavía me emociona. También porque fue en tierras de España donde ideológicamente se quebró el espíritu de este excelente narrador británico.

A Gran Hermano me suena también la campaña que le ha entrado al Partido Popular en la Cámara regional en cuanto a la cultura se refiere. Leo que el diputado Felipe Afonso El Jaber critica al Gobierno regional por destinar casi 80.000 euros al documental Cubillo, historia de un crimen de Estado.

Para El Jaber el documental ofende a muchas personas y censura que mientras que el autor del intento de asesinato de Antonio Cubillo le pide perdón, el segundo no hace lo mismo con sus “cientos de víctimas.”

Concluyo que El Jaber no ha visto todavía el documental.

Concluyo que la consejera de Cultura, Inés Rojas, tampoco lo ha visto cuando responde que este trabajo recibió 7,75 puntos sobre 10 de la (des)comisión audiovisual. Puedo entender, sin embargo, que Rojas asegure que este notable alto no se dio por razones “ideológicas.” Y que más allá del personaje y su aventura independentista, rota desde dentro y mucho antes de que fuera objeto del frustrado atentado, a mi juicio continua pareciéndome un título necesario para entender el pasado y presente de este archipiélago que vive todavía con tanto miedo.

Miedo ¿a qué?

Pues al Gran Hermano.

Circula en la red un vídeo en el que se puede observar al viceconsejero de Presidencia, Jorge Rodríguez, reclamar en un estado de digamos sospechosa alegría: “una, grande y libre Canarias.” Lo suelta en un acto homenaje a Secundino Delgado, de quien ahora se cumple el centenario de su fallecimiento.

Y comparto mi miedo, que es la mejor manera de aligerarte el miedo, al comprender que el Gran Hermano nos vigila a casi todos porque casi todos servimos, efectivamente, al puñetero Gran Hermano.

 Saludos, está ahí ¡detrás!, desde este lado del ordenador.

Está pasando, lo están viendo

Miércoles, Diciembre 29th, 2010

Que 2011 va a resultar un año funesto pese a que aún sigamos nadando en las aguas de una opulencia falsa que ya es prácticamente inexistente, es algo que espero no se le escape a casi nadie.

Cosas de la crisis, el sistema se quita la careta del despilfarro para además de recortar derechos laborales que han costado sangre, sudor y lágrimas conseguir a lo largo de la historia, reconducir la situación hacia un amenazador fascismo con sabor a regaliz al que ahora suma a esa desquiciada (y censurable) política de prohibiciones varias, la de fundir a negro (en el caso que me toca) medios de comunicación que, como CNN+ , han sido irrepochables profesionalmente pero poco rentables desde el punto de vista empresarial.

Entre los aspectos más sangrantes y trágicamente cómicos –a mi juicio– del cierre de CNN+, tras once años emitiendo noticias en español salpicados de animados debates en los que la pluralidad era una de sus señas de identidad, es que su desprecio a los trabajadores que dejan en la calle y a esa audiencia minoritaria pero fiel -– su cuota de pantalla en noviembre se situaba en el 0,5 por ciento–  será sustituida ahora por la emisión en pruebas de Gran Hermano 24 horas.

Paradójico y cruel final para CCN+, que deja este hueco de noticias y debates para que su nueva audiencia ¿disfrute? de lo que hacen y dejan de hacer un grupo de escogidos papanatas que representa los más bajos instintos de este país que todavía me atrevo a llamar España.

No cuestiono, así son las reglas del juego, la durísima decisión empresarial que ha ordenado apagar definitivamente y con el mando a distancia la emisión de CNN+, pero no deja de conmoverme el mensaje final que el presentador de su último informativo, Benjamín López, pronunció en su discurso de despedida: “probablemente, todos pagamos ahora, los errores de otros”.

La negativa de PRISA Televisión a continuar produciendo el canal tras la fusión de Telecinco y Cuatro revela por donde iban los tiros de Benjamín López, y también a por donde irán en ese nuevo orden mundial que nos espera el próximo año. Tiempo en el que ya nadie entenderá de sueños ni de ilusiones pero sí “de cifras puras y duras”.

Tal y como está el panorama, con una televisión cada día más tonta, al espectador con algo de luces en la cabeza sólo le queda la opción de mandar al carajo este y mucho me temo que otros medios de comunicación para buscar refugio en otros territorios que aún no han sido contaminados por la rueda de la mediocridad informativa y cultural que nos aplasta.

No podemos así claudicar ante las grandes cadenas (por ejemplo, ese monstruo cuya fusión se hará efectiva en 2011 y que ha dado al traste con un canal donde aún se respiraba pluralidad) por una sencilla cuestión de higiene mental. Y sí animarnos, por el contrario, a rastrear oasis donde se hable y discuta en libertad.

Asumir, en definitiva, que somos las víctimas de lo que está pasando y que ha llegado el momento de decir basta.

Saludos, así están las cosas, desde este lado del ordenador.

Freaks

Miércoles, Diciembre 8th, 2010

En el hipotético caso que me propusieran escoger diez películas que salvara de la hecatombe nuclear tengo muy claro que dos de esos títulos serían King Kong (1933) y Freaks (1932) porque a mi juicio se tratan todavía de dos largometrajes que mantienen la misma capacidad de sorpresa que la primera vez que los vi.

Es probable que a alguno le sorprende en mi elección de filmes favoritos Freaks pero es que se trata de una cinta que no deja de remover sentimientos muy encontrados dentro de mi cabeza. Probablemente sea porque es una película que siempre me lleva a un sitio. También porque a medida que la veo descubro otras lecturas, lo que hace que cualquiera de sus revisiones me sepa siempre a nueva. 

Este largo puente he pensado mucho sobre este gran clásico del cine gracias al feliz hallazgo de una serie de televisión norteamericana que, al modo de Freaks, se desarrolla en una feria de monstruos en plenos años de la Depresión. Su título es Carnivale y cuenta con una sorprendente primera temporada que, la verdad sea dicha, va a menos en su segunda y última entrega.

No obstante, viendo Carnivale he vuelto a reafirmarme en la idea de que grande que es el cine y la televisión estadounidense por su capacidad para fusionar espectáculo y entretenimiento. Entretenimiento con sus trampas, vale, pero al que suele darle consistencia con una galería de personajes que despiertan tu amor y tu odio a partes iguales. 

Lo mejor de Carnivale es así –muy por encima de una historia que vuelve a incidir en la eterna lucha entre el bien y el mal con acento pseudo religioso desarmante– su envoltorio, su paisaje, el territorio donde se ubica un relato de corte fantástico que en ocasiones puede resultar muy inquietante. No es Freaks, naturalmente, ni siquiera aquel fascinante cómic de Bernie Wrightson que se desarrollaba en una feria de monstruos, pero sí que tiene algo de ambas Carnivale. Un algo que se te mete dentro y que independientemente de su trama confusa, repleta de vericuetos que abren caminos que al final no se resolverán, atrapa. Y atrapa porque como toda gran serie norteamericana de los últimos tiempos cuenta ese algo al que me refiero con un grado de seriedad que agradezco como espectador empantanado y sordo por las broncas canallas en directo que estallan en Sálvame, Enemigos íntimos o La noria (que son programas a su vez de freaks nacionales pavorosamente reales) o esa serie de romanos made in Spain que es Hispania. Producto que no deja de ser una simpática reactualización del peplum pero sin las ambiciones políticas y antropológicas de clásicos como Yo, Claudio o la deslumbrante Roma.

Carnivale, como las mejores series de ficción que hoy por hoy se están cociendo en la televisión norteamericana, es un producto de la HBO, cadena que se ha convertido en una especie de manantial que mana agua fresca en este desierto de naderías y chillidos en el que últimamente ha caído la televisión. Solo espero que algún productor inteligente español (porque haberlo los hay, supongo) recoja ese testigo y sea capaz pese a sus limitaciones presupuestarias de dar a conocer en nuestras televisiones productos tan brillantes e inteligentes como Carnivale sin renunciar a su propio acento. O a nuestra peculiar forma de ver las cosas.

Este post está escrito con el ánimo entusiasta de un espectador y aficionado que ha quedado cegado por la extraña magia que emana Carnivale. Por esa capacidad que tiene de ser un producto extraño, al margen, casi un freak en estos tiempos de vacío insultante en cuanto a entretenimiento televisivo se refiere.

Una serie, lo intuyo, que va camino de convertirse en apreciado objeto de culto entre los aficionados que nos hemos formado a base de miles de derrotas en la pequeña pantalla. 

Saludos, echándome el Tarot, desde este lado del ordenador.