Archive for Marzo, 2011

Triste, solitario y final

Jueves, Marzo 17th, 2011

La vida a veces depara sorpresas.

Sorpresas que te hacen más soportable la existencia.

Cae en mis manos un ejemplar de El último buen beso, novela de James Crumley, y siento la sensación (sensación que hacía tiempo no sentía) de manifestar mi más profundo agradecimiento al autor y a su obra.

Unos comentan que se trata de una novela policíaca pero como las grandes novelas de este género, El último buen beso trasciende las fronteras del género. Va más allá. Se convierte en literatura con nombre propio.

Grábense este nombre: James Crumley.

Unos dicen que esta novela contiene ecos chandlearianos porque se trata de un libro plagado de diálogos ingeniosos y de tipos duros con corazón tierno, pero incluso así, El último buen beso es otra cosa… un título que empapa por lírico, hermoso e incluso por curiosamente gótico americano.

También se puede leer como una novela de carreteras (casi toda la acción se desarrolla en vías secundarias que recorren caminos polvorientos) en torno a unos personajes que buscan desesperadamente pertenecer a una familia, por muy artificial y retorcida que ésta sea.

Mientras, una tal Betty Sue que hechiza tanto a hombres como mujeres se transforma en un fantasma tras el que va (y se obsesiona) C. W. Sughrue, un ex oficial del ejército cínico, alcohólico y mujeriego que es quien cuenta en primera persona este relato teñido de tristezas.

No conocía otros trabajos de Crumley, aunque me he llevado una gran alegría al descubrir en casa una de esas tantas novelas que tienes la oportunidad de comprar a precio de saldo en la Semana Negra de Gijón titulada Uno que marque el paso, título que ahora leo y que no es una nueva incursión de su autor en las geografías de lo negrocriminal sino un relato en el que rememora a través de un grupo de personajes a la deriva sus experiencias en la guerra de Vietnam.

Vietnam.

Vietnam está muy presente –pero también como un espectro– en El último buen beso.

Su protagonista intenta sanar las experiencias sufridas en el sudeste asiático cuando por casualidad y tras dar con el borrachín escritor Abraham Trageharne es contratado por la dueña de un bar perdido en la carretera (siempre la carretera, bares perdidos en la carretera) para que encuentre a su hija desaparecida. A la que no ve desde que se escapó de casa siendo apenas una adolescente.

La trama de El último buen beso se complica, claro está, pero no se lía como otras obras del género. Parece que a James Crumley le interesa más la poesía que destilan todos sus personajes. Personajes que son perdedores por ricos o pobres que sean.

Sughrue recorre en compañía de Trahearne y de un perro bulldog aficionado a la cerveza gran parte de los Estados Unidos tras las huellas de esa mujer que rompe corazones quizá porque es un espectro.

He sonreído en más de una ocasión leyendo El último buen beso, pero también es verdad que esa sonrisa se ha convertido en una mueca al finalizar una historia que como pocas últimamente ha sabido conmoverme y por lo tanto llegar al alma.

Está escrita por un hombre que tras regresar del infierno nunca supo adaptarse a un país donde su gobierno y sus ciudadanos lo evitaban como la peste por haber formado parte de una guerra que ahora todos deseaban olvidar.

Y esa sensación de estar de sobra, de no pertenecer a ningún lado, es uno de los ingredientes que mejor sabe explotar su autor en este título que no debería de faltar en la biblioteca de ningún aficionado al género y mucho menos de los que disfrutan leyendo buena literatura con independencia precisamente de su género.

Pero como siempre les advierto a los que tienen el alma llena de prejuicios: allá ustedes, que se lo pierden.

Saludos, grrrrrrr, desde este lado del ordenador.

“Reorientar” el programa Septenio

Miércoles, Marzo 16th, 2011

Extrañas cuanto menos las declaraciones que el viceconsejero de Cultura del Gobierno canario, Alberto Delgado, ha hecho públicas hoy y que recoge un despacho de la agencia Efe: “quizás no hemos sabido vender bien la idea del plan Septenio.”

Y añade que quizá se deba a que no han sabido explicar a la opinión pública que la actividad cultural puede generar economía. También que por primera vez en Canarias se está “exportando cultura”.

Curiosa reflexión la de Alberto Delgado. Aunque desarmantes cuando afirma que quizá esto haya sido así porque se prefirió invertir en proyectos culturales y no en publicitarios.

De todas formas quiero interpretar esta –reitero– extraña reflexión del viceconsejero como la de un tipo al que le deben de haber dado alguna colleja o bien como el llamamiento de un hombre que vislumbra un futuro muy negro para la cultura en Canarias.

Ya saben, su departamento ha sido el primer afectado por el cáncer de la puñetera crisis.

Esto no quita, sin embargo, que Delgado explote su vena irónica cuando la prensa canallesca le pide su parecer sobre la lluvia de críticas que ha recibido el programa desde sus inicios: “Parece que tengo 1.936 amigos y participo en 546 empresas”, responde aludiendo a las 1.936 personas y 546 empresas que han intervenido hasta el día de hoy en Septenio.

Delgado hizo estas manifestaciones a propósito de la inauguración el jueves 17 de marzo en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife y el viernes 18 en el Gabinete Literario de Las Palmas de Gran Canaria de una exposición en la que se mostrará “la diversidad” que a su juicio ha caracterizado el programa Septenio.

Fotografía, danza, teatro, edición literaria y arquitectura, entre otras disciplinas artísticas.

Con esta exposición, resalta, se quiere dar una “reorientación” al Septenio.

Lo que no explica la nota de Efe es cómo.

Así que quiero imaginar que cuando Alberto Delgado habla de reorientar se refiere a publicitar entre la población de las islas lo que el programa pretendió desde sus inicios pero no supo transmitir: vender la cultura que se hace aquí. Meter en nuestras cabezas lo que significa que espectadores de otros puntos del planeta hayan apreciado un conjunto de propuestas con el objetivo de vender que el archipiélago además de “plátanos y sol” vende otras cosas. 

Y como idea –que exige una urgente reorientación– me sigue pareciendo excelente.

Así que reoriente, señor Delgado, que no lo quiero ver como uno de esos vaqueros que galopan en la pradera hasta que en pantalla aparece el inevitable The End.

Saludos, cantando “I’m a poor lonesome cowboy, and a long way from home”, desde este lado del ordenador.

Cuestión de prejuicios

Martes, Marzo 15th, 2011

Hubo un tiempo en el que me costaba leer novelas y cuentos que estuviesen escritos por autores que no fueran europeos y americanos. Bueno, no es exacto. Entre mis primeras y gratificantes lecturas infantiles se encuentra un viejo volumen de los años 20 que recopilaba seis de los cuentos más populares de Las mil y una noches, volumen curiosamente que ha pasado a la historia como texto para niños cuando se trata de una obra que entre relato y relato y relato que se mezcla incluye también sabrosos cuentos para adultos.

Pero me voy, como siempre, del camino. Contaba que durante los años de formación lectora algo me echaba para atrás cuando debía de enfrentarme a un libro que procediera de territorios que para mi resultaban tan desconocidos. Paisajes suponía lunares donde no practicaban los géneros que por aquel entonces (y aún hoy) me acompañan.

Si la novela o la compilación de relatos venía de Asia, África, Neptuno o Plutón… por mucho que me esforzara no visualizaba en mi cabezota cómo recrear a los personajes. Si el protagonista era, por ejemplo, chino, yo lo transformaba en una especie de blanco con ojos ligeramente rasgados… pero no bastaba porque resultaba falso y entendía que así estaba traicionando el espíritu de lo que leía.

Afortunadamente tan extraña manía, prejuicio, se hizo añicos cuando leí dos novelas que transformaron mi vida porque me enseñaron a ver una parte que no conocía de mi interior y también de los alrededores en los que me movía (y de vez en cuando me muevo) sin necesidad de travestir a los personajes. Claro que ahora que lo pienso, que estos libros fueran Confesiones de una máscara y El marino que perdió la gracia del mar de Yukio Mishima explica que limpiara el disco duro de mi memoria de tanta tontería.

Confesiones de una máscara es un libro que me agitó de arriba abajo como de abajo arriba por su aplastante y desnuda sinceridad. El marino que perdió la gracia del mar sencillamente me atrapó porque me hizo volver a una infancia que ahora solo reconstruyo de manera legendaria.

Fue tanto el impacto de este último título, que leyéndolo se me grabó al rojo una de las frases finales de este extraño y revelador relato: La gloria, como todo el mundo sabe, tiene un sabor amargo.

Y no soy lector que se grabe frases que le sacudan. En esos casos (ya menos) suelo subrayarlas con lápiz para volver a descubrirlas años más tarde, cuando pierdo el tiempo rodeado de esos amigos que no hablan pero que tanto me entienden como son los puñeteros libros.

En todo caso y gracias a Confesiones de una máscara y El marino que perdió la gracia del mar me di cuenta pasmado (porque no encuentro otra palabra que defina aquel estado de gracia) que no resultaba tan costoso meterme en la piel de personajes que no tenían nada que ver con los que llaman caucasianos. Por mucho que sus costumbres me parecieran diferentes.

Lo mismo me pasó con otros autores que no tenían el color rosado como la piel de los cerdos. Me refiero a potentísimos escritores afroamericanos como James Baldwin, Richard Wright y Chester Himes.

Himes, un escritor del que podría pasarme horas y horas hablando. Y todo Por amor a Imabelle

Luego vinieron otros tantos. Narradores y poetas de otras latitudes que no pertenecían a los del acomodado y eunuco primer mundo, como acertadamente lo definió en cierta ocasión Anthony Burguess, para darme cuenta que en todas partes se hace buena y mala literatura.

Recuerdo que en el grupo de aspirantes a escritores con los que me movía en aquel tiempo sonaba mucho el nombre de Amos Tutuola  y su El bebedor del vino de palma.

Recuerdo también como hablando con algunos de ellos después de haber leído el libro me di cuenta que la mayoría lo citaba de forma entusiasta sin haber abierto el libro.

Pero estas cosas pasan. Pasan cuando te encuentras solo en una manada que sigue con fe ciega a un guía. El guía sugiere un nombre y el resto se transforma en apóstoles de ese nombre aunque lo desconozca. El caso es recitar por las esquinas: ¡¡¡Leed al Amos Tutuola!!! Y mirarte de forma rara si levantas el dedo y dices: Yo lo he leído y bueno, está bien pero

Ese pero suena a anatema.

Lo apunto porque ahora unos y otros están empeñados en iniciarme en el asombroso universo de la novela policíaca escandinava y no hay manera que me anime a meterme en la piscina del asombroso mundo de la novela policíaca escandinava.

Otra cosa curiosa que me pasaba antaño pero no por prejuicios sino torpeza  lectora eran enfrentarme a los novelones clásicos rusos.

Y no porque fueran novelones cásicos rusos sino porque me trababa como un paleto ante los nombres de sus protagonistas.

Ya saben, cuando me tropezaba con los “Y entonces Rodion Romanovich Raskolnikov dijo…” O “Dimitri Prokofich Razumikhin señaló…” terminaba por leer para ir más rápido: “Y entonces Rodion Roma dijo…” O “Dimitri Proko señaló…” haciéndome un lío cuando en la misma obra la mitad de los personajes eran de la misma familia. Una legión de primos, tíos y sobrinos.

Acabé con esta mala costumbre leyendo por completo el nombre de sus protagonistas, por mucho que detuviera mi furia lectora. Si Rodion era también Romanovich Raskolnikov pues era Rodion Romanovic Raskolnikov y en paz.

Al final leías el nombre como si nada. 

Curiosamente, este fenómeno prejuicioso nunca me pasó con el cine.

En mi época era bastante habitual que se exhibiera a las 4 de la tarde en aquellas salas hoy desaparecidas películas de un tal Godzilla o la versión nipona de un tal Superman.

Me encantaban (ahora ya no tanto, una lástima).

En todas estas películas donde las criaturas despertaban del sueño gracias a las bombas nucleares y se dedicaban a arrasar Tokio –nadie se acuerda de ellas en estos días en los que el maremoto ha devorado parte del gran país del Sol naciente) cuando aparecían actores norteamericanos con el fin de comercializar estas catastróficas producciones a mí me molestaba bastante su presencia.

Pensaba algo así: “que hace ese puto blanco en mi película…”

Aficionado también a las blaxplotation (ved Drácula negro y Shaft, entre otros héroes y heroínas que las tuvo, adelantándose décadas a la irrupción de las chicas blancas también son guerreras con la teniente Ripley a la cabeza en Alien) me lo pasaba pipa cuando aquellos tipos con melena hinchada le partían la cabeza a macarras y si se terciaba a policías igual de macarras blancos como la nieve que hoy cae sobre el norte de esta isla que se llama Tenerife.

Con las de karatekas el sentimiento que me comía por dentro era muy similar. No las he vuelto a ver, por eso quiero seguir pensando que El furor del dragón es un clásico. Ahí ves como Bruce Lee acaba con Chuck Norris si no recuerdo mal en la arena del Coliseo romano.

¿Y a qué venía esto?

La verdad es que no me acuerdo.

Al final todo se reduce a prejuicios.

Saludos, amigos, desde este lado del ordenador.

Durmiendo con su enemigo

Lunes, Marzo 14th, 2011

Reproducimos a continuación el texto publicado el pasado 12-III- 2011 en El Perseguidor (suplemento cultural que edita los sábados Diario de Avisos) dedicado a la nueva edición que Ediciones Escalera ha incluido en su colección Precursores de las novelas Él y Ella, de la escritora tinerfeña Mercedes Pinto (1883-1976). Estos dos títulos se presentan este martes, 15 de marzo, en La librería de Mujeres (calle Sabino Berthelot, 42 en Santa Cruz de Tenerife) a las 19.30 horas. Presentan el acto Alicia Llarena y Elica Ramos.

“- ¿Le tendrá usted mucho temor, verdad, señora?- me dijo con interés una persona amiga.
- Ahora ninguno –contesté sinceramente. El miedo en las almas como la mía no viene, no puede venir, no es lógico que venga de actos cuya notoria injusticia salta a la vista de todos. El miedo sólo se adueña de estas almas cuando los absurdos toman envolturas razonables, cuando la mentira pone en el manto remiendos de verdad, cuando la locura esconde los cascabeles y le roba la balanza a la justicia… Porque yo no tengo temor a las máscaras vestidas de fantasma, sino a los fantasmas que se visten de jueces…”

l, Mercedes Pinto)
 
La popularidad de Mercedes Pinto –a quien se le dedicó el hoy denostado Premios de las Letras Canarias en 2009– le debe mucho a la adaptación que el realizador aragonés Luis Buñuel realizó de Él en la mejor etapa cinematográfica del cineasta, la mejicana, aunque esta versión buñueliana resulte demasiado buñueliana al explotar con su peculiar manera algunos de los momentos que describe con fría pulsión narrativa la novela de Mercedes Pinto.

Lo primero que llama la atención de Él es que se trata de un texto literario que puede sugerir a unas incómodas memorias o a una impactante y provocadora novela corta (el volumen apenas llega al centenar de páginas). También que el lector se encuentre ante un libro insólito. Insólito no solo por la fecha de su publicación (1926) sino por la voz que empleó su autora para contar esta historia de malos tratos.

Si algo sorprende de la novela Él de Mercedes Pinto es que está escrita sin apasionamiento, casi se trata de una crónica distanciada del viaje al infierno de una mujer casada con un loco. O un ogro enfermo de soberbia al que la sociedad, paradójicamente, parece darle casi siempre la razón.

Leyendo este texto, de una contemporaneidad perturbadora, parece que Pinto no quiera ejercer juicios de valor, sino detallar una serie de hechos terribles para que el lector los juzgue. La voz narradora no está teñida así de victimismo. Tampoco dramatiza los hechos que describe, se limita a exponerlos quizá porque están contados por una mujer que se hizo fuerte al entender que la crueldad solo procede de los débiles. Y a mi juicio quizá sea este uno de los rasgos más interesantes de un texto que ya se ha convertido en un clásico y que por lo tanto permanece inalterable pese al paso de los años.

En este relato que en ocasiones puede resultar casi sadomasoquista, Mercedes Pinto escribe sobre su pareja, ese Él que es pronombre no prohombre: “Yo no podía odiarlo, convencida como estaba de su irresponsabilidad. Al contrario, sentía por Él una honda y profunda piedad, que le demostraba en todo momento, haciendo olvido en ocasiones de mi dignidad de mujer, y perdonando, perdonando continuamente…Las gentes en cambio lo creían sano y unos le llamaban “malo”, otros “cruel”, y otros “raro.”

Él tiene mucho de autobiográfico. Material el de su vida que también le sirvió para moldear Ella (volumen que también ha rescatado del olvido ediciones Escalera), y que debería de ser de obligada lectura para los que aún se cuestionan la validez de las letras escritas en este pequeño pero intenso territorio disgregado que son las Canarias.

La isla, las islas, sin embargo, no aparece como geografía en Él, aunque no cuesta imaginarse este descenso consciente o no a los infiernos en unas Canarias tan apegadas a su modo de vida.

En algunos fragmentos de la novela, porque se trata de una novela escrita en fragmentos casi como si se tratara de recuerdos dispersos que la autora pretende hilvanar en las páginas a modo de pequeños pero intensos resúmenes, la protagonista habla de la enfermedad de su esposo con amigos, abogados y médicos que no le aportan soluciones. En todo caso le sugieren que continúe resignada a su calvario, incapaces de romper los rígidos esquemas de una sociedad hipócrita que prefiere no escuchar, ni hablar ni ver lo que sucede más allá de sus tranquilas viviendas.

Él por eso resulta una obra tremendamente audaz y revolucionaria. Un texto que indaga con agudeza psicológica el carácter no solo de un maltratador sino de su víctima. Que explora la extraña relación que se teje entre un hombre y una mujer. El primero enfermo, un esquizofrénico con instintos homicidas. La segunda una heroína de nuestro tiempo. Una mujer que es capaz de reflexionar: “¿Por qué era aquella lucha continuada? Cuando Él atacaba al médico en su honor, se encolerizaba éste acusándolo de malvado; cuando sufría un claro ataque de idiotez, le quería poner la camisa de fuerza. Y hasta mi madre, tan ecuánime, se levantó violenta, al oírse insultar por Él, una madrugada…
Sólo yo, entre doctores y profanos, lo cuidaba con dulzura y lo repelía con entereza, pero segura, absolutamente segura, de su completa perturbación
”.

La excelente edición de Él editada por Escalera incluye también la ponencia El divorcio como medida higiénica que impartió en 1923 en un mitin sanitario en la Universidad Central de Madrid. Con estas palabras, Pinto cerraba un programa de actos que contó con la asistencia de su Alteza Real, el príncipe don Luis Fernando de Baviera, y que fue un sonado escándalo en su época.

Entre otras reflexiones, apunta: “Yo vuelto a repetirlo, no vengo a abogar por una solución determinada porque mi actuación es mucho más humilde, es la de exponer un mal y rogaros su remedio, pero al hablar del problema de los hijos en el divorcio me ha parecido siempre muy fácil de resolver; deben estar con el sano moral y material; porque no debe establecerse un divorcio fácil como en esos Estados de América en que se separan por fútiles motivos, sino un divorcio depurado en que se pruebe con datos irrefutables que uno es el causante, y entonces, hallando motivo serio para ello, los hijos sean dados a la parte sana, como los hijos que hoy con el deficiente divorcio existente en España se entregan a la parte honrada y moral. Si se estableciera el que yo pido, el divorcio higiénico, se entregarían los hijos al esposo saludable para que, en lo posible, no sean víctimas los inocentes.”

Saludos, recomendando vivamente ambos libros, desde este lado del ordenador.

¿De que vas, James Ellroy?

Domingo, Marzo 13th, 2011

Tuve la suerte de descubrir a James Ellroy por La dalia negra. Novela que compré en una de librería de aeropuerto para leerla en un largo viaje transoceánico que emprendía con el único objeto de matar el tiempo ante la que me esperaba estando en las alturas.

Fue una buena compra.

Es más, fue una compra excelente.

Prácticamente devoré el volumen antes de que el avión tomara tierra, pasadas casi once horas largas de monótono vuelo.

Desde ese entonces, James Ellroy se ha convertido en uno de mis escritores de cabecera. Esas cosas pasan cuando te encuentras con un autor del que no tenías noticia hasta ese momento.

Lo primero que hice –ya de vuelta del paraíso al infierno– fue leer su cuarteto de Los Ángeles, quizá lo mejor que ha producido literariamente hablando el escritor.

Más tarde digerí la trilogía dedicada al investigador Lloyd Hopkins y después su inquietante autobiografía, Mis rincones oscuros, y novelas y relatos menores como Clandestino y Noches de Hollywood. También sus artículos de prensa compilados en el volumen Ola de crímenes y sus extraordinarias y primerizas novelas Réquiem por Brown y El asesino de la carretera.

Con esto solo quiero decir que mi seguimiento hacia la producción literaria de Ellroy ha sido el de un rendido aficionado que incluso ha sido capaz de perdonarle los caprichos de su últimamente telegráfico estilo. Estilo que explota en sus monumentales América, Seis de los grandes y Sangre vagabunda, volumen con el que cierra su peculiar visión de los  Estados Unidos en los años sesenta.

Huelga a decir, pero lo digo, que siempre espero un nuevo título de Ellroy como si fuera agua fresca en ese copioso desierto de naderías varias en la que se está enterrando la novela policíaca en los últimos tiempos, quizá porque hoy desprecia reinterpretar a sus clásicos. Me refiero a poetas de la soledad y el desarraigo como David Goodis, Horace McCoy o William R. Burnett, entre otros.

Leo por eso con entusiasmo baboso el último Ellroy publicado en nuestro país, A la caza de la mujer, y me siento estafado por el ya veterano maestro del horror americano.

No se trata de una novela, ni quiera de unas memorias. Es un libro prescindible sobre sus relaciones con las mujeres. Las distintas mujeres que han ido protagonizando su vida para librarse –sugiere Ellroy– del fantasma de su madre asesinada.

Este testimonio de una moral enojosamente adolescente, aburre. Y aburre porque Ellroy como amante y amado debe ser un señor bastante aburrido.

Es un libro además que quiere ser un rendido homenaje a su actual pareja sin hacer daño a las que dejó atrás mientras escalaba la montaña del éxito que lo ha convertido hoy en un novelista multimillonario. Ya saben, de los que venden solo por poner su nombre en portada.

Ellroy, como otros narradores, se ha transformado así en marca.

Vende porque se trata de una de Ellroy.

Y yo, triste de mi, compré su A la caza de la mujer porque era Ellroy.

Y efectivamente es una de Ellroy, pero sin gas. Una nadería. Un montón de páginas donde solo retrata boberías.

No he visto sentimiento, ni destello, ni originalidad en esta presunta cacería de mjeres que emprende el hoy domesticado Ellroy. De hecho, sus aventuras con el otro sexo son de una obviedad aplastante. Tan aplastante que quizá sabiendo la falta de química que caracteriza a sus relaciones sentimentales, el escritor se empeña por trufarlas de reflexiones enojosamente pueriles.

Lo que descoloca a un aficionado que, como quien les escribe, esperaba otra cosa del antaño perverso fabulador.

A la caza de la mujer se me atraganta porque es un testimonio disperso que hiede a falso. Una mentira colosal con la que Ellroy aprovecha su marca para explotar el bolsillo de sus aún leales lectores.

Se trata de una mierda, como admitiría un Ellroy sin la máscara de autor con la que ahora pretende ir por la vida.

Y una mierda dice un lector al que no le hace falta ponerse el antifaz para tirar a la hoguera esta pobre reflexión que solo confunde al que espera encontrar en sus libros nuevas y atrevidas reflexiones sobre esos rincones oscuros –siempre crudos y desnudos– del alma humana.

Saludos, escapa del redil, James Ellroy, desde este lado del ordenador.

Pasando lista en el Callejón de los (intelectuales) Borrachos Famosos

Sábado, Marzo 12th, 2011

El viejo Hank (Charles Bukowski) haciendo de las suyas en el prestigioso programa Apostrophe de la televisión francesa Antenne 2, presentado y dirigido por el mítico Bernard Pivot.

ANTES QUE NADA…

Cádiz es una de las ciudades más bonitas de España. A mi juicio, claro está.

Debe ser que la conozco desde que soy muy pequeño porque la mitad de la sangre que aún corre por mis venas procede de tan señorial como liberal capital de provincias.

A mi me encanta perderme por las calles de Cádiz, la mayoría de ellas estrechos callejones en los que siento el latido de la Historia. Pero no un latido pesado sino muy vivo que se mezcla con el acento de sus habitantes y su peculiar y despierto sentido del humor.

Todas las veces que he visitado Cádiz me he sentido muy feliz. Feliz por ver de nuevo a mi familia, feliz por subir a las murallas e imaginarme como la isla fue el único territorio que resistió la invasión napoleónica mientras acogía la primera Constitución de este país de cabestros.

Es una ciudad, de verdad, digna de conocer.

Y de olvidarte de quien eres en su maravillosa pequeñez.

Siempre me hizo gracia que mi abuelo cuando cruzaba una de sus callejuelas me avisara con su característica media sonrisa que entrábamos en el Callejón de los Borrachos Famosos.

Mi madre me lo recordó esta misma tarde mientras veía una película cuya acción se desarrolla en la Tacita de plata.

He buscado por la red sí esa calle existe realmente con resultados frustrantes. Por lo que imagino que el nombre de ese singular callejón probablemente se trate de una leyenda familiar. Pero que mi santa madre lo mencionara hoy me hizo revivir los buenos momentos que he pasado en esa ciudad. Una ciudad donde, todo es posible, quiero creer que existe un callejón que se llama el de los Borrachos Famosos.

MARDITO, BENDITO ALCOHOL

“El alcohol es como el amor. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la chica”. (Raymond Chandler. El largo adiós).

Hoy el único borracho (más bien politoxicómano) famoso del que tengo noticia es Charlie Sheen. Sheen se ha convertido en carne fiesta para los ángeles custodios de nuestra moralidad globalizada por sus continuas salidas de tono y mandar al carajo al jefe del estudio que le pagaba el mejor salario a un actor de televisión por la serie Dos hombres y medio.

La prensa reptil dice que lo ha hecho por estar perdido en noches empapadas de alcohol, drogas y starlet del cine pornográfico.

Sheen pide ahora ayuda.

Lo pueden ver en un vídeo gangrenoso donde el actor ido como una maraca reflexiona tantos disparates juntos que al final no sabes si ponerte a reír o a llorar.

Quiero pensar cuando dejo de ver tan carnívora grabación, que el chico malo olvidará sus penas una vez más refugiándose en el regazo de mujeres que solo existen en esa industria cinematográfica y probando sustancias que ya no pueden alterar lo que imagino debe ser un cerebro muy frito.

En estos tiempos idiotizados Charlie Sheen se ha convertido sin embargo en mi cada día más loooca cabeza en una especie de referente. De referente de la autodestrucción que me saca encendidos colores. Solo pido que alguien le ayude para que cuando se restablezca y se dé cuenta de las tonterías que hizo estando artificialmente feliz, reconstruya lo que le queda de vida.

De todas maneras, hermano Sheen, puede usted irse tranquilo a la tumba, nadie le va a  quitar lo bailado. Usted entrará con honores en ese Callejón de Borrachos Famosos donde también ubico a Keith Richards (¡asegura que se esnifó las cenizas de su propio padre!) cuando nos diga adiós (que sea tarde, viejo) y otras tantas estrellas del rock como del jazz, con el coloso Charlie Parker y el dulce Chet Baker a la cabeza.

Y del cine.

Cuentan, entre otros, que William Holden falleció tras cogerse una trompa soberana en casa. Tropezó con una mesa y se partió la cabeza. Estaba solo.

Imagino que cuando descubrieron el cadáver flotaría en el ambiente el olor a bourbon. También al fantasma de Holden (como hacía en El crepúsculo de los dioses) narrando con ironía algo así como “qué forma más tonta he tenido de irme de este mundo…”

MARDITOS BEBEDORES

Entre los escritores quemados por el alcohol hay una larga lista de irresponsables pero también gigantescos narradores. A mi se me ocurren Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, Ernest Hemingway, Raymond Chandler (“El verdadero gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al martini.”); Edgar Allan Poe, Jack London (tiene una excelente novela sobre el asunto John Barleycorn. Las memorias alcohólicas), así como lo mejor de la literatura francesa de finales del XIX, con el insensato de Baudelaire a la cabeza.  

Otro ilustre alcohólico que hizo de sus borracheras material literario es Charles Bukowski, ese encantador viejo al que le encantaba rascarse los sobacos; y más que borrachos drogadictos con carnet de identidad la muchachada que formó parte de la Beat generation. Ya saben, el inquietante William Burroughs (su mejor novela, Yonqui, es una vuelta de tuerca a las Confesiones de un comedor de opio de Thomas de Quincey),  Allen Ginsberg y Jack Kerouac, adictos a la benzedrina o la anfetamina.

Otro gigante que malgastó su talento bebiendo lo impensable fue Dylan Thomas. En algún lado leí una vez que cuando llegó a su dieciocho whiskie seguido dijo algo así como “he batido un record”. Luego cayó en coma.

Más borrachos que merecen que su nombre se estampe en el Callejón de los Borrachos Famosos son los de O’Henry, Brendan Behan, Tennessee Williams, Vladimir NabokovRaymond Carver, Graham Greene y un largo etcétera que me obliga a plantearme una cuestión:

¿Toda esta gentuza nos habría legado algo mejor de los que nos dejaron si no hubieran probado una gota de alcohol?

Y otra cuestión:

¿Por qué no he citado a ningún escritor español o sudamericano enganchado a la botella?

Y UNA LISTA DE ILUSTRES Y MARDITOS BEBEDORES

He aquí una interesante lista que he pillado de la revista Life en la que presenta un mefistofólico reportaje fotográfico de famosos escritores alcohólicos y adictos a otras sustancias:

Charles Baudelaire (1821 – 1867): Absinthe, Booze, Opium
Dorothy Parker (1893 – 1967): Alcohol
Philip K. Dick (1928 – 1982): Amphetamines
Elizabeth Barrett Browning (1806 – 1861): Opium
Ernest Hemingway (1899 – 1961): Booze
William S. Burroughs (1914 – 1997): Heroin
Brendan Behan (1923 – 1964): Alcohol
James Baldwin (1924 – 1987): Alcohol
Edna St. Vincent Millay (1892 – 1950): Alcohol
William Faulkner (1897 – 1962): Alcohol
Tennessee Williams (1911 – 1983): Alcohol, Amphetamine, Barbiturates
Françoise Sagan (1935 – 2004): Alcohol, Lots of Drugs
Scott Fitzgerald (1896 – 1940): Alcohol
Jack Kerouac (1922 – 1969): Alcohol
Ambrose Bierce (1842 – 1914), Alcohol
Sir Kingsley Amis (1922 – 1995): Alcohol
Jack London (1876 – 1916): Alcohol
Sinclair Lewis (1885-1951): Alcohol
Hunter S. Thompson (1937 – 2005): Everything
Anne Sexton (1928 – 1974): Alcohol, Drugs
Norman Mailer (1923 – 2007): Alcohol
Edgar Allan Poe (1809 – 1849): Alcohol
Dylan Thomas (1914 – 1953): Alcohol
Louisa May Alcott (1832 – 1888): Opium
Paul Verlaine (1844 – 1896): Alcohol, Absinthe, Drugs
Dashiell Hammett (1894 – 1961): Alcohol
Ayn Rand (1905 – 1982): Speed/Dexedrine
John Cheever (1912 – 1982): Alcohol, Various Drugs
P. Donleavy (1926 – ): Alcohol
Elinor Wylie (1885 – 1928): Alcohol
Jean Cocteau (1889 – 1963): Opium
Arthur Koestler (1905 – 1983): Alcohol
John Steinbeck (1902 – 1968): Alcohol
James Agee (1909 – 1955): Alcohol
William Styron (1925 – 2006): Alcohol
Charles Bukowski (1920 – 1994): Alcohol
Eugene O’Neill (1888 – 1953): Alcohol
Stephen King (1947 – present): Booze, Cocaine, Prescription Meds
O. Henry (1862 – 1910): Alcohol
Malcolm Lowry (1909 – 1957)
Gregory Corso (1930 – 2001): Alcohol, Heroin
Truman Capote (1924 – 1984): Booze, Various Drugs
Flann O’Brien (b. Brian O’Nolan, 1911 – 1966): Alcohol
Richard Brautigan (1935 – 1984): Alcohol
Raymond Chandler (1888 – 1959): Booze

Saludos,  ¡estamos en Carnaval!, desde este lado del ordenador.