Archive for Febrero, 2012

Solo veo muertos… ¡¡¡Solo veo muertos!!!

Jueves, Febrero 16th, 2012

No soy un espíritu carnavalero –por mucho que se empeñe un hijo o una hija de mala madre en animarme a participar con el envío de mensajitos anónimos para curarse, imagino, el síndrome Manderley que le suscito– como para recibir con una ancha sonrisa y los brazos abiertos una fiesta que, sencillamente, me resulta indifirente.

Y que sufro y padezco.

Padezco porque no puedo exiliarme a otro lugar por estas fechas y viviendo, como vivo, en una zona de la ciudad donde transita –o baja y sube– toda clase de almas perdidas por el Carnaval, confieso resignado que he terminado por claudicar y asumir con mi característica paciencia rusa el rugido de una gente que canta el inevitable ¡¡¡ohhh, mamá, bandera tricolor!!! y aprovecha para orinar en la estrecha y, quiero pensar, siniestra callejuela en la que resido.

Hace tiempo, un vecino con muy malas pulgas que vivía en el tercero se dedicaba a tirarles cubos de agua a los que abajo se creían Luciano Pavarotti cantando con acento aguardentoso ¡¡¡ohhh, mamá, bandera tricolor!!! Pero la reacción de los de abajo al sentirse mojados solía ser bastante imprevista. Intenté explicárselo al vecino del tercero pero no hubo manera.

- No les tire agua.- le recomendé un día que me lo encontré en el rellano de la escalera.- Pruebe a arrojarles arañas o cucarachas. No hacen daño.

El vecino del tercero, una persona huraña, no me hizo caso y continuó con los cubos de agua con los resultados de siempre hasta que, imagino que jarto, un día decidió marcharse y vivir en otro lugar.

No me lo he vuelto a tropezar desde entonces.

Y en una ciudad tan pequeña y provinciana como Santa Cruz de Tenerife mira que es difícil no tropezarte con un conocido.

Lo que tiene, por otro lado, su encanto.

O no.

Pero vayamos al fondo del asunto.

El caso es que en los últimos años he terminado por ritualizar todo los viernes que da inicio al puñetero Carnaval lo de irme al cine porque se trata de un día en el que apenas encuentras espectadores en la sala.

Y si bien el cine se diseñó para que compartas el espectáculo con otros muchos a veces apetece también ver una película rodeado de otros pocos locos que, como tú, no son digamos que muy aficionados a la caprichosa fiesta.

Recuerdo así como hace tiempo me olvidé durante unas horas de que existía el Carnaval mientras veía Cartas desde Iwo Hima, de Clint Eastwood.

La magia, desgraciadamente, se hizo añicos cuando salí de la sala y me encontré con los primeros ositos de peluche, hombres travestidos explotando plumas y falsos policías, soldados y drugos de todo a cien bajando por la avenida.

Así que cuando llego a casa y noto que las ventanas empiezan a vibrar con el rugido de la marabunta suelo ver King Kong, la original, cosecha del 33, deseando que el rey de los simios –mi rey, mi monarca– aplaste a los que dicen que sienten el puto Carnaval en la sangre.

Este año, como siempre, volveré a ejecutar el ritual.

Porque este ritual supone para mi una simbólica ejecución.

Ya tengo película escogida.

Juan de los muertos. Matamos a sus seres queridos, del cineasta cubano Alejandro Brugués, que estrena esa especie de oasis cultural de la capital tinerfeña que es TEA Tenerife Espacio de las Artes. La cinta se exhibirá este viernes, 17 de febrero. Pero también el sábado, 18 y el domingo 19 en dos pases: 19 y 21.30 horas.

Ya nos hicimos eco de esta película de muertos vivientes en la Perla del Caribe en el facebook que tanto gusta y disgusta. Claro que en su momento no añadimos el interés que me suscita contemplar una película de zombis rodada en una isla que gobierna con mano de hierro no un muerto viviente pero sí un coma-andante, Raúl Castro, mientras su hermano, Fidel momificado, recibe en chándal a las visitas.

La historia de Juan de los muertos. Matamos a sus seres queridos transcurre en La Habana –una de las ciudades más hermosas del planeta pero también de las más descolocantes porque callejear por ella es cómo explorar en una capital en estado de guerra– donde una misteriosa infección está convirtiendo a sus habitantes en muertos vivientes con un voraz apetito por la carne humana.

La cinta la protagonizan Alexis Díaz de Villegas, Jorge Molina y Andrea Duro, entre otros. Y se ven el trailer, alojado en la misma web de TEA, se harán una idea de por donde van los tiros.

Una de zombi en clave de comedia zombi.

La cosa no es nueva, pero en clave cubana multiplica lecturas.

Políticas y de otro calado siempre que se vea con guasa.

Esa es mi esperanza.

No sé a quien se le habrá ocurrido escoger esta película para exhibir en TEA en plenos Carnavales pero digamos que quiero pensar que ha dado en el clavo. Debe ser que últimamente me siento como debe sentirse Juan de los muertos.

Tras ver la cinta, que será el viernes Dios mediante, regresaré a casa. Y sé que mientras suba la avenida me tropezaré con los primeros ositos de peluche, hombres travestidos explotando sus plumas y falsos policías, soldados y drugos de todo a cien bajando hacia el Carnaaaval.

Y llegaré a casa. Y mientras escucho como sube de volumen el rugido de la calle a través de los cristales de mi casa volveré a ver King Kong, cosecha del 33, deseando que el rey de los simios –mi rey, mi monarca– aplaste a los que dicen que sienten el puto carnaval en la sangre.

Y entonces, en mi cabeza loca, sí que habrá un Carnaval.

Un Carnaaaval loco. Un Carnaaaval de verdad.

Un Carnaaaval de putos muertos vivientes.

 Saludos, dando la murga, desde este lado del ordenador.

Solo veo muertos: ¡¡¡Ahora Frank Braña!!!

Miércoles, Febrero 15th, 2012

En lo que llevamos de 2012 han dejado de estar entre nosotros –los que aún nos empeñamos por estar vivos– un variopinto puñado de artistas e intelectuales. Veo, entre los muertos, al actor Ben Gazzara, al cineasta Theo Angelopoulos, a las cantantes Whitney Houston y Etta James, al pintor Antoni Tàpies, a los críticos literarios Miguel García-Posada y Carlos Pujol, a la poeta y premio Nobel, Wisława Szymborska y al filósofo Paolo Rossi, entre otros tantos que, seguro, alguno se me escapa.

Uno de los últimos en coger el tren que inevitablemente nos lleva a vía muerta ha sido Frank Braña (Francisco Braña Pérez, Pola de Allande, Asturias, 1934-Madrid, 2012), un nombre que probablemente no les sonará de nada a quienes ahora puedan leerme pero que para quien les escribe ocupa un rinconcito privilegiado en su memoria cinéfila, curtida en cines de reestreno y pases televisivos de cuando la tele era en blanco y negro.

Frank Braña fue lo que se conoce como un actor secundario. Pero un actor secundario en los que te fijabas. Es decir, que junto a la estrella, Braña se dejaba ver. Tenía algo –presencia–  que evitaba resultar quemado por el resplandor del astro de turno.

Los aficionados al espagueti western como quien les escribe guarda grato recuerdo de la presencia de Braña en películas como Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo y Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone. También se le puede ver en la formidable El halcón y la presa de Sergio Sollima y en las entretenidas–aunque lamento decir que hoy estrafalarias–cintas de aventuras Viaje al centro de la Tierra y Misterio en la isla de los monstruos, ambas adaptaciones muy libres de novelas de Julio Verne; así como en la inclasificable y francamente hortera Supersonicman, de ese pedazo de visionario que fue Juan Piquer Simón, director que volvería a contratar sus servicios en la descacharrante y lejanamente lovecraftiana La mansión de Cthulhu. Una cinta solo recomendable para los aficionados a la obra de Ech-Pi-El.: con muchas ganas de echarse unas risas.

Braña, que nació en Asturias y que antes de hacerse actor conoció que las entrañas de la tierra no tienen nada de poéticas porque trabajó en ellas como minero, también fue uno de esos actores de reparto a los que recurrió José Antonio de la Loma en varios de sus filmes.

Evoco, de rodillas y rezando el Santo Rosario, su presencia fugaz en Perros callejeros, Metralleta Stein y Timanfaya (amor prohibido), una película rodada en Canarias, tierra por la que Braña sintió debilidad.

Timanfaya no es, sin embargo, uno de los mejores trabajos de su director. El inquieto, el nervioso, el hombre que quiso rodar cintas de acción imitando el modelo estadounidense José Antonio de la Loma. Y apuntamos que no se trata de una de las mejores películas del irregular cineasta porque no era hombre que se manejara muy bien con las historias de amor.

Y Timanfaya lo es.

Un triángulo trágico que quiso ser una historia de amor.

Entre los escasos méritos de Timanfaya (amor prohibido) cabe destacar que fue la primera película en la que debutó la maltratada estrella del destape Nadiuska (por aquel entonces Nadjuschka para darle mayor exotismo a su belleza felina) y una mujer por la que siento debilidad perruna ya que estamos con símiles animales: Patty Sheppard. Braña es un secundario más, aunque eso sí, aporta su presencia inquietante… Esas que unos dicen llena pantalla.

No sé si Braña llenaba pantalla, pero como espectador sí que puedo afirmar que tus ojos irremediablemente reparaban casi siempre en él. Aunque no dijera nada. 

Pienso así que algo tenía este buen hombre al que se le puede ver también en Rey de Reyes que no es, precisamente, una de las mejores películas de Nicholas Ray.

Braña vivió los últimos años de su vida en la playa de El Veril (Gran Canaria) aunque falleció a los 77 años de edad en Madrid.

Se da la extraña paradoja que la próxima semana, el 24 de febrero, iba a cumplir los 78. Al final la señora de la guadaña fue más rápida sacando el revólver. El mismo revólver que Braña supo desenfundar y enfundar en tantos espaguetis western.

Descanse usted en paz, señor Braña.

Y muchas gracias por ser el secundario que fue.

(*) Frank Braña es el hombre con sombrero y pipa colgando del labio en la primera imagen que ilustra este post.

Saludos, solo veo muertos, desde este lado del ordenador.

‘El cuarto mandamiento’ según Welles

Martes, Febrero 14th, 2012

Descubrí a Booth Tarkington gracias a Orson Welles.

Soy un pibe y probablemente esté en pijama con los ojos atentos al aparato del televisor. Emiten la segunda película que rodó Welles tras el escándalo que provocó Ciudadano Kane. Su título es The Magnificent Ambersons aunque en español la conocemos con el bíblico El cuarto mandamiento, una denominación que marca distancia y respeto.

El clásico de Welles cumple ahora setenta años, y pese a que a la cinta se la laminaron en la mesa de montaje –el más que notable cineasta Rober Wise fue uno de los que cogió la tijera y la mutiló de metraje–  a mi me sigue pareciendo una de las mejores películas de ese genio desorbitado y desmesurado que fue Welles porque deja entrever hacia donde se hubiera escorado su cine si logra zafarse de la maldición de Kane/Hearst.

Pese a que Welles terminara renegando de ella, El cuarto mandamiento –apostemos por su título en español– respira el cine de Orson Welles y mi memoria la registra como una de sus más memorables obras maestras. Una obra maestra gótica y decadente, que disecciona la descomposición de una familia bien avenida que entra en la ciénaga de la pobreza con ecos, tiro la casa por la ventana, a La caída de la Casa Usher de Edgar Allan Poe.

El cuarto mandamiento es una película perfecta sobre la enfermedad. De hecho es una película enferma y terrorífica, donde las relaciones de familia y otros parentescos se estudian con afinada inteligencia.

No pasa el tiempo para este largometraje lastrado en la mesa de montaje.

El filme sirvió, además, para que Bernard Hermann compusiera una de sus mejores bandas sonoras y para que Joseph Cotten demostrara en pantalla el gran actor que siempre fue. Digamos lo mismo con la estupenda Agnes Moorehead, de Dolores Costello, incluso de los jovencísimos Tim Holt y Anne Baxter.

Recordemos El cuarto mandamiento como la gran película que es. Incluso perdonándole la blasfemia de un final con el que Orson Welles nunca estuvo de acuerdo…

Hablemos ahora de Booth Tarkington. Y de algunas de las grandes novelas de este prodigioso y aún desconocido escritor norteamericano en este país de patanes que es España.

El primer libro que cayó en mis manos del señor Tarkington fue De la piel del diablo y no es una novela oscura sino luminosa. Un extraordinario relato sobre un niño, Penrod Shofield, y su manera de ver y entender el mundo.

Son un puñado de aventuras divertidas, en la que Penrod, un muchacho de buenas intenciones, acomete una serie de empresas que la mayor parte de las veces no resultan como esperaba. La novela debe de leerse con la fina ironía con la que está escrita, y saborear la andazas de un personaje –es más que probable que Tarkington se inspirara en sus recuerdos infantiles en el medio oeste–  del que tomaría modelo años más tarde Richmal Crompton para su popular Guillermo el travieso.

Las deliciosas aventuras de Penrod se pueden encontrar en español, tocando madera, en la ya desaparecida editorial Miñón, en su colección Rumbos. Y entre otros momentos, hay uno muy especial en el que el joven protagonista pasea por una feria ambulante en la que se ofrecen, entre otras atracciones, la siguiente que corea a voz en grito su gancho: “Recuerden, señoras y caballeros, que están ustedes mirando a Roderick Magsworth Junior, el único sobrino vivo de la gran Rena Magsworth, la que echó arsénico en la leche de ocho personas distintas para que lo tomaran con el café, y todas ellas murieron. Es la gran envenenadora por arsénico, Rena Masgworth, caballeros y señoras, y Roddie su único sobrino. Ella es parienta de toda la familia Bitts, pero Roddie es su único sobrino vivo. No lo olviden. La van a ahorcar en junio que viene , y todos ustedes están viendo…”

La popularidad de Booth Tarkington fue creciendo a raíz de esta novela, tanto que en 1919 y 1921 obtiene el premio Pulitzer por The Magnificent Ambersons y Alice Adams, respectivamente, dos grandes historias a las que el lector español puede acercarse si se topa en cualquier librería de viejo o de ocasión con los tomos Los Premios Pulitzer que editó Plaza y Janés en los años ochenta.

The Magnificent Ambersons es, tal y como lo refleja Welles en su respetuosa adaptación cinematográfica, el lento pero feroz retrato de una familia bien venida a menos. Hurga con elegancia en la extraña relación que une a madre e hijo. Un hijo caprichoso y mimado que es inconsciente de los cambios que se están produciendo a su alrededor.

La novela apenas llega a las trescientas páginas, pero son páginas que se leen sin apenas darse cuenta mientras notas que la historia se va metiendo dentro de ti. Tiene gancho, tiene personajes y ofrece una mirada teñida de nostalgia pero también rabiosa hacia lo que fue y ya no será. The Magnificent Ambersons es también una historia de amor. Una historia de amor a cuatro bandas que protagoniza un nuevo rico y la esposa de quien fue hasta ese momento el hombre más acaudalado de la ciudad, como de la hija del primero, Lucy, con el hijo del segundo, George.

Cuando hablaba la gente de Lucy, solía describirla como “una chiquita preciosa”, definición inepta. “Chiquita” y “preciosa” era; pero no bastan esas dos palabras para describir la sensación que daba ni la esencia de su naturaleza: era enérgica, independiente y americana típica; la azarosa y algo bohemia vida de su padre cuando ella aún era una niña había tenido el efecto de madurarla tempranamente y de convertirla en mujer cuando solo contaba quince años. Pero, aunque era indiscutiblemente de sí misma y no esclava de ninguna lámpara, excepto la de su propia conciencia, tenía una debilidad: se había enamorado de George Amberson Minafer en cuanto le vio, y no obstante sus muchos esfuerzos, nunca había podido sobreponerse a esto. La cosa no parecía tener remedio.”

Y más adelante escribe: “Lo que para Lucy resultó fatal fue que, una vez enamorada, no logró matar su amor. Por muchas y por muy desagradables cosas que descubrió en George, no pudo rescatarse a sí misma.”

Alice Adams, que fue llevada al cine en 1935 por George Stevens con Katharine Hepburn como protagonista, incide más o menos en los mismos temas que en The Magnificent Ambersons, solo que en esta ocasión el relato se centra en una joven hermosa que desea pertenecer a la buena sociedad, en parte para satisfacer su propia vanidad y en parte porque parece que eso es lo que la gente que la rodea, especialmente su madre, espera de ella.

La novela describe también un mundo en pleno proceso de transformación. La pequeña ciudad donde vive Alice comienza a poblarse de fábricas que visualizan una delgada línea roja entre quienes la dirigen y quienes trabajan en sus entrañas. En esta sociedad cambiante solo se valora el dinero y quien no lo tiene es un fracasado. Un perdedor, tema tan grato en la literatura y el cine estadounidense.

Siendo una novela interesante, Alice Adams carece de la grandeza que encierra The Magnificent Ambersons quizá porque a medida que se avanza en el relato el lector intuye por donde irá su derrotero final y, si bien sorpresa no resulta tan obvio como en un principio se esperaba, la redención de Adams no sabe al sacrificio social que, a mi juicio, reclamaba la historia.

Con todo, es una buena novela para olvidarse de las tonterías que te envuelven ya que consigue tocarte la fibra mientras no dejas de preguntarte cómo diablos un escritor que fabricó entretenimiento con mucha grasa –un pata negra los llaman ahora–  continúa siendo aún hoy un gran desconocido entre los aficionados confesos a la buena literatura.

Booth Tarkington es un escritor que hace honor al cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.

Saludos, dicho sea, desde este lado del ordenador.

¡¡¡Catástrofe!!!

Domingo, Febrero 12th, 2012

En la década de los setenta se puso de moda un género que ha pasado a la historia como cine de catástrofes.

La aparición de este género, cuya gracia consistía precisamente en la representación de hiperbólicos desastre ecológicos, puede tener varias lecturas para quienes deseen romperse la cabeza intentando explicar las razones que se confabularon para que en década tan castigada por la crisis –la crisis del petróleo por aquel entonces– se estrenaran en las pantallas de medio mundo películas donde las fuerzas de la naturaleza –Gaia desatada– estaba empecinada en borrar la sonrisa de la boca a esa especie parásita y debilucha que tiene –dice– inteligencia pero que aún cuestiona que procede del mono.

Al margen de especulaciones tontorronas, si por algo se caracterizaron todas estas películas fue porque, entre otros muchos nombres, un hombre mono las hizo posible, Irwing Allen.

También porque gracias a este género se dio de comer a grandes estrellas de Hollywood por aquel entonces marginadas por la nueva hornada de estrellas que poblaban el universo de la Meca del Cine.

En este aspecto, fue tal el tonelaje de grandes actores y actrices que intervenían en estas producciones que se hizo habitual que en sus fantásticos carteles promocionales, tras la escena espectacular de rigor, se añadiese en su parte inferior la fotografía de casi todos ellos tipo tamaño carnet.

En El coloso en llamas, por ejemplo, y en donde aparecía Paul Newman o Steve McQueen se informaba que hacían de El arquitecto o El jefe de bomberos, respectivamente.

Una maravilla, porque eso daba juego a que antes de ver la película la pibada de aquel entonces escogiera con sus amigos o primos quién quería ser antes de ver la que prometía ser la catástrofe del siglo en pantalla grande.

Así que cuando lo hacía el pibe, éste no citaba a Paul Newman o Steve McQueen, sino El Arquitecto o El jefe de bomberos.

Ya saben, la inocente chiquillada que marcó a una generación de cinéfilos con corazón cinéfago.   

Sin embargo, si hay un filme que, a mi juicio cinéfilo/cinéfago podría considerarse la obra maestra del cine de catástrofe y muy por encima de la aún espectacular El coloso en llamas es, sin lugar a duda, La aventura del Poseidón, película que celebra ahora su treinta aniversario con un sabor genuinamente retro por, precisamente, setentera.

Dirigida por Ronald Neame y protagonizada por Gene Hackman, Ernest Borgnine, Shelley Winters, Leslie Nielsen, Roddy McDowall y Stella Stevens, entre otros, La aventura del Poseidón se basa en la novela del mismo título de Paul Gallico y cuenta la odisea de un puñado de pasajeros de un lujoso trasatlántico que una noche de Fin de Año una ola gigantesca da la vuelta.

Literalmente le da la vuelta.

La primera vez que vi La aventura del Poseidón fue, creo recordar, en el Teatro San Martín de Santa Cruz de Tenerife y salí de la sala fas-ci-na-do. Tanto, que llegué a decirle a mi padre que era la mejor película que había visto hasta la fecha.

Por aquel entonces era un pibe, pero la aventura de los pasajeros que lidera Hackman en aquel trasatlántico vuelto del revés buscando la salida me llegó al alma.

O lo que es lo mismo, me emocionó como aún continúa emocionándome pese a que con la edad me dé cuenta de muchos de sus fallos y sobre todo de unos efectos especiales que hoy saben a rancio. Pero, demonios, ése es otro de los encantos de esta cinta para los que, como quien ahora les escribe, no se cansa de verla y maldecir su remake.

Se trata además La aventura del Poseidón de una película cien por cien Allen. Es decir, que pese a que está firmada por el sólido Neame la sombra de Allen planea con el único objetivo de recordarnos que quiere entretener al espectador.

Pero ojo, y que nadie se llame a engaño: porque La aventura del Poseidón se trata de un entretenimiento con clase.

Es una película que dota a sus protagonistas de conflictos, lo que hace si me apuran mucho más interesante su itinerario por la entrañas del barco, ese extraño mundo que por un golpe de la caprichosa naturaleza de pronto se ha vuelto del revés.

Gene Hackam interpreta a un reverendo con problemas de fe.

Borgnine a un policía neoyorquino que no admite que nadie le dé órdenes y mucho menos si éstas vienen de un reverendo con problemas de fe.

Shelley Winters y Jack Albertson son un matrimonio judío que espera ver como su hijo de ha hecho hombre en Israel y McDowall a un camarero que conoce el barco. Y Stevens a una ex prostituta y…

La aventura del Poseidón contiene varias escenas que a los que la vimos en su momento se nos quedó grabadas al rojo vivo en el disco duro de la memoria.

Entre las escenas memorables cito la de Hackman animando al pasaje a marchar con él para encontrar una salida mientras un oficial del barco les conmina a que no le hagan caso.

También aquella en la que Shelley Winters, generosa en carnes por aquel entonces, tras tener que bucear un tramo sumergido bajo las aguas, repite la experiencia con consecuencias sospechosamente inevitables.

Vista desde la distancia La aventura del Poseidón sentó las bases de un género, como es el del cine catastrofista, que apenas ha variado la fórmula.

Como película me sigue pareciendo además mucho más impactante que las que se rodaron de la serie Aeropuerto.

De hecho, aún recuerdo fragmentos de La aventura del Poseidón y muy pocos de las películas que se rodaron con los Boeing 707 accidentados, demasiados telefilmes para mi gusto de sibarita catastrofista.

La aventura del Poseidón contó con una secuela, la potable Más allá del Poseidón (1979), una película que no tiene nada que ver con la primera salvo el barco flotando al revés en el mar.

En ella intervinieron Michael Caine y Telly Savalas –probablemente el calvo más famoso de la historia del cine tras Yul Brynner–  pero más que una película de catástrofes es una película de aventuras a secas.

Allen volvería al género, pero esta vez en clave ecológica, con la irregular El enjambre (1978), una película en la que una colonia de abeja asesinas africanas azotaba los Estados Unidos.

Fue un estrepitoso fracaso.

Quiero pensar porque las pobres abejas nunca han gozado de la mala prensa de las encantadoras arañas y cucarachas.

Allen probaría suerte en el cine una vez más con El día del fin del mundo (James Goldstone, 1980), una desabrida cinta catastrofista localizada en una remota isla del Pacífico donde a un volcán dormido se le ocurre despertar.

En esta película actuaba además de Paul Newman, Jacqueline Bisset y un maduro William Holden que parece que tiene ganas de mandar a tomar por culo a todo el mundo.

Como el público es ingrato por naturaleza, Allen se refugió en la televisión donde comenzó su carrera con series tan apreciadas como Perdidos en el espacio, Viaje al fondo del mar o Tierra de gigantes, poniendo su nombre cuando las cosas le iban realmente mal en una serie de telefilmes que no pasarán a la historia.

Así que ya no era el mismo.

Un buen día, un infarto al corazón dejó que continuara preocupándose por lo que podría pasar con nosotros –monos caprichos e ilusos– cuando la naturaleza grita Basta.

Basta…

Su relevo, por desgracia, lo han recogido una serie de cineastas en este siglo XXI que vivimos –más catastrófico que catastrofista– que no se han percatado que son monos.

Inconscientes ellos, precisamente ellos, porque han terminado por convertir en clásico a Irwing Allen.

Irwing Allen.

Saludos, bye, bye Whitney Houston, desde este lado del ordenador.

David Carpenter, un Tarzán de La Orotava (África)

Viernes, Febrero 10th, 2012

Cuando de la cabeza de Edgar Rice Burroughs nació el intrépido rey de los monos, Lord Greystoke alias Tarzán, poco imaginaba su autor la popularidad que pronto iba a alcanzar este blanco nacido entre simios y azote de negros con el paso de los años.

El cine, naturalmente, contribuyó en gran parte a acrecentar el mito, en especial por las películas que en las décadas de los treinta y cuarenta protagonizó Johnny Weissmuller –la primera de ellas, la estupenda Tarzán de los monos, cinta que cumple en 2012 setenta años muy bien llevados–  y más tarde, entre otros actores, por Lex Baker, Gordon Scott y Ron Ely en una serie de televisión que más de uno de mi generación recordará con el sabor amargo de la nostalgia.

Tarzán, que es uno de esos personajes que episódicamente renace de las cenizas en cintas como en la ambiciosa Lord Greystoke: La leyenda de Tarzán (Hugh Hudson, 1984), la adaptación más fiel de la primera novela de la serie firmada por Burroughs, y la nada desdeñable Tarzán y la ciudad perdida (Carl Schenkel, 1999) con el atlético Casper Van Dien como rey de la selva, ha dado lugar también a descacharrantes versiones no oficiales del personaje como las protagonizadas por la estrella del cine pornográfico Rocco Siffredi y, sin ser porno, la que el actor –seamos benignos–  David Carpenter rodó a principio de los años setenta con el título de Tarzán en las minas del rey Salomón, dirigida por (es un decir) José Luis Merino.

David Carpenter, que en realidad se llamaba Domingo Codesido Ascanio, nació en La Orotava, Tenerife, en 1951, y tuvo una activa carrera cinematográfica en unos tiempos en los que el cine español –afortunadamente–  no se tomaba demasiado en serio.

Agraciado con un notable físico moldeado a base de nadar en las frías aguas de las playas que bañan el norte de la isla que lo vio nacer, Carpenter hace del rey de los monos es la que probablemente pase a la historia del cine como una de las peores películas jamás rodadas.

No fue culpa suya.

Aunque Carpenter, como la actriz con la que comparte escena, la emperatriz del destape, Nadiuska, no destacaran precisamente por su capacidad de interiorizar personajes.

No, si hay que buscar un culpable a este chiste hecho cine es a su director (¿?), ese José Luis Merino jarto de vino que además firma el guión de la película. Una película en la que interviene además Jacinto Molina, más recordado entre los pibes que éramos pibes por aquel entonces, Paul Naschy.

O yeahhhh.

Solo he visto una vez Tarzán en las minas del rey Salomón, pero confieso que antes de animarme a escribir este post me he quemado un poco más la cabezota observando fragmentos aislados de la cinta en Youtube con el fin de retroceder a esa infancia feliz, y para nada dickensiana, en la que me reconozco.

Si no me equivoco, y es probable que me equivoque, Tarzán en las minas del rey Salomón quedó como recuerdo en mi disco duro al descubrirla inocente en una sesión a la que asistí en el hoy desaparecido Cinema Victoria, sala que se encontraba más o menos al lado del Teatro Baudet en la capital tinerfeña.

Ninguno de estos cines existe en la actualidad.

El Cinema Victoria es hoy un garaje y el Teatro Baudet un edificio cerrado donde se aloja, en uno de sus extremos, la Librería del Cabildo de Tenerife.

Sí que recuerdo, sin embargo, las sensaciones que me provocó ver aquel Tarzán.

Un aburrimiento raro.

Para un niño al que le gustaba –y le sigue gustando– perder el tiempo que le queda de vida en una sala a oscura le pongan lo que le pongan, aquel Tarzán le resultó tan tontorrón como aún me resulta estos días.

Así que pienso que la clave de que se me quedara en la memoria fue que alguien me informara entonces de que el que hacía de Tarzán, el tal David Carpenter, era de la misma isla en la que nací y habito resignado.

Por eso, y por algo más, quizá por su carácter tontorrón, de película que parece hecha por un adulto autista, reivindico desde esta atalaya al primer y probablemente último Tarzán no oficial que nació aquí. En este archipiélago africano que es Canarias.

Carpenter, que es un personaje que se merece una novela y una película, murió en extrañas circunstancia en Tailandia, rodó además de este Tarzán otras películas donde no fue protagonista.

Entre otras destaco Una gota de sangre para morir amando porque está realizada por mi apreciado Eloy de la Iglesia. También El asesino no está solo porque en ella aparecen la faraona, Lola Flores, y Teresa Rabal, hija de don Paco Rabal y más tarde famosa por su amor al circo y su baboso y murguero repertorio de canciones infantiles.

Junto a José Antonio de la Loma, un extravagante y vindicable cineasta español empeñado en filmar películas de acción con ambiciones en este país de ombligos sucios que es la Celtiberia, participó en Metralleta Stein y Las alegres chicas del Molino.

Volvería a repetir con Merino en Juegos de sociedad y también se le puede ver en Yo soy fulana de tal (Pedro Lazaga, 1975), adaptación de la novela del escritor Álvaro de Laiglesia, un hombre que pese a ser hombre del régimen –fue uno de esos tantos españoles que se enrolaron en la División Azul en respuesta al grito de ¡Rusia es culpable!–  a mi me sigue pareciendo un excelente humorista, digno para recuperar en estos tiempos tan escasos de sentido del humor.

Sea del signo que sea.

Carpenter trabajó en otras películas pero al final tiró la toalla y regresó a Tenerife para poner punto y final a su carrera como actor.

Esta misma  mañana hablé con alguien que dice que lo conoció y con el que, asegura, se corrió varias juergas pero no pudo aclararme más sobre un hombre que quiero entender supo vivir con sus sueños rotos tras su regreso a la isla.

Y quizá sea eso, que regresara a la isla y aprendiera a vivir son sus ilusiones hecha cenizas lo que me ha animado a escribir este modesto post para rendirle homenaje a su memoria.

David Carpenter después se marchó a Tailandia.

Y allí, como Manuel Vázquez Montalbán, se encontró con la inevitable Señora de la guadaña.

Saludos, Domingo –David Carpenter– Codesido Ascanio ¡veinte premios Canarias!, desde este lado del ordenador.

Harakiri

Jueves, Febrero 9th, 2012

Vivimos en unas islas de infeliz ignorancia. Todas navegan en direcciones diferentes,  lo que ha hecho que los que  residen en una les importe un carajo lo que suceda en la otra. Y así vamos, observando como pasa la historia. Una historia en la que lo único que nos une es una infatigable capacidad para morder al que tenemos al lado.

Esta tendencia enfermiza, que se multiplica por eso que llaman pleito insular, se materializa en el curso natural de nuestra existencia con pasmosa frecuencia. Y se emplea a modo de catarsis burlona en una fiesta, los Carnavales, con la que mantengo un discreto divorcio desde hace años.

Lo escribe alguien que es víctima de la toma de la calle por la masa disfrazada y juerguista. Que escucha resignado –mientras intenta aislarse en su casa de la tenebrosa realidad que se va apoderando a su alrededor– los gritos y las canciones desafinadas de un grupo de borrachos que, ya es inevitable en estas fechas, acaban de amanecida cantando el me gusta la bandera con acento aguardentoso.

Igual de aguardentosa me parece la última polémica en la que se ha visto envuelto el área de Cultura del Gobierno Canario que no da para sustos en este 2012.

La denuncia procede, en esta ocasión, de La Asociación Amigos Canarios de la Ópera (ACO), que asienta sus reales en la vecina isla redonda, y colectivo que exige a través de una carta pública que se “aclare con suma urgencia cuánto, cómo y cuándo se va a hacer efectiva la subvención del Gobierno de Canarias a la Temporada de Ópera de Las Palmas de Gran Canaria Alfredo Kraus,” ya que su continuidad “está en peligro”.

La ACO necesita pasta.

Y como que,

que no hay pasta.

O sí que pudo y puede haber pasta –entiende uno– tras leer las contradictorias declaraciones que tanto el viceconsejero, Alberto Delgado, y su jefa en cosas culturetas, Inés Rojas, han derramado sobre el asunto.  Así que si se lee con atención las noticias, parece que la segunda ha puenteado a su presunto hombre de confianza –que es el primero–  en este problema de todo por la pasta.

La ACO, incendiaria, advierte, que como siga este lío de yo dije diego pero la que tengo encima me responde lo contrario, “este Gobierno pasará a la historia con el honroso título de haberse cargado una actividad cultural de 45 años de vida, con un gravísimo perjuicio a la ciudadanía de Gran Canaria”.

Por lo que zas, el tenebroso espectro del pleito insular vuelve a instalarse en las nunca calmadas aguas que separan a unas islas de las otras.

Rojas, la consejera, ha hecho saber rápidamente que este viernes, 10 de febrero, mantendrá una reunión con los amigos de la ópera.

La pregunta que planea en el aire es si en ese encuentro estará Alberto Delgado.

Planteo la cuestión porque los de la ACO lamentan que el viceconsejero haya dejado caer que esto de la ACO es un grupo de particulares que trata de divertirse a expensas de fondos públicos. Así lo aseguran los aficionados a la ópera en el escrito.

Con la que le está cayendo a Delgado no creo que nadie le gustara estar en su pellejo.

Primero le recortan el presupuesto de Cultura, segundo le protesta parte del sector al que tanto contribuyó a alimentar constituyendo lo que llaman un Gabinete de crisis y tercero lo ningunea su propia jefa probablemente por orden del jefe supremo.

Ya saben, Paulino Rivero.

Ese hombre.

Si yo fuera Alberto Delgado los dejaba a todos colgados. A los de la ACO, a los ingratos del Gabinete de crisis, a Inés Rojas y a ese hombre. Estaría hasta la mismísima coronilla de que me estuvieran torpedeando por casi todos los lados para concluir que, efectivamente, cualquier tiempo pasado fue mejor.

Los de la ACO tiran a dar en su escrito.

Están temerosos de que se queden sin ópera no sé si Gran Canaria o ellos mismos. Brrrrr, qué viruje.

Queremos pasta, grita la panda y, en un ejercicio de inocencia patibularia, escriben: “no entendemos que diga el señor viceconsejero que no hay dinero para la ópera, cuando sí lo hay para otras actividades culturales y todo parece que se trata de una venganza personal del señor viceconsejero.”

O lo que es lo mismo, para los de la ópera Alberto Delgado se ha transformado en Berto el Malo ya que, destacan sin que se les caigan los anillos de los dedos ni las peinetas encima de la cabeza, Berto quiere  vengarse “por haberle demostrado ACO, con informes técnicos irrebatibles redactados en 1990 y actualizados en 2010, la imposibilidad de coordinar una misma temporada de ópera en ambas capitales.”

Y ah, viejo, ahí está otra raíz del problema con estos amigos de la ópera.

O lo que comentábamos al principio, que cada isla quiere seguir yendo a su puta bola.

En fin.

No sé de lo que hablarán este viernes con la Rojas, doña Iñés que no es roja sino solo de apellido. La pregunta, como apunté antes, es si en esa reunión estará presente Alberto Delgado.

Los de la ACO por lo pronto piden un pronunciamiento de Inés Rojas.

O lo que es lo mismo, del hombre.

De ese hombre.

Así que tal y como están las cosas, entendería perfectamente que Alberto Delgado se hiciera el harakiri.

En el fondo siempre sospeché que tenía vocación de samurái.

Solo que hoy se ha convertido en un ronin, o en un samurái sin amo al que servir.

Saludos, esto es cosa de locos, desde este lado del ordenador.